Lugar para Cristo La verdadera hospitalidad muchas veces es más sencilla de lo que pensamos Por Jessica haberkern Tenía veintiún años cuando mi casa se incendió. La casa que compartía con mis dos mejores amigas era casi inhabitable antes del incendio. Habíamos pasado por la experiencia de tener una ardilla atrapada en la pared de la sala, desbordes de aguas negras, el techo que se estaba cayendo, y el piso de cemento manchado. El incendio fue el límite. Fui a una universidad en la ciudad donde vivían 65 miembros de mi familia. Si bien, una cuarta parte de ellos eran menores de edad, solamente uno de mis parientes me invitó a mudarme a su casa después del incendio: una prima a quien apenas conocía —y que tenía una “moral cuestionable”. Yo no tenía pensado aceptar su ofrecimiento, el cual ella hizo con cierta timidez. Era evidente que ella tampoco estaba muy contenta de vivir conmigo. Sin embargo, me dijo que podía quedarme en su casa por todo el tiempo que quisiera, sin tener que pagarle renta. El generoso acto de hospitalidad de mi prima plantó las semillas de una relación que tuvo un efecto transformador. Echamos a un lado ideas preconcebidas mutuas, y aprendimos a hacer espacio en nuestra vida para una persona desconocida. Viví con ella durante más de seis meses, no porque la situación lo exigía, sino porque nos volvimos amigas. Mi madre me dice con frecuencia que cuando Jesús expresó: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Jn 15.13), no se estaba refiriendo únicamente a la muerte física. Ella dice que Cristo nos está invitando a hacer una pausa en nuestros planes, para hacer espacio para otro ser humano. La hospitalidad tiene que ver con amar a nuestro prójimo, aunque nuestro prójimo sea, al comienzo, un desconocido. Hospitalidad significa tomarse una taza de café con una amiga que necesita a alguien que la escuche, levantarle el ánimo a una madre con un postre casero, o darle un hogar a una prima que lo necesita. A diferencia de lo que piensan muchos, la verdadera hospitalidad no tiene que ser planificada. Los mejores momentos para practicar la hospitalidad estarán rodeados de mucha confusión, y ella se dará en condiciones poco ideales. Cada día, nos encontramos con Cristo en las personas que nos rodean (Mt 25.44), el muchacho del mercado y la señora en el autobús. Estoy convencida de que si esperamos que la hospitalidad sea capaz de producir un cambio de vida, no captaremos el hecho de que es Cristo mismo a quien servimos. Al igual que el generoso ofrecimiento de mi prima, la verdadera hospitalidad es sencilla. Se trata de hacer espacio para Cristo, día tras día, y momento a momento.
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