Un dolor santo
Testigos de las vidas que sufren
Mi amiga se estaba muriendo de cáncer. Una joven y vibrante creyente, con hijos pequeños y
un esposo que la amaba. Unos cuantos amigos decidimos permanecer a su lado aunque no
podíamos detener su sufrimiento, o evitar su muerte, pero sí ofrecernos como fieles acompañantes
en un viaje oscuro y terrible.
Todos nosotros seremos llamados a actuar, en algún momento, como testigos del sufrimiento de
otra persona. No seremos capaces de alterar el resultado. Las palabras nos faltarán. La oración
parecerá inútil. Sin embargo, el acto de acompañar a alguien en su dura experiencia, es un dolor
santo que ofrece un asombroso destello del gozo eterno.
Pocos hechos de la Biblia nos enseñan tan bien esta lección, como la historia de las mujeres que
siguieron a Jesús hasta su muerte en la cruz. En el grupo estaban su madre María, María Magdalena,
y otras más—muy probablemente viudas, parientes, amigas, y mujeres que habían sido sanadas por
el Señor. Aunque carecían de los privilegios sociales y legales de los hombres, estuvieron dispuestas
a hacer lo que muchos de los hombres no quisieron. Ellas estuvieron dispuestas a permanecer con
Jesús durante toda su angustia.
Antes de la crucifixión, el Señor preparó a sus discípulos, utilizando una analogía claramente femenina:
“La mujer que está por dar a luz siente dolores porque ha llegado su momento, pero en cuanto nace la
criatura se olvida de su angustia por la alegría de haber traído al mundo un nuevo ser. Lo mismo les pasa
a ustedes: Ahora están tristes, pero cuando vuelva a verlos se alegrarán, y nadie les va a quitar esa alegría”
(Jn 16.21, 22 NVI). Jesús estaba prometiendo la desaparición del sufrimiento; el dolor y la angustia serían
seguidos de un gozo muy grande que supera al dolor anterior. Muy posiblemente, también las mujeres
habían escuchado a Jesús enseñar, y entendido cuál habría de ser su papel.
Contexto
El parto era potestad de las mujeres. A menudo era una dura y larga experiencia, con mucha angustia y
poco alivio del dolor. Muy probablemente, las mujeres entendían que su papel como parte de la comunidad
en general, era ofrecerse como compañeras constantes durante esos momentos de sufrimiento.
Tal como lo predijo Jesús, los “dolores de parto” vinieron en una cascada de acontecimientos terribles. Las
mujeres no pudieron hacer nada cuando el Maestro fue arrestado, juzgado y condenado públicamente. Cuando
los soldados lo desnudaron, lo golpearon y lo azotaron, las mujeres, sin duda alguna, respondieron a cada gota
de su sangre con una docena de sus propias lágrimas.
Pero no se marcharon, ni siquiera cuando los discípulos comenzaron a retirarse. Por el contrario, mientras Jesús
cargaba su cruz por las calles, ellas continuaron siguiéndolo. La Biblia nos dice que “le seguía gran multitud del
pueblo, y de mujeres que lloraban y hacían lamentación por él (Lc 23.27). Llorar era darse golpes de pecho como
demostración pública de dolor. Hacer lamentación era gemir en voz alta, o entonar una canción fúnebre. Las mujeres
que seguían a Jesús se afligieron en todos los sentidos. Ellas habían vivido sin esperanza de ser liberadas de su
opresiva cultura y de sus propios pecados. Ahora gritaban porque les habían quitado su única esperanza,
su amado Salvador