Un dolor santo
Testigos de las vidas que sufren
Parte 2
Este fue un acontecimiento inusual, por dos razones: el duelo público por un criminal condenado a muerte
era contra la ley, pues implicaba que la ejecución era un acto injusto. Por otra parte, la lamentación pública
la hacían usualmente mujeres a las que se les pagaba por llorar y cantar frente al cadáver. Pero las mujeres
que acompañaban a Jesús lloraron, haciendo a un lado la tradición, y posiblemente violando la ley.
Luego vino el amargo golpe: el Salvador que las había sanado, que les había devuelto a sus muertos, que las
había alimentando, y que había bendecido a sus hijos, fue crucificado. Mas ellas no se marcharon. “Pero todos
sus conocidos, y las mujeres que le habían seguido desde Galilea, estaban lejos mirando estas cosas” (Lc 23.49).
A medida que las horas se alargaban, muchos lo abandonaron y la multitud disminuyó, pero “estaban junto a la
cruz de Jesús su madre, y la hermana de su madre, María mujer de Cleofas, y María Magdalena” (Jn 19.25). El
sufrimiento de Jesús era tan intenso, que la mayoría de la gente sintió repulsión; sin embargo, algunas mujeres
decidieron acercarse aun más.
Reflexión
Lucas 10.38-42 cuenta la historia de dos hermanas: María se sentó a los pies de Jesús, mientras que Marta salió
de la habitación para trabajar. Jesús elogió a María, pero describió a Marta como “afanada y turbada”. Llevar las
cargas de otros, muchas veces implica estar quietos, y dejar de tratar de arreglar las cosas o ayudar. Es posible
que usted esté satisfecho con sentarse a los pies del Señor, ¿pero quisiera sentarse al pie de su cruz?
Tal vez Jesús se entristeció al mirar desde la cruz y darse cuenta de los pocos amigos que se habían quedado. Se
ha dicho a menudo que no se sabe quiénes son nuestros amigos hasta que llegan los problemas. Jesús experimentó
la realidad de nuestro sufrimiento terrenal: la mayoría de los amigos y de los familiares decidirán salir corriendo.
Nunca se puede predecir quiénes elegirán quedarse.
Las mujeres al pie de la cruz nos ofrecen una indicación del propósito, el poder y la promesa del testimonio.
En primer lugar, se nos manda a ayudar a quienes están sufriendo pruebas dolorosas: “Sobrellevad los unos las cargas
de los otros, y cumplid así la ley de Cristo” (Gá 6.2). Como muchos actos de obediencia, esto no será siempre fácil.
Podemos luchar con el orgullo, el miedo y la frustración por causa del tiempo que Dios escoja para actuar. Una y otra
vez nos veremos obligados a enfrentar la pregunta que se ha hecho la humanidad a lo largo de los siglos:
¿Se puede confiar en Dios?
Pero si estamos dispuestos, el llevar mutuamente nuestras cargas tiene un gran poder en favor del reino de Dios.
En el libro de Filipenses, Pablo escribió acerca de la “excelencia” de la “participación de sus padecimientos [de Jesús]”
(Fil 3.8, 10). A menudo pensamos en el compañerismo como los momentos que pasamos con creyentes felices. Pero,
no como los lazos irrompibles que se forman cuando caminamos con los afligidos. Si no tenemos temor de enfrentarnos
a los sufrimientos de este mundo, nuestro testimonio tendrá credibilidad cuando hablemos de una esperanza celestial.