Con recurrencia implacable asistimos a esas escenas. No diría con desdén, pero sí tal vez con esa suerte de indiferencia que produce aquello que, aun a disgusto, nos hemos acostumbrado a ver. A través de fotos o videos, por Internet o por televisión, nos llegan las imágenes de las variadas catástrofes con que la naturaleza nos suele despertar de nuestro letargo de homo sapiens ligeramente soberbios, ligeramente inconscientes. Las causas son, en este caso, lo de menos: terremotos, tsunamis, erupciones volcánicas, inundaciones, tornados...Impactantes, sobrecogedores, amenazantes, no son la devastación que producen o el conjunto de víctimas que dejan lo más impresionante de estos fenómenos.
Hay, en todas estas catástrofes, algo que golpea de lleno en el corazón. Son esos hombres y mujeres, que desafiando toda lógica, atacando la más elemental de las razones, permanecen en el lugar arrasado su lugar en el mundo y, con una obstinación que conmueve, vuelven a levantar, allí donde sólo hay escombros y destrucción, una vez más, su casa. No importa cuántas veces hayan tenido ya que hacerlo. Algo más fuerte que esa naturaleza indómita los llevará, una y otra vez, a reconstruir lo destruido; a poner piedra sobre piedra y a volver, de la nada, a edificar eso que, para todos nosotros , lo es todo. Lo que anida en el fondo de esa conducta, irracional, inexplicable, incomprensible, es nada menos que la "Esperanza". Eso que un notable filósofo definió como "el sueño del hombre despierto" y que, sin nombrar, resume una bella cita de Martin Luther King: “Si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy, todavía plantaría un árbol”.
Salvo mejor parecer.
Concepción-Chile