Las etiquetas en un vaso; puntos suspensivos sustituidos por
puntos finales. Finales sostenidos con pinzas de madera
junto a la ropa, sobre la cuerda, bajo el cielo azul.
Nunca, siempre, jamás y el aire que huele a tierra
húmeda, que huele a libertad. Y las nubes degustadas en
el desayuno. Sin piel, ni llanto; armados con amenazas, con
un arsenal de palabras para la batalla, con la pesada catapulta
del pasado.
No son las personas quienes cambian, son sus máscaras
las que caen, sus ganas de herir o de amar, su necesidad
de destruir o de construirse. Nadie; soy nadie. El café entre
mis labios, la guitarra acústica, el grito y la angustia, la canción
que no deja de sonar.
Nunca, siempre, jamás y un cenicero improvisado, las cenizas
ahogadas en agua y la peor marca grabada en el pecho.
Una casa abandonada, un libro inacabado, una
fragancia efímera dentro de un frasco de cristal.
No son las palabras las que matan, son los silencios ocultándolas.
Nadie; soy nadie. Mártir, cómplice y verdugo. Una toalla
en el suelo, el charco que acumula pasos, la
ventana empañada, las luces de la ciudad.
Nunca, siempre, jamás; un repetidor constante, la lección
aprendida, el convencimiento y la persuasión.
El espejo cayendo en mil pedazos, la recomendación, la ironía, el círculo roto.
Besitos
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