María, la madre de nuestro Señor
La primera preocupación de una madre es proteger a su hijo. Ese hecho hace que sea difícil imaginar cuán doloroso debió ser para María soportar la crucifixión. Al igual que las otras personas que estaban junto a la cruz, ella miraba a su hijo colgado en el instrumento romano de humillación y tortura. Pero, a diferencia de los que estaban allí para ver el espectáculo de su muerte, o incluso de quienes lo habían amado como Maestro, María lo había llevado en su vientre y experimentado el gozo de mecerlo entre sus brazos. Ella había aliviado sus heridas, y lo había visto crecer en sabiduría —guardando y atesorando todo en su corazón (Lc 2.19, 47-51). Durante treinta años, habían compartido juntos las sencillas comodidades del hogar y disfrutado del compañerismo y el amor mutuos. Mientras ella se ocupaba de sus necesidades físicas, Él proveía para ella con su trabajo de carpintero, el oficio que había aprendido de su padre terrenal, José. Tal vez esos recuerdos de su bebé envuelto en pañales la sostenían, ahora que debía enfrentar el verlo en ropa mortuoria. Pero, lo que era más importante, podía confiar en las promesas del Todopoderoso. Porque ella sabía, desde que era muy joven, que “su misericordia es de generación en generación a los que le temen” (Lc 1.50).
El discípulo Juan
La última instrucción de Jesús antes de la resurrección, fue dirigida a María y a su discípulo amado. El doble mandato: “Mujer, he ahí tu hijo… [y a Juan] he ahí a tu madre”, fue una orden que simbolizaba el nuevo lugar de los creyentes en su reino (Jn 19.26, 27). En este momento, fue revelada la promesa de Juan 14.20: “En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros”. El decir que Juan era el hijo de María, significaba que el discípulo participaba ahora en la vida de su Maestro, y que era coheredero de la vida en Dios (Ro 8.17). En cierto modo, este momento es simbólico para todos los creyentes que proclaman a Jesús como Señor: crecemos en la semejanza a Cristo como hijos e hijas del Padre celestial, y como coherederos con el Hijo en su reino.
La declaración era también una afirmación de perdón y compasión. Juan, al igual que los otros discípulos, había abandonado a su Maestro en el Getsemaní, pero solo él regresó para presenciar el sacrificio de Cristo. En este momento, Jesús no solo perdonó la falta de convicción de Juan, sino que también le confió a su amada madre. Pensemos en esto: aun en el Gólgota, mientras experimentaba un sufrimiento que nadie es capaz de comprender, Jesús impartió gracia y misericordia. Él sigue haciendo esto con todos los que vienen al Calvario. Quienes están dispuestos a ponerse al pie de la cruz y aceptar su voluntad para sus vidas, pueden, al igual que Juan, experimentar las incontables bendiciones que dan generosamente esas manos perforadas por los clavos.