Por la noche durará el lloro, Y a la mañana vendrá la alegría”
Salmo 30:5 (B)
El salmista no hablaba sobre experiencias ajenas, no era tan solo un escribiente de lo que otro le contaba. Él hablaba de su propia vida, de sus propias vivencias. Y su relato, tan fresco y espontáneo, es un vívido reflejo de la maravillosa naturaleza de Dios. Un Dios especializado en dar consuelo, en cobijar entre sus brazos, como una madre amorosa, a cada uno de sus hijos. Alguien dijo alguna vez esta frase: Aún la hora más oscura dura tan solo sesenta minutos. Y, nos permitimos agregar por nuestra cuenta, si esos minutos se los pasa bajo la sombra protectora de Dios, muchísimo mejor. Volviendo al salmista y sus palabras, hallamos la hermosa y esperanzadora revelación de un Dios consolador. Un Dios que con su amor inigualable llega a las más profundas heridas del alma para mitigar el dolor de los momentos ingratos de la vida. Esa es la obra que Jesucristo desarrolló cuando caminó por esta tierra. Vendar y sanar a los heridos del corazón. Y, bendito sea Dios, ese consuelo hoy lo dispensa el mismo Espíritu Santo, quien, como tercer persona de la Trinidad, obra maravillas sanando las profundas heridas del alma.
Nadie puede cambiar el pasado. Modificarlo es solo posible, en los argumentos de las películas de ciencia ficción. Pero la realidad nos impone su tiránica verdad. Pero entonces, que hacer con todo aquello que, en el pasado o aún ahora mismo, es motivo de tristeza. ¿Cómo seguir viviendo con la insoportable y angustiante amargura que hemos encontrado en el camino? ¿Acaso el dolor y las lágrimas habrán de acompañarnos el resto de la vida? Volvamos al salmista y encontremos lo que Dios nos dice: Solo con Cristo en el corazón hallaremos el consuelo y la alegría perdida.
Amigo de las mejores palabras, abrí tu corazón a Jesús, y permitile al Espíritu Santo que enjugue tus lágrimas, sane tus heridas y te devuelva la felicidad y las ganas de vivir.