Leer | Efesios 4.30-32
Octubre 22, 2010
En una vida consagrada no hay lugar para el enojo constante, ya sea en forma de rabia o de resentimiento. La furia que nos endurece el corazón se convierte en un bastión de Satanás.
El método carnal para "curar" el enojo es, o bien darle rienda suelta (con la rabia), o bien suprimirlo (con el resentimiento). Ninguna de las dos cosas resuelven el problema, o hacen que la persona airada se sienta mejor. La manera en que Dios se ocupa de este peligroso sentimiento, elimina el enojo y hace libre al creyente. Como nos recuerda el pasaje de hoy, debemos dejar "toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia" (v. 31). Pero para ello es necesario que reconozcamos que existe.
Ya sea que estemos molestos con nosotros mismos, con otra persona, o con Dios, tenemos que aceptar la responsabilidad por ese sentimiento. Pretender que no existe, o que de alguna manera uno nunca se aíra, no sirve de nada. Si siente algún enojo, reconózcalo y después identifique su origen. Saber quién o qué desató la furia puede evitar que la persona dirija mal su irritación contra alguien que es inocente.
He aquí algunas preguntas que le ayudarán a identificar el origen de su enojo:
- ¿Por qué estoy enojado?
- ¿Contra quién estoy enojado?
- ¿Qué me hizo sentir de esta manera?
- ¿Dónde o cuándo comenzó?
- ¿He estado enojado durante mucho tiempo?
Una vez que conozcamos la fuente de nuestro enojo, es tiempo de perdonar, sin importar qué. La furia y la falta de perdón van a menudo de la mano, y son un pesado fardo que le debilitarán. Dejar el enojo significa caminar en la voluntad de Él con paso ligero.