Las esperanzas mantienen. Cuesta sentirse cómoda con la fachada que a una tiene. O la familia, o el país, etc.
Yo siempre estuve indignada con mi apariencia, hasta que me tocó reemplazar a un modelo en clase de pintura. Había llegado antes de la hora y esperaba a mi maestro. Uno de los alumnos, después de un rato se me acercó e hizo unos movimientos sobre mi rostro con cara de concentración. Luego supe que era el primer especialista en cirugía plástica o correctiva. Eso me dejó más tranquila: si lograba reunir suficiente dinero podría operarme. Pero no siempre la fachada es determinante. Conocí en el trabajo a una educadora de párvulos. Era linda de veras: alta, esbelta, facciones finas, perfectas. Sin embargo, ella no se lo creía y actuaba siempre de manera insegura, tímida, introvertida.
Conocí un sujeto feo con certificado, cuadrado de cuerpo, torpe de movimientos. Pero se considera bello y actúa como tal: le creen. Cierto, son excepciones.
En casos de inconformidad habría que imaginarse haber nacido en peores condiciones, ser huérfana asilada en Sename, por ejemplo, ciega, cuadrapléjica, o carecer de extremidades. Entonces pensar en que aún tenemos posibilidad de caminar, ver (aunque poco), escuchar música o degustar una copa de champaña (o dos). Eso sirve para alejar el fantasma de la inconformidad. También sirve aquello que parece gustar tanto: los consejitos que se copian y pegan.
Hay otro consejito aplicable y es renunciar a enterarse de las noticias nacionales e internacionales, esas que pueden producir la demencia total como las de Wikileaks o algo parecido. La verdad es la más cruel de ellas. La única salida que nos queda es hacer algo, aunque sea comenzando por una esquinita, en la tarea digna de Sísifo de hacer algo para cambiar ese estado de cosas (sabiendo que no se logrará).