No hay instinto humano más fuerte, universal ni merecido como el afecto natural que prácticamente todos los seres humanos sentimos hacia nuestras madres. Cantos, poemas, discursos y elegías lo celebran, lo mismo que obras de arte y de artesanía, leyes y monumentos oficiales. A través de la historia se han usado todos los medios imaginables para testificar elocuentemente un poderoso sentimiento de agradecimiento, amor solícito y encomio hacia las madres. Dado el amor, el sacrificio y la fidelidad con que la mayoría de las madres atienden a sus hijos, todo eso y más es altamente merecido. El amor maternal es un regalo incomparable que Dios le ha dado a la humanidad.
Sin embargo, gracias a nuestra naturaleza de seres caídos y pecaminosos, somos capaces de estropear hasta los más puros y dignos sentimientos, transformándolos, si nos descuidamos, en herramientas de destrucción. Así ocurre con el amor de algunos hijos hacia su madre, que puede polarizarlos en contra de su padre (ausente, indiferente o abusador), parcializando y por ende quebrantando el cuarto mandamiento: Honrarás a tu padre y a tu madre.
Otra desviación indebida del amor hacia la madre lo manipula hasta convertirlo en un arma de combate en las guerras domésticas de las parejas, sobre todo jóvenes. Por ejemplo, el marido hace comparaciones envidiosas entre su nueva esposa y su madre o la nueva esposa escucha consejos de su madre, quien a veces herida por su propio marido, le hace “pagar” al nuevo esposo una cuenta que él no debe. De estas formas, lo que comenzó como un sano y natural amor hacia sus madres puede convertirse en una insalubre guerra de poder que por un lado desestabiliza los nuevos hogares y por el otro le da un peso indebido a la influencia maternal.
Los sociólogos señalan que nuestra sociedad hispanoamericana tiende a ser un “matriarcado”. La palabra viene del griego, y significa básicamente “gobierno materno”, o sea, que la madre detenta una gran autoridad, sobre todo sobre sus hijos. Uso por lo tanto el término “amor matriarcal” para designar aquel amor que tiene por objeto el cultivar una lealtad exclusiva o exagerada hacia la madre por parte de los hijos. Este tipo de amor atenta contra el orden familiar, ya que los hijos deben un amor y respeto igual hacia su madre y su padre, y deben de ser enseñados de que su lealtad principal de por vida será hacia su propio consorte y hacia la familia que originen.
Hay, naturalmente, una autoridad válida que corresponde a las madres, necesaria para criar e instruir a sus hijos menores (Proverbios 1:8, 31:1). Pero esa autoridad cesa una vez que los hijos alcanzan la mayoría de edad, dejando lugar a que los hijos establezcan sus propios hogares, escojan sus propias carreras y conduzcan su vida según les parezca. Cuando los hijos se casan, la autoridad de sus padres sobre sus vidas cesa (a menos que por razones de fuerza mayor tengan que depender económicamente de sus padres, en cuyo caso como “dependientes” están sujetos a las reglas de quienes los sustentan).
El pacto matrimonial comienza con una separación clara de cada consorte de su familia de origen. Esto es esencial para que cada uno pueda dedicar su lealtad por entero a su consorte y a su nueva familia. El Señor ha hecho de esto una precondición imprescindible del pacto matrimonial: “Por tanto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y ambos serán una sola carne” (Génesis 2:24).
Lamentablemente, la perversión del amor “maternal” en amor “matriarcal” hace que en muchos de los nuevos matrimonios hispanos, la sombra de la suegra se cierne sobre el hogar de los nuevos cónyuges, complicando su –de por sí difícil- acuerdo inicial, que sentará las bases de su propia cultura hogareña. Es necesario que las madres y los padres entendamos que criamos hijos, no para nosotros, sino para Dios, y para que Él los llame y use como mejor le conviene. Y es necesario que los jóvenes comprendan que para formar un nuevo hogar tienen que “salir de su casa” y depender completa y exclusivamente de Dios, y el uno del otro.
Por: José L. González
José L. González es un conferencista y autor que elabora una crítica espiritual de la cultura latinoamericana. Ha sido un organizador comunitario, politólogo y catedrático y estableció Semilla, Inc. que promueve la formación de líderes cristianos latinoamericanos. José ha sido mentor de docenas de líderes, políticos, educadores, empresarios, artistas y pensadores y actualmente es un líder en el movimiento "Transforma Latinoamérica". www.transformalatinoamerica.com "
Y que termine el artículo con la siguiente frase:
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