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General: Activando los centros corporales
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De: Alcoseri (Mensaje original) |
Enviado: 03/09/2010 20:28 |
Activando los centros corporales
Sin lugar a dudas el sufismo islámico y la masonería, son dos corrientes que guardan increíbles semejanzas, ambas son liberales, místicas eh increíblemente fraternales. Algunas religiones o sectas cuentan entre sus agremiados con miles y miles de seguidores, pero, tanto el sufismo y como masonería cuentan con millones de seguidores por todo el mundo. De alguna manera, ambas son complementarias, pues una u otra posee aquello que la otra ha olvidado; el sufismo por ejemplo no se ha desligado totalmente del dogmatismo religioso, mientras que la masonería se ha desligado de la religión dogmática completamente. Mientras que el sufismo tiene al parecer una comprensión consciente de lo que se intenta hacer, y esto por lo menos por mi parte me parece importante. Un ejemplo de esto es: los cinco puntos de perfección del maestro masón, en el sufismo su equivalente sería LATAIF, termino árabe para designar sutileza, el discípulo derviche en este caso tiene que despertar las cinco lataif, recibir iluminación a través de cinco de los siete puntos sutiles del cuerpo, que comunican exteriormente al murid con su Sheik- concentrar en estos puntos la conciencia en cada área con las facultades del toque. Coincidentemente son las áreas que se nos desnudan a la hora de la iniciación masónica en el primer grado; para luego en el tercer grado ser los puntos clave del toque de la maestría. No hay palabra en castellano para que pueda usarse correctamente como equivalente para el término Lataif- la palabra latifa su plural es lataif – se debe traducir más correctamente como lugar de pureza y no como sutileza. O bien como lugar de iluminación – centro de la realidad. Ahora con el objeto de activar esto – se le debe asignar un lugar corporal – un lugar donde la baraka < gracia> es más patente – Teóricamente si lo vamos a considerar de una manera más entendible son partes del cuerpo donde la percepción es más viva. Claro por mi carácter de masón no voy a revelar estos lugares – ahora si ustedes se interesan – ingresen a la Orden y no sólo ingresen a la Orden ingresen al Sistema. Esto por consiguiente, la activación de estos centros produce un hombre nuevo y renacido en más de un sentido. Esto es claro para todo masón. Hace algún tiempo al comentar con un Sheik ( Maestro Sufí) se me hizo ver la importancia de la firmeza que debía ejercerse al activarlos- esto llevaría la enseñanza al cuerpo, a anclarlo en el organismo, me enseñó incluso unas fotografías y grabados donde aparecían estos toques, me señaló incluso algunos párrafos alusivos a estos toques misteriosos, relacionados a la transmisión energética; y le dije que aunque había leído esos libros nunca había advertido tan importante y particular enseñanza, y le hice saber que en masonería estos centros del cuerpo humano eran parte del ritual de exaltación al sublime grado de maestro masón. Hace unos días, me tope con otro sufí de mi localidad y me dijo que el Sheik estaba ahora en Europa, me dijo concretamente que en Italia , – a final de cuentas por cuestiones culturales o influencias religiosas, estas enseñanzas se han perdido , y es esta u otra razón por la cual el cuerpo físico se desdeña y se le resta importancia al instruirse – pero el cuerpo físico representa un ancla para las emociones y el intelecto, pero la ciencia y la religión desasocian ahora al cuerpo de las emociones. http://groups.google.com/group/secreto-masonico |
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¿La Masonería tuvo su origen en el Sufismo Islámico?
Hay evidencias que lo afirman. “Los sufis” de Idries Shah Por Miguel Valls No deja de ser curioso, por no emplear palabras más ásperas, el desconocimiento que existe sobre capítulos enteros de nuestra Historia, tan fundamentales para comprenderla en su dimensión exacta. Me estoy refiriendo, en concreto, a la obra y legado árabes en Europa. El interés que subyace detrás de estas ocultaciones es bastante obvio: por un lado, la Iglesia Católica niega, distancia a claros competidores y, por otro, los linajes reales legitiman sus pretendidos derechos demonizando a aquellos a quienes expulsaron por las armas de su propia tierra, que es la de todos. Todo esto ha condicionado hasta hoy un ambiente cultural donde ese legado, esa presencia y sedimento, simplemente no existe. Pero sí que existe. En algún momento, cualquier inquieto se ha preguntado probablemente por las auténticas creencias de los Caballeros del Temple o cómo pudieron haber hecho tan buenas migas con ciertos musulmames, sus supuestos enemigos acérrimos, objeto de sus iras y sus cruzadas, hasta el punto de vestir a su manera, expresarse en su lengua y trocar sus nombres propios por otros árabes. A todo el que tenga esta inquietud, le recomiendo efusivamente la lectura del libro “Los sufis”, de Idries Shah, para adentrarse en la manera de pensar sufi, los místicos del Islam, y su soberbio y secular compendio de sabiduría. Pero también, y sobre todo, para asimilar una parte fundamental de la masonería, tal y como se entiende y se practica hoy. El autor del libro apunta las numerosas coincidencias existentes entre los rituales y formas de pensar de sufis y masones. Sin embargo, según se excusa, por respeto a la intimidad de unos y otros a quienes sin duda alguna conoce sobradamente, no profundiza en los secretos comunes de ambos. A pesar de ello, en sus descripciones pone de relieve el significado de muchos símbolos sufis, o árabes, o musulmanes, que a los masones les resultarán del todo familiares. Y ofrece explicaciones que, por fin, responden con toda claridad al significado de hechos y de símbolos que emplean, o que manejan, y que no acababan de entenderse correctamente, o verse del todo claros, en menoscabo de su eficacia. Hay una impresión generalizada de que los Caballeros Templarios adquirieron en sus viajes a Oriente una parte fundamental de su patrimonio de conocimiento. No cabe duda. Pero ahora, tras conocer la Historia y a sus protagonistas, tampoco se ve la necesidad de tener que viajar hasta Jerusalem cuando la élite de pensadores orientales ejercía ya en la península Ibérica desde varios siglos antes, y eran contemporáneos, y vecinos, de los Templarios. Ahí están Ibn Rushd o Averroes (s. XII), Avicenas, Ibn el-Arabi, el-Majiriti y tantos otros. Sea lo que fuere lo que los Caballeros Templarios fueron a buscar a Jerusalem, no fue nada de lo que ya tenían aquí. Con Muza y con Tarik desembarcaron sabios sufis en el siglo VIII, que nacieron, vivieron y trabajaron en la Península durante 800 años, que llegaron hasta Poitiers y se asentaron y convivieron en el Languedoc francés, cuna del catarismo y tierra natal del Temple. Eso supone demasiado tiempo, demasiado territorio y demasiado talento como para haberse evaporado sin más, sin pena ni gloria, como pretenden algunos. Durante la noche de la Edad Media, las familias pudientes o nobles europeas, al contrario que las árabes y judías, no educaban a sus hijos más que para el elevado ejercicio de la guerra, el botín y el tributo, dejando para los siervos tareas bajas como leer, escribir, medir o contar. Por muy bien que puedan caer los fundadores del Temple, o los impulsores de su fundación, el Priorato de Sión –excepto quizá San Bernardo u otros eclesiásticos implicados–, es seguro que no debieron poseer en ningún modo la erudición y la profunda tradición de conocimiento que sí demostraban los sheikhs sufis en aquellos tiempos. En definitiva, es lógico suponer que estos intelectualmente inquietos nobles europeos tomasen por maestros a los depositarios de esa cultura mística tanto más desarrollada, del mismo modo que los romanos adoptaron la griega, los bárbaros la latina o los mongoles la china. Una de las historias tradicionales que manejan los sufis para darse a entender cuenta que cuatro viajeros, cada uno procedente de un país distinto, se habían acabado juntando para aliviar la pesadumbre del camino. También habían decidido unir sus recursos y, a estas alturas, próximos a su destino final, ya solo les quedaba una moneda con que comprar algo de comer. En esto llegaron a una posada y, a la puerta, el mulá sufi Nasrudín –el sempiterno protagonista, sabio e ingenuo, de este tipo de historias– les oyó discutir acaloradamente. Uno quería gastar la moneda en comprar “parabadás”. El segundo quería “tomanoides”, el tercero “fliscus” y, el cuarto, “muntas”. Nasrudín se acercó y les pidió la moneda, con su promesa de comprar algo con lo que todos quedarían satisfechos. Los viajeros accedieron con cierto recelo. Al rato, Nasrudín regresó con una hermosa cesta de uvas que tendió hacia los viajeros. “¡Excelente! –dijo el primero– un cesto de parabadás, tal y como yo propuse!”. El segundo dijo “hombre, qué bien, tomanoides, tanto que me apetecían”. Y así lo mismo el tercero y el cuarto. Porque cada cual, en su propio idioma, estaba refiriéndose a lo mismo: uvas. Así definen los sufis su misión: encontrar lo bueno que tiene en común el fondo de todas las religiones, hacérselo entender a todos y conciliar a las personas en torno a esos valores clave. Según la simbología sufi, las uvas son la fuente del vino (el conocimiento), y la embriaguez que causa éste, el estado de felicidad que produce el conocimiento de Dios. Pero no es esta simbología recurrente del sufismo a lo que me quiero referir, sino a la similitud entre el fondo de este episodio de Nasrudín y aquel texto de las Constituciones de Anderson donde se lee que ningún masón está obligado a practicar otra religión que aquella en la que están de acuerdo todos los hombres. Su lectura es doble: por un lado, deja al masón a su libertad de conciencia, pero por otro, le obliga a la búsqueda y a la práctica de esa religión o valores en que todos los hombres convienen . Ambas citas dejan patente la absoluta coincidencia del pensamiento sufi y masón sobre el asunto de sus creencias y prácticas religiosas. Pero hay cientos de coincidencias más, hasta el punto de convencerse uno no solo de que no pueden ser fruto de la casualidad, sino que sufismo y masonería son, en el fondo y en la forma, una misma cosa. A los masones, no debiera de extrañarles en absoluto. De hecho a los sufis les parecería, y les parece, lo más lógico y lo más normal del mundo, como efectivamente lo es. Puede que a muchos se les caigan los palos del sombrajo con esta posibilidad, pero las evidencias no dejan lugar a dudas. Desde toques y contraseñas, hasta orígenes gremiales, simbología y herramientas de construcción y cantería, relación y actitudes recíprocas entre maestro y aprendiz, los grados, el perfeccionamiento personal, el sentido de evolución permanente, el orden de aprendizaje de las diferentes materias, no temer infierno ni desear cielo, la herencia druídica y egipcia, Lug o Thoth, Hermes y Mercurio, conceptos de Templo interior y exterior, columnas, luz, Oriente, la tradición oral, experiencia personal... Ningún masón encontrará en el sufismo nada que le sea extraño, aunque sí mucho de nuevo y de esclarecedor. En la introducción del libro, el solventísimo Robert Graves dice: En realidad, la masonería tuvo como origen una sociedad sufi (probablemente los malamati, añadiría yo). Se la conoció por primera vez en Inglaterra bajo el reinado de Aethelstan (924-939) y fue introducida en Escocia bajo el disfraz de un 2 gremio de artesanos a principios del siglo XIV, gracias sin duda alguna a los Caballeros Templarios. (...) Los tres instrumentos de trabajo que actualmente se exhiben en las logias masónicas representan tres posiciones para la oración. Buizz o Boaz y Salomón hijo de David, no fueron súbditos israelitas del rey ni aliados fenicios como se daba por supuesto, sino arquitectos sufis de Abdel-Malik, autores junto con quienes lo siguieron de la Cúpula de la Roca, la reconstrucción sobre las ruinas del templo de Salomón. Sus nombres auténticos fueron Thuban abdel Faiz (Izz) y su biznieto Maaruf, hijo o discípulo de David de Tay, cuyo nombre súfico fue Salomón porque fue “hijo de David”. Las proporciones arquitectónicas fijadas para este templo (su geometría sagrada), igual que en la Kaaba de la Meca, eran numéricamente equivalentes a ciertas raíces árabes portadoras de mensajes sagrados. Curiosamente, existe otro Hiram Abif sufi, relacionado con la construcción del templo, condenado a muerte y ejecutado por la inquisición local por negarse a revelar cierto secreto. Con solo asomar la punta de la nariz hacia los sufis y al idioma árabe, muchos recónditos misterios se desmoronan y muestran su significado feliz con toda nitidez. En idioma árabe, como en hebreo, no se escriben las vocales de las palabras, sino solamente las consonantes. El uso y el contexto es lo que determina cómo se pronuncia en cada caso y qué significado procede. De esa manera, muchas palabras, y sus significados, consiguen mantenerse unidas. Es como si la palabra PC, por ejemplo, pudiera leerse como POCO, PICO, PECA, PACO, PACE y hasta Ordenador Personal o Partido Comunista. O que, con esa forma de cifrar, los comunistas se hicieran llamar “los Escaladores” y usaran por símbolo la cima o PICO de un monte para librarse de los recelos del Caudillo o inquisidor de turno, o se pintasen una PECA para reconocerse, valga el símil. Es un recurso del idioma árabe muy empleado en el lenguaje poético, en el propio de los iniciados y también en el uso común. Los sufis se defendían, hasta donde podían, mediante este sistema frente a sus propios tribunales de inquisición, que también los sufrieron y aún hoy padecen muchos otros. Hete aquí que, en árabe se emplean varias palabras para el color negro. Una de ellas, la raíz FHM o FHHM, puede leerse como negro o negra, pero también como asimilar el conocimiento, o sabiduría, por extensión, e incluso como Egipto o carbón. Existe una orden llamada los Carboneros. De este modo, los templos erigidos por los Caballeros del Temple para albergar a las vírgenes negras, no serían otra cosa que templos elevados a la Sabiduría (a la “Negra”). Y quien quisiera ir allí para adorar a la Madre de Jesús en ese símbolo, pues que fuese. Y el que quiera ver en la imagen no a María y a Jesús Niño, sino a la Magdalena y a Meroveo, pues estupendo también. Porque mejor ir que no ir. En el círculo próximo del Profeta Mohammed había sufis, que lo eran antes y lo siguieron siendo después de la revelación del Profeta. Quien escuche la voz del pueblo sufi y no diga aamín (amén) quedará señalado como un necio ante Dios, dijo. Y también es frase suya el preferir sin duda que alguien sea musulmán (creyente), cristiano, judío... a que no crea ni practique creencia alguna. Las Constituciones de Anderson, con talante idéntico y menor lirismo, hablan también del estúpido ateo. En heráldica, el símbolo de la cabeza negra es habitual. En el escudo de Huges de Payns había tres de estas cabezas, como símbolo de conocimiento y de Trinidad. En el de Cerdeña, una cabeza negra (de moro, dicen ellos), con los ojos vendados: conocimiento interior. Y algo que ver con esto tiene, sin duda, la cabeza de Baphomet, o Sophia, a la que confesaron reverenciar los Caballeros Templarios. En las ceremonias sufis, el suelo se adorna con paños blancos y negros para el trabajo, como lo llaman ellos, qué casualidad. El significado de la raíz negro ya lo hemos explicado. El de la raíz blanco significa, entre otras cosas, luz. Y por supuesto, lo de siempre: quien quiera entenderlo como yin y yan, bienvenido sea, que también es constructivo. O como principio hermético de polaridad, pues bien también. Porque si un símbolo, o la expresión de una verdad o principio, no fuera compatible con las creencias más sinceras, no sería sufi. Porque sufismo, y masonería, son precisamente eso: creencias sinceras que todo hombre honesto es capaz de compartir. 3 Quién no recuerda largas conjeturas sobre el signo T de los monumentos góticos, que si la letra Tau griega, que si la forma del báculo de los peregrinos bajo la Vía Láctea, que si la cruz potenzada... Y resulta que la letra T, en árabe, es una raíz que significa, ni más ni menos que conocimiento interior. Mire usted por dónde. El mensaje de los constructores templarios no era otro que el clásico griego conócete a tí mismo, una señal de tráfico para prevenirnos contra nuestro peor enemigo, la cara del espejo, nosotros mismos. Incluso la concepción dual cátara de la deidad, Dios como expresión de Amor y su contraposición como Creador, o Rex Mundi, se comprende por fin desde la explicación sufi: para ellos, el objetivo es la fusión en el Amor de Dios, y lo que nos separa y obstaculiza el camino hacia Él es precisamente la Creación, esto es, tanto nuestra propia naturaleza imperfecta como la materia codiciable. En árabe, cada uno de sus 28 caracteres es también un número, de modo que una palabra puede ser leída simultáneamente como una fecha también, o un número de teléfono o cualquier cifra significativa. Es un recurso muy frecuente entre los árabes, en sus bromas, en sus secretos, en sus cartas de amor... Y es también una de las peculiaridades que hacen posible la cábala. Por eso, es muy difícil entender a fondo la masonería, o la cábala, sin conocer un mínimo de árabe. Porque se trata de mucho más que de juegos de palabras intraducibles. Para el árabe, toda la simbología masónica es mucho más próxima, más comprensible. Una persona sabia, astuta o sagaz, para nosotros es un zorro. Para ellos, es una serpiente, como las que abrazan el cetro de Mercurio, cuya asociación con sabiduría resulta tan indirecta para un no árabe. El legendario trobador cátaro, el inventor del amor romántico tal y como lo entendemos hoy, de la música pop y ya no solo para ricos, es el que tañe la truba, el antiguo laúd árabe. Sus canciones amorosas son canciones sufis de Amor a Dios, a la Sabiduría Suprema con forma de mujer. En nada diferentes a los poemas de Ibn el-Arabi, el murciano, o a los de Ramón Llull en su Llibre de l’Amic i del Amat. O a la inalcanzable Dulcinea, por cuyo amor se entrega don Quijote, en plan sufi, al ejercicio del Amor Indiscriminado. Curiosamente, además, un episodio del s. VIII ó X, coloca de Nasrudín atacando a gigantes que no eran sino molinos, aunque de agua esta vez. Va a ser cierto que esa historia se la contó el tal Cide Hamete Benengeli a Cervantes, tal como éste afirma. La figura del arlequín, místico y desconcertante, vestido a rombos, es sufi. Y la del bufón, el sabio chistoso consejero de reyes, más influyente que príncipes y cortesanos, también vestido a rombos, tal como se le muestra en los naipes (naib), importación sufi al igual que el tarot. Los rombos provienen de los mantos confeccionados a base de remiendos y que son distintivo sufi. Y muy probablemente lo sean también el inteligente humor andalusí y su predisposición a esa perspectiva humorística, tan sana y desapegada, de analizar la vida. Pero esto es solo la anécdota, la cáscara. Las importantes coincidencias de sufismo y masonería son profundas y sustanciales. Además, tampoco existe documentación sobre los secretos de uno ni otra. Debería ser iniciado en ambos, pero intuyo que podrían convalidarse muchas asignaturas. No era mi intención resumir un libro, sino animar a la lectura de una obra que no debe ignorar ningún amigo del Conocimiento. E incitar a asomarse a todas las puertas que se abren en cada página, desde lapidarias citas del Corán, sabias, cabales y hermosas como pocas, hasta la Alquimia de la felicidad, de Ghazali, que aporta buenas medidas de luz sobre azufres, oros y mercurios, y otros palos de la baraja, por lo general tan farragosos. Por último, un sentido agradecimiento y reconocimiento a los sufis, tan injustamente arrinconados, a los que tantísimo debemos y de los que tanto nos queda por aprender. “Los sufis”, de Idries Shah es uno de esos libros que deben leerse con los ojos cerrados. Miguel Valls |
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