Confiar en Dios cuando lo que Él hace no tiene sentido por Erin Gieschen De las cosas difíciles de entender en la vida, no hay nada más desconcertante que los momentos en que Dios no se hace presente de la manera que pensamos que Él debería. Como se nos enseñó que Él lo haría. Estoy segura de que mis maestras de la escuela dominical nunca tuvieron la intención de enseñarme un cristianismo de que, "si hago esto, entonces el Señor tendrá que hacer aquello". Pero, por alguna razón, eso fue lo que aprendí por medio de las lecciones. Después de todo, las historias de la Biblia que contaban las maestras parecían tener siempre un final feliz. El pequeño David se enfrentó a un gigante poderoso, y al final Dios lo hizo el rey terrenal más grande de Israel. Moisés obedeció a Dios, y liberó a los israelitas de la esclavitud para llevarlos a una tierra prometida que manaba leche y miel. Dejando fuera todos los detalles complicados, cada historia parecía muy sencilla y agradable. Servir al Señor significaba que si le obedecíamos, Él haría que todo terminara bien. Así que, por supuesto, le obedeceríamos siempre. Pero después crecí, y descubrí que la vida rara vez es tan sencilla, y que los finales felices toman a menudo más tiempo para suceder de lo que nos gustaría. No estoy diciendo que no seguía creyendo en que "a los que aman Dios, todas las cosas les ayudan a bien, a los que conforme a su propósito son llamados (Ro 8.28). Pero he aprendido que la vida en este mundo incluye caminos torcidos que tienden a frustrar el camino recto que esperamos transitar. Aunque sigamos a Cristo, experimentaremos prolongados tiempos tortuosos que pondrán a prueba nuestra fe cuando las oraciones sigan sin respuesta y nuestro corazón esté tentado a dudar. EN ESPERA DE UN SALVADOR Fue en uno de esos días difíciles, cuando las queridas amigas de Jesús, Marta y María, mandaron a decirle que Lázaro estaba gravemente enfermo (Jn 11.3). Debieron haber experimentado toda la gama de emociones entre el temor y la esperanza mientras secaban la frente de su hermano y esperaban que el Señor llegara, para que todo mejorara. Lázaro debió haber pensado lo mismo. Todos ellos sabían y habían sido testigos de muchas de las milagrosas sanaciones de Jesús. Con solo un toque, Él hacía caminar a los cojos, y ver a los ciegos. Y con solo una palabra, incluso, había sanado a personas desde lejos (Mt 8.13; 15.28). Nada estaba más allá de su poder. Sin embargo, a medida que empeoraba su enfermedad, la preocupación de Lázaro debió de ir en aumento. La antigua cultura judía era muy patriarcal, y es probable que sus hermanas dependieran de él como el único varón de su familia inmediata. Si moría, ¿qué pasaría con Marta y María? Y Jesús había decidido no venir. De hecho, se tardó en vez de ir a Betania de inmediato para restablecer la salud de su amigo. Tampoco le envió un mensaje a Lázaro; simplemente dijo: "Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios" (Jn 11.4). Por tanto, para alguien que había conocido la confianza en el amor de Jesús y en su poder, el desconcierto debió haber angustiado a Lázaro a medida que el tiempo se acababa. Debió de haberse preguntado: ¿Nos ama Jesús, en realidad, tanto como nosotros lo amamos a Él? ¿Es Él, realmente, quien pensábamos que era?


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