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General: El Ritual del Retache - Relatos de Belcebú a su Nieto
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De: Alcoseri  (Mensaje original) Enviado: 25/02/2012 14:07
El Ritual del Retache - Relatos de Belcebú a su Nieto
 
Debo aclarar ante todo, que hace unos veinte o veinticinco años, la estación de ferrocarriles de Tiflis tenía un «silbato de vapor». Todas las mañanas se le hacía sonar para despertar a los obreros ferroviarios y a los empleados de la estación; pero como la estación de Tiflis se hallaba en un alto, el pito era oído prácticamente en toda la ciudad, despertando no sólo a los empleados ferroviarios sino también a todos los demás habitantes de la población de Tiflis.
 
En vista de lo cual, el gobierno local, si mi memoria no me engaña, llegó incluso a intercambiar unas notas con las autoridades ferroviarias acerca de la perturbación ocasionada por el mencionado pito en el sueño matutino de los pacíficos ciudadanos. La tarea de hacer pasar el vapor por el silbato todas las mañanas, estaba a cargo de nuestro Karapeto, quien trabajaba en aquella estación.
 
De modo pues que, cuando día a día llegaba hasta la cuerda de la cual debía tirar para hacer pasar el vapor dentro del silbato, antes de tomarla, movía la mano en todas direcciones, pronunciando estentórea y solemnemente, como un muecín desde el minarete: «Tu madre es una ..., tu padre es un ..., tu abuelo es más que un...; ojalá que tus ojos, tus oídos, tu nariz, tu bazo, tu hígado, tus callos...» y así sucesivamente; en resumen, pronunciaba con diversas variantes, todas las maldiciones que conocía; y sólo después de haber terminado con esto, tiraba de la cuerda.
 
 Cuando por primera vez me llegaron noticias de este Karapeto y su peculiar práctica, decidí visitarlo un día, una vez finalizado el trabajo cotidiano, llevándole de regalo un pequeño barrilito de vino Kahketiniano; y después de celebrar solemnemente con los indispensables brindis de rigor, le pregunté —claro está que de la forma adecuada y también de acuerdo con el complejo local de la «afabilidad» para las relaciones mutuas— por qué hacía aquello. Una vez que hubo vaciado su vaso de un trago y cantado el famoso canto georgiano «Poco fue lo que bebimos», comenzó a explicármelo plácidamente: —Puesto que tú bebes el vino, no como la gente de hoy día, es decir, tan sólo por las apariencias, sino honestamente, esto me demuestra desde el principio que no deseas informarte acerca de mi práctica por simple curiosidad, a diferencia de nuestros ingenieros y técnicos, sino debido a una verdadera sed de conocimiento, por lo cual deseo e incluso considero mi deber confesarte sinceramente la razón exacta de estos ínfimos y sutiles escrúpulos, por así llamarlos, que me condujeron a comportarme en tal forma y que, poco a poco, llegaron a conformar en mí un hábito.
 
 Entonces me relató lo siguiente: —Tiempo atrás solía trabajar en esta estación de noche, en la limpieza de las calderas, pero cuando se inauguró el silbato a vapor, el jefe de estación, teniendo en cuenta evidentemente mi edad y mi incapacidad para realizar adecuadamente la pesada tarea que tenía encomendada, me ordenó que me ocupara tan sólo de hacer sonar el pito, tarea para la cual tendría que trasladarme puntualmente a la estación todas las mañanas y todas las tardes.
 
 Durante la primera semana en que presté este nuevo servicio, advertí en cierta ocasión que una vez cumplido mi deber, una especie de vago malestar se apoderaba de mí durante una o dos horas. Pero cuando ese extraño malestar, cada día más intenso, llegó finalmente a convertirse en una decidida enfermedad, que hasta me hizo perder el deseo de comer «Makshokh», comencé a pensar continuamente, a partir de entonces, cuál podría ser la causa del mal.
 
 En todo ello pensaba, y con especial intensidad, por una u otra razón, durante el trayecto de ida a mi trabajo o de regreso del mismo, pero por mucho que me esforzaba no lograba sacar en limpio absolutamente ninguna conclusión de mis cavilaciones. Esto prosiguió durante casi dos años hasta que finalmente, cuando las callosidades de mis manos se habían endurecido con el contacto diario de la cuerda para hacer sonar el silbato, comprendí de pronto, casualmente, por qué había experimentado yo esa enfermedad. El shock que produjo en mi mente la recta comprensión de lo que acontecía, como resultado de lo cual se formó en mí, al respecto, una inalterable convicción, fue cierta exclamación que acerté a oír involuntariamente en las siguientes y más bien peculiares circunstancias.
 
Una mañana en que me hallaba todavía medio soñoliento por haber pasado la primera mitad de la noche en el bautizo de la novena hija de un vecino mío y la otra mitad en la lectura de un interesantísimo y extraño libro que por casualidad había ido a parar a mis manos, llamado La Magia y los Sueños, mientras avanzaba presurosamente camino de la estación para hacer sonar el silbato, vi de pronto, en la esquina, un perrero-barbero-cirujano conocido mío, perteneciente al servicio del gobierno local, que me hizo señas para que detuviera mi marcha.
 
La tarea de este perrero-barbero-cirujano amigo mío consistía en recorrer la ciudad a ciertas horas acompañado de un ayudante y provisto de un carruaje construido especialmente al efecto, recogiendo todos los perros extraviados cuyos collares no ostentasen las patentes de metal distribuidas por las autoridades locales como testimonio del pago del impuesto correspondiente, y llevando a los mencionados perros al matadero municipal donde los tenían durante dos semanas por cuenta del municipio, alimentándolos con los desechos de la matanza; si, expirado este plazo, los propietarios de los animales no los habían reclamado, pagando la tasa correspondiente, los perros eran conducidos, con cierta solemnidad, por un determinado pasaje que llevaba directamente a un horno construido al efecto Transcurrido un corto tiempo, salía por el otro extremo de este famoso e higiénico horno, con un delicioso sonido de gorgoritos, cierta cantidad de una grasa transparente e idealmente limpia para el provecho de los padres de nuestra ciudad dedicados a la fabricación de jabón y quizás también a alguna otra cosa, y con un murmullo no menos delicioso para el oído, salía también una considerable cantidad de otras muchas y útiles sustancias usadas como abono.
 
Este perrero-barbero-cirujano amigo mío empleaba el siguiente simple y admirablemente hábil procedimiento para atrapar a los canes: Nuestro hombre se había procurado en alguna parte una red común de pescadores grande y vieja que, durante sus peculiares excursiones en pro del bienestar humano general a través de los arrabales de nuestra ciudad, llevaba consigo, dispuesta de forma adecuada sobre sus fuertes hombros, y cuando un perro sin su correspondiente «pasaporte» se ponía al alcance de su omnividente y, para todas las especies caninas, terrible ojo, sin pérdida de tiempo, y con la cautela de una pantera, se aproximaba a la víctima caminando sobre las puntas de los pies y, aprovechando el primer momento favorable en que el perro se hallaba distraído o interesado en alguna otra cosa, arrojaba la red sobre el mismo apresándolo en ella y luego, al colocarlo en el carro, le sacaba la red de tal forma que quedaba automáticamente preso en la jaula del mismo. Precisamente en el momento en que mi amigo el perrero-barbero-cirujano me hizo señas para que me parara, estaba a punto de arrojar la red, oportunamente, sobre una nueva víctima que en ese instante se hallaba moviendo la cola muy contento mientras miraba a una perra.
 
Precisamente en el momento en que mi amigo iba a lanzar su red, súbitamente comenzaron a resonar las campanas de una iglesia vecina, llamando a los fieles para sus plegarias matutinas. Tan inesperado estruendo en el silencio de la madrugada, hizo que el perro se espantase y saltando hacia un costado, se diera a la fuga por la calle solitaria con su mayor velocidad canina. Tanta fue a causa de esto la furia del perrero-barbero-cirujano, que se le pusieron todos los pelos de punta, incluso los de las axilas, y arrojando la red sobre la acera, exclamó a gritos, al tiempo que escupía sobre el hombro izquierdo: «¡Demonios! ¡Qué horas de echar al vuelo las campanas!» No bien hubo alcanzado la exclamación del perrero-barbero-cirujano mi aparato reflexivo, un enjambre de diversos pensamientos comenzó a bullir en torno mío hasta conducirme finalmente a la recta comprensión, a mi entender, de la razón por la cual se había producido en mí la enfermedad instintiva mencionada con anterioridad. Tan pronto como se hizo patente en mí esta idea, experimenté una especie de resentimiento contra mí mismo por no habérseme ocurrido antes algo tan simple y tan claro. Percibí con la totalidad de mi ser que mi efecto sobre la vida general no podía producir otro resultado que el proceso que en mí había venido desarrollándose.
 
Y en verdad, todos aquellos que se despiertan de madrugada al oír el ruido producido por el silbato de vapor, viendo así interrumpido su dulce sueño matutino, deben maldecirme sin duda «por todo lo que hay bajo el sol», a mí precisamente, la causa de este ruido infernal: en consecuencia, día a día, deben fluir hacia mi persona, procedentes de todas direcciones, innumerables vibraciones malignas de toda suerte. Esa significativa mañana, mientras me encontraba, después de haber cumplido mis deberes, en el habitual estado de depresión que seguía siempre a mi tarea, me dediqué a meditar —en un «Dukhan» y mientras comía un «Hachi» con ajo— sobre este problema, llegando finalmente a la conclusión de que si yo maldecía a mi vez a aquellos quienes el cumplimiento de mi tarea para el beneficio de cierta parte de la población parecía perturbar sobremanera, entonces, de acuerdo con las explicaciones contenidas en el libro que había leído la noche anterior, por mucho que aquellos, que como podría llamárseles, «yacen en la esfera de la idiocia», es decir, en el adormilamiento intermedio entre el sueño y la vigilia, pudieran maldecirme, ningún efecto podrían tener esas maldiciones —según las explicaciones del mismo libro— sobre mí. Y efectivamente, desde que comencé a hacerlo, no volví ya a sentir aquella enfermedad instintiva. Pues bien, ahora, paciente lector, debo realmente dar fin a este capítulo preliminar. Sólo me resta firmarlo.
 
EL QUE... ¡Un momento! ¡Gran error! Una firma no es cuestión de bromas; en caso contrario podría sucederle a uno lo mismo que a aquel ciudadano de uno de los imperios de la Europa central, que debió pagar el alquiler correspondiente a diez años por una casa que sólo ocupó durante tres meses, únicamente porque había estampado su firma en un papel que lo comprometía a renovar el contrato por el alquiler de la casa todos los años. Por ésta, así como por otras muchas experiencias perfectamente conocidas, deberé mostrarme sumamente cauteloso en lo que a mi firma se refiere. Muy bien, entonces.
 
El que en su infancia se llamó «Tatakh»; en la adolescencia «Moreno»; luego el «Griego Negro»; en su madurez, el «Tigre del Turquestán» y ahora, no cualquier cosa, sino el auténtico «Monsieur o Mister Gurdjieff», sobrino del «Príncipe Mukransky» o, para terminar, simplemente, un «Maestro de Danzas»
 
G. I. GURDJIEFF RELATOS DE BELCEBÚ A SU NIETO
 
 


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