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General: He estado insistiendo meses, pero al fin lo he conseguido.
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De: Alcoseri  (Mensaje original) Enviado: 07/05/2013 03:28

He estado insistiendo meses, pero al fin lo he conseguido. Había ido a Cuba únicamente para conocer a este hombre y no quería marcharme sin haberle contactado. Me parece, en su especie, uno de los tres o cuatro vivientes que vale la pena de conocer. Llegar hasta él me ha costado dificultad, pero el ser masón famoso y  con amigos masones  en la isla me ha ayudado, la internet masónica me ha hecho famoso, y eso obviamente ayuda muchísimo, a contactar gente interesante - algunos regalos a las mujeres de los hermanos masones, ser santero también ha sido positivo, donativos a los asilos de huérfanos-, pero no lo lamento. Decían que el hermano masón estaba enfermo, cansado, y que no podía recibir a nadie, a excepción de sus íntimos hermanos masones. No permanece ya en la Habana, sino en una aldea vecina, en una antigua villa de antiguos señores, con el acostumbrado atrio de columnas a la entrada. El viernes por la noche las últimas dificultades habían sido ya  vencidas y él teléfono, me advirtió que el domingo se me esperaba en una Logia exclusiva. Dijeron al jefe  que mi aportación podría ayudar a los difíciles comienzos de la «Nept internauta » y había por ello  consentido en verme. Fui recibido por un hermano masón, un  hombre alto y apesadumbrado, que me miró como los guardaespaldas miran a un nuevo recién llegado  que entra en la sala. Encontré al hermano masón en un pequeño balcón, sentado ante una gran mesa cubierta de grandes hojas de dibujos azules. Me produjo la impresión de un condenado al cual se le permite holgazanear en paz en las últimas horas de su vida, era un hombre muy anciano. La característica cabeza de tipo militar parecía hecha de queso viejo y seco; canoso y, sin embargo su característica barba relucía entrecana, tipo corte descuidado y voz cansad. Entre los labios secos, la calavera mostraba ya la fila siniestra de sus dientes. El cráneo, vasto y frente amplia, hacía el efecto de una caja barbárica construida con el hueso frontal de algún monstruo imposible de describir. Dos ojos turbios e inquisitivos de pájaro solitario estaban agazapados dentro de los párpados sanguinolentos, su presencia era magnética,  era un hombre que producía alucinación, un verdadero encantador de serpientes, su mirada hipnotizaba, y su voz aún producía un extraño encanto. Sus  manos jugueteaban con un lápiz: se veía que habían sido grandes y fuertes manos de Dictador, pero con su descarnadura anunciaban la muerte. No podré olvidar nunca sus orejas secas, tendidas hacia fuera como para coger los últimos sonidos del mundo, antes del gran silencio. Los primeros minutos del coloquio fueron más bien penosos, le comente que mi línea iniciática pertenecía al Hermano Fabregat,  él lo recordó, diciendo que precisamente por eso me recibía. Se esforzaba en estudiarme, pero con aire distraído, como si cumpliese un deber que ahora ya no le importaba, pero en el interior parecía perplejo conmigo, sabía que llegaba para despedirle. Y yo, ante aquella vieja máscara azafranada y cansada, no tenía valor para hacer las preguntas que me había propuesto. Murmuré al azar un cumplido sobre la gran obra realizada por él en Cuba. Y entonces aquella cara medio muerta se llenó de arrugas espectrales que querían ser una sonrisa sarcástica. -Pero si todo estaba hecho -exclamó con un brío inesperado y casi cruel-; todo estaba hecho antes de que llegásemos nosotros. Los extranjeros y los imbéciles suponen que aquí se ha creado algo nuevo, pero no es así. Error de burgueses ciegos. Los comunistas no han hecho más que adoptar, desarrollándolo, el régimen instaurado por los poderosos y que es el único adaptado al pueblo. No se pueden gobernar millones de brutos sin el bastón, los espías, la policía secreta, el terror, las horcas, los tribunales militares, las galerías y la tortura. Nosotros hemos cambiado únicamente la clase que fundaba su hegemonía sobre este sistema. Eran miles de caciques y tal vez unos cuarenta mil grandes burócratas; en total, cien mil personas. Hoy se cuenta cerca de dos millones de proletarios y de comunistas. Es un progreso, un gran progreso, porque los privilegios son veinte veces más numerosos, pero el noventa y ocho por ciento de la población no ha ganado mucho en el cambio. Esté seguro de que no ha ganado nada, y es al mismo tiempo lo que se quiere, lo que se desea, aunque por otra parte era absolutamente inevitable. Así  comenzó a reír en sordina como un comerciante que ha engatusado a alguien y contempla alegremente las espaldas del burlado que se va. -Entonces -murmuré-, ¿y el Sistema, y el progreso, y lo demás? -A usted, que es un hombre extranjero -añadió-, se lo podemos decir todo. Nadie le creerá. Pero recuerde que el sistema mismo nos ha enseñado el valor puramente instrumental y ficticio de las teorías. Dado el estado del mundo me he tenido que servir de la ideología comunista para conseguir mi verdadero fin. En otros países y en otros tiempos hubiera elegido otra. Marx no era más que un burgués hebreo aferrado a las estadísticas inglesas y admirador secreto del industrialismo. Le faltaba el sentido de la barbarie, y por esta razón era apenas una tercera parte del hombre. Un cerebro saturado de cerveza y de hegelianismo, en el que el amigo Engels esbozaba alguna idea genial. La Revolución es una completa negación de las profecías de Marx. Donde no había casi burguesía, allí ha vencido el comunismo. »Los hombres, señor, son salvajes espantosos que deben ser dominados por un salvaje sin escrúpulos, como yo. El resto es charlatanería, literatura, filosofía y músicas para uso de los tontos. Y como los salvajes son semejantes a los delincuentes, el principal ideal de todo Gobierno debe ser el de que el país se asemeje lo más posible a un establecimiento penal. La vieja mazmorra es la última palabra de la sabiduría política. Bien meditado, la vida del presidiario es la más adaptada al promedio vulgar de los hombres. No siendo libres, están, al fin, exentos de los peligros y de las molestias de la responsabilidad y se hallan en condiciones de no poder realizar el mal. Apenas un hombre entra en la prisión, debe, por la fuerza, llevar la vida de un inocente. Además, no tiene pensamientos ni preocupaciones, pues ya están aquí los que piensan y mandan por él; trabaja con el cuerpo, pero su espíritu descansa. Y sabe que todos los días tendrá qué comer y podrá dormir, aunque no trabaje, aunque esté enfermo, y todo esto, sin las preocupaciones que incumben al libre para procurarse su pan cada mañana y un lecho cada noche. Mi sueño fue transformar a Cuba  en un inmenso establecimiento penal, y no se imagine que lo diga por egoísmo, pues con un tal sistema, los más esclavos y sacrificados son los jefes y los que los secundan. El Hermano calló un momento y se puso a contemplar un diseño que tenía ante sí. Representaba, según me pareció, un palacio alto como una torre, agujereado por innumerables ventanas redondas. Me atreví a formular una de mis preguntas:-¿Y los campesinos? -Odio a los campesinos -respondió con un gesto de asco-, odio al pueblo idealizado por aquel reblandecido occidental llamado pueblo y por aquel hipócrita fauno convertido que se llama Tolstoí. Los campesinos representan todo lo que detesto: el pasado, la fe, la herejía y la manía religiosa, el trabajo manual. Los tolero y los acaricio, pero los odio. Quisiera verlos desaparecer todos, hasta el último. Un electricista vale, para mí, por cien campesinos. Se llegará, según espero, a vivir con los alimentos producidos en pocos minutos por las máquinas en nuestras fábricas químicas, y podremos al fin hacer la matanza de todos los labriegos inútiles. La vida en la naturaleza es una vergüenza prehistórica. Tenga usted en cuenta que la revolución representa una triple guerra: la de los bárbaros científicos contra los intelectuales podridos, del Oriente contra el Occidente y de la ciudad contra el campo. Y en esta guerra no dudaremos en la elección de las armas. El individuo es algo que debe ser suprimido. Es una invención de aquellos gandules griegos o de aquellos fantásticos germanos. Quien resista será extirpado como una pústula maligna. La sangre es el mejor abono ofrecido a la Naturaleza. No crea que yo sea cruel. Todos estos fusilamientos y todas estas cárceles para prisioneros políticos en la isla que se levantan por mi orden me disgustan. Odio a las víctimas, sobre todo porque me obligan a matarlas poco a poco. Pero no puedo hacer otra cosa. Me vanaglorio de ser el director de una penitenciaría modelo, de un presidio pacífico y bien organizado. Pero aquí se hallan, como en todas las prisiones, los rebeldes, los inquietos, aquellos que tienen la estúpida nostalgia de las viejas ideologías liberales  y de las mitologías homicidas. Todos ésos son suprimidos. No puedo permitir que algunos millares de enfermos comprometan la felicidad futura de millones de hombres. Además, al fin y al cabo, las antiguas sangrías no eran una mala cura para los cuerpos. Hay una cierta voluptuosidad en sentirse amo de la vida y de la muerte. Desde que el viejo Dios fue muerto -no sé si en Francia o en Alemania-, ciertas satisfacciones han sido acaparadas por el hombre. Yo soy, si quiere, un semidiós local, acampado entre islas caribeñas, y, por tanto, me puedo permitir algún pequeño capricho. Son gustos de los que, después de la decadencia de los paganos, se había perdido el secreto. Los sacrificios humanos tenían algo bueno: eran un símbolo profundo, una alta enseñanza; una fiesta saludable. Y yo, en vez de los himnos de los fieles, siento llegar hasta mí los alaridos de los prisioneros y de los moribundos, y le aseguro que no cambiaría con la novena sinfonía de Beethoven esa sinfonía, canto anunciador de la beatitud próxima. Y me pareció que el rostro descompuesto y cadavérico del Dictaor se inclinaba hacia delante para escuchar una música silenciosa y solemne, que tan sólo él podía oír. Apareció una enfermera para decirme que su paciente estaba cansado y que tenía necesidad de un poco de reposo. Me marché en seguida. He gastado  mi tiempo para ver a este hombre, pero en verdad no me hace el efecto de que  haya malgastado mi tiempo.



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