El ladrón
Viendo cómo marchaba Jesús a su muerte en el Gólgota, y a la multitud que iba detrás de Él, en un primer momento el ladrón se unió a los que se burlaba de Jesús, diciendo: “¡Bah! Tú que derribas el templo de Dios, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo, y desciende de la cruz” (Mt 27.44; Mr 15.29, 30).
Pero, por alguna razón, en lo más profundo de este criminal cuyo nombre no sabemos, algo cambió, quizás cuando escuchó orar a Jesús, respirando trabajosamente: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23.34).
En medio de la ceguera del mundo, la revelación de Dios vino a un criminal colgado en una cruz: Este hombre era realmente el Mesías, el Rey, el Salvador, el Señor. El ladrón fue tocado por Cristo, y sus ojos fueron abiertos. Su última petición estuvo llena de humildad y esperanza, aun cuando osadamente llamó al Hijo de Dios con una familiaridad inesperada. “Jesús”, le dijo, “acuérdate de mí cuando vengas en tu reino” (v. 42).
Mientras que los discípulos de Jesús habían perdido la esperanza, sin entender su misión, este delincuente entendió que su reino no era de este mundo, y que su muerte, de alguna manera, sería parte del triunfo de Jesús. Este desvalido pecador, que estuvo tan consciente de su imposibilidad de salvarse a sí mismo, nos mostró el camino a todos: él fue el primero en ser sacado de la oscuridad a la luz gloriosa, por el victorioso Jesús.
Nicodemo y José de Arimatea
Muy a menudo, los amigos de toda la vida son aquellos que comparten un pasado de errores similares, y un testimonio de redención común. Nicodemo y José de Arimatea eran, posiblemente, dos hombres así. Cuando cada uno escuchó a Jesús enseñar, algo profundo dentro de ellos les dio testimonio de su origen celestial. Él hablaba como alguien con autoridad, lleno de gracia y de verdad, satisfaciendo la sed profunda que había en ellos. Pero, al mismo tiempo, había un dilema. Otros amigos influyentes de ellos criticaban al hacedor de milagros y satanizaban a quienes lo seguían. Así que, al parecer, los dos decidieron “guardarse sus opiniones” y optar por la seguridad de la aprobación de sus amigos (Jn 19.38, 39).
Pero, a la luz de la cruz, donde comienza siempre la redención, sus corazones deben de haber sentido menos miedo. Aunque habían temido la pérdida de su prestigio social, Aquel que colgaba en la cruz nunca le temió a la pérdida de la vida. Ellos habían evadido la crítica, pero Aquel irreconocible ensangrentado la aceptó, y mucho más, por amor a ellos. Después que Jesús fue retirado de la cruz, José y Nicodemo, movidos por amor, pidieron su cuerpo. Y, como sucede a menudo en los funerales, estos hombres estuvieron más cerca de su Señor en su muerte que lo que habían estado en su vida, y lo sepultaron; su devoción a Él ya no era vacilante, sino plena, realizada.
Un pensamiento final
Al pensar en las personas presentes el día en que nuestro Señor fue crucificado, considere cómo podemos vernos reflejados en cada una de ellas, para bien o para mal. Aunque las actitudes de algunas son más deseables que las de otras, podemos ver que nuestros corazones no están siempre en el lugar que deben estar. ¿Permaneceremos cerca de Él, devotamente, sin importar las consecuencias? ¿O dejaremos que nuestras circunstancias empañen nuestro amor? Cualquiera que sea nuestra situación, hay esperanza para acercarse a Aquel que es poderoso para hacer abundantemente más de lo que somos capaces de pedir o entender (Ef 3.20) cuando nos arrepentimos de nuestros pecados, tomamos nuestra cruz, y le seguimos.