“Señor, mis manos están sucias/ de tierra, de luna y de sangre./ Hoy he terminado mi obra./ Aún el espacio no ha sido domado:/ llora y ruge bajo las bóvedas./ Entre los arcos, no hay el puro silencio,/ el silencio que bruñe los cálices”
( Luis Pimentel).
El albañil había terminado de construir una iglesia sencilla en el pueblo.
Hablaba tranquilamente con el Señor. Le contaba que sus manos estaban sucias de tierra. Mucha masa, mucha arena, cemento habían maniobrado durante bastante tiempo.
Hoy deseo que te fijes en tus manos. Las tuyas concretamente. Con ellas, abiertas par en par, entabla esta mañana o tarde o noche un diálogo.
Mira cada dedo, la palma, las curvas, las uñas... Una verdadera maravilla de perfección. Eleva ahora tu mirada a los cielos, al Señor, como hizo el sencillo albañil.
Y habla seria y silenciosamente con el Señor que vive en tus manos, que actúa por tus manos. Manos de doctores que extirpan el mal que hay en el cuerpo; manos consagradas para celebrar la misa en cálices bruñidos por el silencio de los orantes; manos de madres que limpian al niño recién nacido con primor.
Manos que acarician suavemente tu cara; manos duras por el trabajo diario en el campo; manos sangrantes porque han cometido crímenes horrendos contra el hermano; manos rugosas de ancianos que han dado por mejorar la vida.
Quédate unos momentos en silencio. Da besos de amor a tus manos. Todos los días están contigo. Las ves naturales.
Desde ellas y mediante ellas haz hoy una plegaria a Dios, su Creador.
¡Vive hoy feliz!