Hay una historia más importante que cualquier otra que haya sido imaginada, contada o escrita y dice así: Antes de que el hombre tomara su primera bocanada de oxígeno, Dios ya sabía que la humanidad necesitaría ser rescatada algún día. El pecado entraría en la humanidad y causaría una ruptura en la relación con el Padre celestial. Como resultado, todas las personas morirían y estarían separadas de Él por la eternidad.
Pero, acerca del misterio de la sabiduría divina, la Biblia dice que “antes de la fundación del mundo” (1 P 1.18-20), ya estaba en marcha un plan para nuestra redención: Dios descendería hasta la oscuridad del pecado humano para redimirnos como hijos de la luz. Este plan, meticulosamente concebido y ejecutado, se ha revelado a través de los siglos y de él dan testimonio las Sagradas Escrituras, desde Génesis hasta Apocalipsis. Que en la plenitud de los tiempos, Jesucristo, el Hijo de Dios, nacería de una virgen y se convertiría en un sacrificio por toda la humanidad al derrotar el pecado y la muerte. Con esto, solo Él podía restaurar nuestra relación con el Padre celestial.
Si usted nunca ha escuchado esta historia, permítame decirle que de esto se trata la Navidad. Pero si está familiarizado con ella, es posible que, al igual que muchas otras personas, ya no se dé cuenta de cuán importante es realmente esta festividad. En cualquier caso, a medida que nos adentremos en cada detalle de la historia del nacimiento de Jesús, mi oración es que usted pueda darse cuenta de cuán grande y poderoso es nuestro Dios.
El Tiempo
Echando una mirada retrospectiva a la historia, podríamos preguntarnos qué determinó la “plenitud del tiempo” (Gá 4.4, 5). ¿Por qué Dios decidió que se cumpliera en ese tiempo su propósito redentor, al enviar a su Hijo a la Tierra como un bebé? A lo largo de los siglos se desarrollaron civilizaciones y reinos admirables, pero el tiempo señalado por Dios para la llegada del Mesías fue durante el Imperio Romano. Aunque no conocemos todas las razones que tuvo Dios para elegir esa época, sí sabemos que había un aire de expectativa en la comunidad judía. Probablemente no esperaban que su Mesías viniera como un bebé indefenso, pero estaban buscándolo. La Biblia registra, incluso, que a un hombre justo y piadoso llamado Simeón, el Espíritu Santo le había dicho que no moriría sin ver antes al Cristo de Dios (Lc 2.25, 26). Todo estaba en su lugar, y el mundo estaba listo para la llegada del Salvador.
La Concepción
Nunca olvidaré el día que vi el letrero de una iglesia que decía: “Jesús, solo un bebé más”. Yo estaba horrorizado. ¿Cómo podía una iglesia que profesaba ser cristiana negar la deidad de Cristo? Jesús no fue un bebé común y corriente, porque su vida comenzó antes de la concepción. Él siempre ha existido como el eterno Hijo de Dios (Jn 1.1), pero vino a la Tierra como un bebé, milagrosamente concebido por el Espíritu Santo en el vientre de una virgen (Lc 1.30-35).
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Cientos de años antes del nacimiento de Jesús, el profeta Miqueas predijo que de Belén saldría “el que gobernará a Israel… Sus orígenes se remontan hasta la antigüedad” (Mi 5.2 NVI). Por esta profecía, sabemos que el Mesías tenía que nacer allí, pero ¿por qué eligió Dios a este pequeño e insignificante pueblo? Desde una perspectiva humana, tiene más sentido que el Rey de reyes hubiera nacido en la capital, Jerusalén, no en una pequeña aldea. La clave se encuentra en el significado de su nombre: Belén significa “casa de pan”. ¡Qué apropiado que Aquel que sería “el pan vivo que descendió del cielo” (Jn 6.51), naciera en la “casa del pan”! El Señor no solo eligió el lugar, sino que también dispuso sabiamente los acontecimientos para que se produjera el cumplimiento de su Palabra. Aunque César Augusto pensó que era él quien había tomado la decisión en el Imperio Romano, Dios simplemente lo utilizó para proclamar un decreto de censo que haría que José y María viajaran de Nazaret a Belén, justo a tiempo para que ella diera a luz al Hijo de Dios en el lugar profetizado (Lc 2.1-6).
El Ambiente
Si usted hubiera sido la persona encargada de decidir el lugar donde nacería Jesús, ¿cuál habría elegido? ¿Un palacio con sirvientes? ¿O tal vez una habitación privada en la casa de alguien, con una partera competente para ayudar en el parto? Por lo menos, ¿no les habríamos dado a María y a José albergue en una habitación limpia de una posada? No creo que ninguno de nosotros habría elegido un establo lleno de los olores y los sonidos de animales; sin embargo, eso fue exactamente lo que Dios dispuso para su Hijo amado. Una vez más, la pregunta que nos hacemos es: ¿Por qué razón?” El pesebre es una escena pintoresca, pero la realidad de un establo sucio y maloliente parece impropia para el Hijo de Dios. Sin embargo, incluso este lugar muestra la sabiduría del Señor. El pesebre es una ilustración del papel que Jesús vino a cumplir. “El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1.29) nació en medio de animales.
El Anuncio
Después que Cristo nació, el Padre celestial envió un aviso del nacimiento. Ahora bien, el plan más lógico habría sido dejar que los líderes religiosos y políticos de Jerusalén fueran los primeros en enterarse de que el Mesías había venido, pero eso no fue lo que Dios hizo. En vez de ello, envió a un ángel a un grupo de pastores en el campo. ¿Por qué razón esa noticia trascendental fue compartida con aqu ellos que no tenían influencia o prestigio? Piense en lo apropiado de que fueran pastores los primeros en enterarse de que el Buen Pastor finalmente había llegado para dar su vida por las ovejas (Jn 10.11).
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La sabiduría de Dios también se muestra en el nombre que Él escogió para su Hijo. Antes del nacimiento de Cristo, un ángel le dijo a José que le diera el nombre de Jesús, un nombre que era común en Israel en ese tiempo. La traducción hebrea es realmente Josué, que significa el salvador de Jehová. Llamar “Jesús” al bebé revelaba claramente el propósito para el cual había venido: Porque “salvará él a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1.21).
El Dios de los humildes
Al mirar retrospectivamente todos los detalles y los planes de Dios combinados para llevar a cabo nuestra redención, el factor común es la identificación de Cristo con los humildes. Él dejó las glorias del cielo para convertirse en un bebé indefenso en el vientre de una virgen (Fil 2.5-7). Su nacimiento fue en una aldea pequeña, insignificante, en medio de los olores de un establo. En lugar de sábanas delicadas, fue envuelto en una tela tosca y acostado en la paja de un pesebre. Quienes vinieron a reconocer su nacimiento eran un grupo de pastores humildes. Incluso, su nombre era común, pero su misión era extraordinaria. Aunque Él es el Rey de reyes y Señor de señores, no vino para exaltarse a sí mismo, sino para vivir entre nosotros y morir por nosotros. La sabiduría del gran plan de redención de Dios puede resumirse de una sola manera: “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos!” (Ro 11.33). El Señor no hace nada al azar. Cada plan lo lleva a cabo meticulosamente en el momento preciso. Gracias al nacimiento, la muerte y la resurrección de Jesucristo, podemos aceptar la vida eterna que Dios ha planeado para nosotros. Ya no tenemos que vagar en la oscuridad, porque la Gran Luz ha llegado.
Ser humildes de corazón y sumisos a la voluntad de Dios es la única manera de ver cumplidos sus propósitos para nuestras vidas. “En él vivimos, y nos movemos, y somos”, dijo una vez el apóstol Pablo (Hch 17.28). Eso significa que la vida verdadera comienza en Dios y es sustentada por Él. También significa que la vida verdadera continúa con Él; no tendrá fin jamás, sino que se extenderá para siempre en la eternidad. No sé qué pensará usted, pero yo no puedo pensar en una historia mejor que ésta.
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