La sabiduría popular lo puso en blanco sobre negro: el que tiene boca, se equivoca. Nadie está exento, por tanto, de dar una respuesta errada, proferir una opinión poco feliz o hacer un comentario del que no terminará de arrepentirse mientras viva, producto de esas ocasiones en que la lengua actúa con mucha más diligencia que la cabeza. Justo es reconocerlo, hay momentos en que nos toman desprevenidos, nos preguntan algo casi al pasar, o nos obligan a contestar en apenas segundos cuestiones a veces muy sesudas, y ahí es donde el diablo mete la cola y nosotros, la pata. Esto,se sabe,le puede pasar a cualquiera. Y, cuando lo antedicho ocurre, uno tiende a sentirse mal, a querer meterse en un hoyo y permanecer lejos de la faz de la tierra por un buen tiempito, hasta que la propia conciencia autorice el regreso a la superficie.Ni hablar de la reacción si lo expresado llegara a tener alcance público:de ahí al autodestierro,un solo paso.Casi en las antípodas, en los últimos tiempos ha surgido y, redes sociales mediante, se ha multiplicado de modo exponencial una suerte de nueva raza: la de los opinadores. Dueños de una incontinencia verbal digna de mejor causa, estos sujetos hombres y mujeres, no hay aquí distinción de género - se largan a hablar, bajar línea o hasta dar cátedra (en sentido metafórico, se entiende) sobre cuanto tema ande dando vuelta.Literalmente, no le hacen asco a nada. Condición sine qua non, claro,es no tener ni la menor idea de aquello sobre lo cual discurren. Al evocarlos, difícil sustraerse al recuerdo de esa frase atribuida a Groucho Marx: “Es mejor permanecer callado, y parecer estúpido, que hablar y despejar las dudas definitivamente”.
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