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General: el templo
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Respuesta  Mensaje 1 de 2 en el tema 
De: Alcoseri  (Mensaje original) Enviado: 08/05/2013 12:57
La copa y el cetro de oro salieron de la blanda tierra donde Hiram había tomado la precaución de ocultarlos antes de vivir en Jerusalén. ¿Cómo confesar a Salomón que aquellos símbolos habían sido ofrecidos al faraón Keops por la primera reina de Saba, durante la construcción de la Gran Pirámide? La soberana, que veneraba el sol lo mismo que el faraón, había considerado oportuno asociarse mágicamente a la construcción de aquella maravilla del universo. Por ello, había acudido en peregrinación a Menfis y, durante una noche de invierno en la que brillaba la Polar, rodeada por su corte de infatigables estrellas, había depositado en la cámara baja de la Gran Pirámide el cetro de Saba y, bajo la esfinge, una copa que contenía el rocío de la primera mañana del mundo. Ésos eran los objetos que el faraón Siamon había entregado a Hiram antes de su partida de Egipto hacia Israel. El maestro de obras debía colocarlos en los cimientos del templo de Salomón, para que se erigiera sobre la antigua sabiduría. Salomón había aceptado. Leer más en: https://groups.google.com/group/secreto-masonico/browse_thread/thread/d3a348e2ae142a16/d286991b08c35e18?lnk=gst&q=piramide+#d286991b08c35e18


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Respuesta  Mensaje 2 de 2 en el tema 
De: Alcoseri Enviado: 08/05/2013 13:02
La copa y el cetro de oro salieron de la blanda tierra donde Hiram había tomado la precaución de ocultarlos antes de vivir en Jerusalén. ¿Cómo confesar a Salomón que aquellos símbolos habían sido ofrecidos al faraón Keops por la primera reina de Saba, durante la construcción de la Gran Pirámide? La soberana, que veneraba el sol lo mismo que el faraón, había considerado oportuno asociarse mágicamente a la construcción de aquella maravilla del universo. Por ello, había acudido en peregrinación a Menfis y, durante una noche de invierno en la que brillaba la Polar, rodeada por su corte de infatigables estrellas, había depositado en la cámara baja de la Gran Pirámide el cetro de Saba y, bajo la esfinge, una copa que contenía el rocío de la primera mañana del mundo. Ésos eran los objetos que el faraón Siamon había entregado a Hiram antes de su partida de Egipto hacia Israel. El maestro de obras debía colocarlos en los cimientos del templo de Salomón, para que se erigiera sobre la antigua sabiduría. Salomón había aceptado. Si Hiram realizaba el rito, si llamaba así el templo a la existencia, no podría ya abandonar la Obra. Dando nacimiento a un santuario, el arquitecto le consagraba su vida. Hiram lo había intentado todo para provocar la cólera de Salomón. El rey de Israel era obstinado en sus elecciones. Como el maestro de obras, seguía la vía de su corazón y no se detenía ante obstáculos aparentemente infranqueables. Si Hiram aceptaba convertirse en el maestro de obras de Salomón, si cumplía la misión que le había confiado el faraón Siamon, conocería la más absoluta de las soledades. ¿A quién pedir consejo, a quién confiar sus dudas y sus interrogantes? Los maestros de Karnak estaban muy lejos, en la luminosa serenidad del templo del Alto Egipto. Obligado a guardar el secreto de sus orígenes, a callar su verdadero nombre, a sufrir los rigores del exilio, ¿sería Hiram capaz de soportar aquel peso durante varios años? Nadie le había preparado para tal tragedia. Educado en una comunidad de sacerdotes, iniciado en su oficio por una cofradía de artesanos, al arquitecto le gustaba la fraternidad, áspera a veces, que presidía las tareas cotidianas de la Casa de la Vida Tendría que renunciar también a aquel goce Hiram debería reinar sobre un pueblo de obreros hebreos, sin conceder a nadie su amistad. A la sombra de la higuera, bajo el tierno sol otoñal, en la calma de la campiña de Judea, Hiram sintió deseos de renunciar. Era muy grande la distancia entre el porvenir de un maestro de obras egipcio, con una apacible vejez, y el del arquitecto de Salomón, enfrentado a un reto imposible. Cómo privarse de la belleza de la tierra negra y fértil de las orillas del Nilo, de la exaltación del desierto, de la complicidad del viento del norte9 6No había conseguido su objetivo, ser uno de los arquitectos del faraón, trabajar junto a sus hermanos en la armonía de la Casa de la Vida, embellecer día tras día las piedras de eternidad, indiferentes a las tribulaciones humanas9 Su corazón no albergaba otra ambición ¿Por qué los dioses le obligaban a perder la felicidad sirviendo al rey de un país extranjero y construyendo un santuario en honor de una divinidad muda para su corazón? Renunciar era reconocer su debilidad Volver a Egipto, disfrutar de nuevo la brisa que hinchaba las velas de los barcos, exigía un sacrificio Hiram se sentía dispuesto a aceptar aquella humillación ante sus cofrades Ante Salomón, la rechazaba. Tras haber desconfiado del rey, tras haberle detestado casi, Hiram participaba de su pasión. Como él, Salomón estaba solo Solo, desafiaba a un pueblo entero, la casta de los sacerdotes y los cortesanos, la costumbre Solo, quería crear una obra maestra a nesgo de perder su trono Salomón era el último ser en quien Hiram podía confiar, pero encarnaba aquella fulgurante voluntad que había animado a un joven egipcio ávido de conocimiento Entre ambos hombres había nacido una imposible fraternidad. Rabioso, Hiram tuvo ganas de arrojar el cetro y la copa Iluminados por el sol de la tarde, brillaron con un leonado fulgor que llamó la atención a Caleb El cojo se acercó, dudando encogerlos La mirada de Hiram le disuadió El maestro de obras miraba intensamente el oro de Saba, como si estuviera descifrando en él su porvenir Una inquietante llama dominaba sus ojos de un azul oscuro. Cuando los últimos rayos tiñeron de naranja las hojas de la higuera, Hiram se levantó Nadie podría decir que un maestre egipcio había huido ante la tarea que debía realizar. Construiría el templo, aunque fuera el de Salomón. Saturno reinaba en lo alto del cielo, haría el edificio sólido y duradero Salomón, procedente de su palacio, e Hiram, que venía de la campiña, llegaron al mismo tiempo al pie de la roca El maestro de obras ofreció al rey el cetro y la copa El oro rojo se teñía con la plata que la luz lunar vertía Con un taladro cuya broca hizo girar con rapidez, Hiram agujereó la roca e hizo una cavidad en la que depositó los preciosos objetos Luego, la cerró herméticamente, utilizando un mortero cuya presencia disimuló A excepción de Salomón y del maestro de obras, nadie sabría que el embrión del templo de Yahvé era el sol de Saba Salvo Hiram, nadie sabría que Egipto era la madre del mayor santuario de Israel, que el oculto dios de las pirámides resucitaba en Yahvé Salomón dominaba a duras penas su emoción Según los grimorios que había consultado, el lugar elegido por la mano de Hiram correspondía a la puerta de un mundo secreto De ella, salía un camino que conducía a un abismo lleno de agua que ocupaba el centro de la tierra Allí se reunían los espíritus de los muertos, para que el más allá estuviera presente en el centro del aquí El rey obtenía así la absoluta segundad de que el oráculo consultado por Nagsara no había mentido ¿Quien sino el arquitecto elegido por lo invisible habría vencido el azar? Quién si no hubiera realizado el gesto adecuado en el momento preciso? Salomón hizo girar en su dedo el rubí entregado por Natán Dirigió una muda plegaria a los espíritus del fuego, del aire, del agua y de la tierra para que participaran en la creación del edificio como en la de todo ser viviente Les pidió que fueran guardianes del umbral del santuario, que lo rodearan con su permanente presencia Hiram observaba la cumbre de la roca donde se decidiría su destino Salomón saboreaba la felicidad de un nacimiento. En aquel cuarto año de su reinado comenzaba la construcción del templo


 
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