Enumeremos, en quinto lugar, el derecho a estar arrugados, ser cada vez más feos, tener el cabello escaso y canoso, pelos en las orejas y, con frecuencia, alguna gotita en el pantalón que revela la hiperplasia benigna de próstata, acompañante infaltable de la vejez. Todos estos rasgos se deben ostentar con verdadero orgullo ya que muestran que constituimos una especie realmente privilegiada. Hemos podido sortear con éxito los peligros de las enfermedades, de la delincuencia, de los accidentes de tránsito y de los espantosos gobiernos y temibles ministros de economía. Las canas y la hipertrofia de próstata deben ser lucidas como las medallas con que nos ha premiado la vida.
La búsqueda de la “eterna juventud”, tan promocionada en este mundo posmoderno y que incluye este horror senectutis (horror a la vejez) encubre un temor más profundo, el horror mortis, horror que trae como consecuencia la negación de la muerte, ya sea en la forma norteamericana en que, mediante la tanatopraxia, el muerto parece más vivo de lo que estaba antes de fallecer o mediante el estilo escandinavo; de la terapia intensiva al crematorio y la dispersión de las cenizas. Pero, esta negación y encubrimiento de la vejez y la muerte, esta sustitución de la realidad por la ilusión y el simulacro, ¿no será, en el fondo, una negación de la vida real, un horror vitae? Los viejos somos como carteles móviles que van anunciando a todos la inexorable inminencia de la decadencia y la muerte.
Podríamos, en sexto lugar, enumerar algunos derechos menores pero cuyo reconocimiento es importante para la vida doméstica. Pienso, por ejemplo, en el derecho a dejar abierta la canilla del lavamanos, de olvidarse de apretar el botón del inodoro o dejar la llave puesta en la puerta de calle o encendida la hornalla de la cocina. Me limito a enumerar estos ejemplos a los que cada uno podrá agregar algunos más según su experiencia personal.
Y, cerrando este Heptálogo, no quiero dejar de enumerar el derecho de los viejos a ser poseedores de una sabiduría serena, distante, objetiva y descomprometida que sólo se va gestando cuando uno se va desprendiendo de los intereses mezquinos de la vida.
Vayamos concluyendo nuestra reflexión. Hemos hablado de los derechos de los niños, de los adultos y de los ancianos y, naturalmente pensamos que respetar estos derechos es un acto de verdadera justicia.
Pero mucho más elevado que la justicia y mucho más perfecto que ella es el amor.
Y así como un corazón sensible no podrá dejar de experimentar, ante una criatura pequeña, un amor tierno que saluda la maravilla de la vida que nace, ese mismo corazón sensible no podrá menos que experimentar, ante un anciano, un amor lleno de piedad que venera la vida que se desvanece.
Y gozar de este amor piadoso es lo único que nosotros, los abuelos, realmente deseamos.