La margarita y el sol
Más allá del bosque verde, el de los árboles frondosos y las copas altas, existe un prado donde reina la hierba que el viento acaricia. Es aquí donde crecía una flor, la más hermosa del lugar y la más sencilla también.
Una margarita, de corazón tierno y delicados pétalos. Cerca de allí, crecían otras flores más sofisticadas: Rosas, que son las reinas de la belleza, crisantemos, príncipes de la tarde, lirios y muchas otras.
Pero la margarita era la favorita del sol. Con su sencillez, el sol se miraba, amarillo corazón de luz, irradiando blanca luz al mundo. Él se miraba en ella y se enamoraba. Las amaba a todas. También a las señoritas sofisticadas de vistosos colores, a los árboles fuertes, que eran los señores más altos del lugar, a los pajaritos que desde las ramas entonaban conciertos, uno de mañana en honor del sol naciente y varios más durante el día. El sol amaba a todos los seres, los cuidaba dándoles su luz, su amor y su prosperidad. Y las criaturas prosperaban, los árboles criaban cada año deliciosos frutos que a veces se convertían en vástagos, los pajaritos reinaban en las ramas y otros animales corrían por la tierra. Con sus dedos de oro blanco el sol llegaba a cada rincón y a cada ser del lugar.
Pero enamorado estaba, de la hermosa y pequeña margarita, la más joven, la flor más pequeña del lugar. Enamorado de su sencillez, de su delicadeza. Aunque el sol era grande, y la margarita pequeña, en ella él encontraba el universo entero. En sus suaves formas, en las líneas de sus pétalos, y en su corazón amarillo.
Él mostrabase amarillo porque se miraba en ella y eso le transformaba. Y se veía en sus pétalos blancos, pistas de la luz que abre sobre el mundo, y él creaba pistas que en todas las direcciones enviaban la luz, para quien la pudiera necesitar, para quien quisiera recibirla.
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