Los propios defectos
Son los propios defectos internos del hombre los que ha menudo conspiran contra él y los que muestran sus rostros en muchos de los problemas externos que lo asedian.
Pero le es difícil aceptar esta verdad, porque el hábito de toda su vida consiste en mirar hacia fuera, en elaborar más bien coartadas de defensa que en comprometerse en una auto-adquisición censora.
Sheik al Khuttali, un adepto sufí, dirigiéndose a un discípulo que se quejaba de sus circunstancias, le dijo: “Oh hijo mío, ten la seguridad de que hay una causa para cada decreto de la Providencia. Cualquiera sea el bien o el mal que Dios cree, en ningún lugar ni circunstancia has de estar en disputa con su acción ni has de afligirte en tu corazón”.
Por lo tanto, el aspirante realmente diligente en su búsqueda debe desarrollar la actitud para sus infortunios, problemas y contrariedades deben retrotraerse a sus propias debilidades, defectos, faltas, deficiencias e indisciplinas.
Que no eche la culpa de ellos a otras personas ni al hado. De este modo, realizará el avance más rápido mientras que, con su autodefensa o su auto- justificación, o con su auto-conmiserada distribución de culpas a causas que estén fuera de él mismo, demorará o impedirá el avance.
Pues una cosa significa aferrarse al ego, y la otra significa renunciar a éste. Nada se ganará con ese adulador autoengaño mientras que, con éste, mucho es lo que puede perder.
El hombre debe inducirse a admitir francamente que él mismo es la causa primera de la mayoría de sus males, al igual que la causa secundaria de algunos de los males de los demás.
Debe reconocerse que las emociones del resentimiento, de la ira, de la auto-conmiseración o del abatimiento son engendradas a menudo por un ego herido. En vez de denigrar al hado por cada acontecimiento desgraciado, debería analizar su modo de ser moral y mental y buscar las debilidades que condujeron a ello.
Al final, ganará más acusando a su propia tozudez por seguir rumbos equivocados que refugiándose en coartadas que censuren a los demás. Como una piedra en un zapato, que él se niega tercamente a quitar, el defecto permanece aún en su carácter cuando él insiste tercamente en culpar a las cosas o en condenar a las personas, por las consecuencias. En este caso, se pierde la oportunidad de eliminar el defecto, y las mismas consecuencias horribles pueden repetirse nuevamente en la vida.
Es casi terrorífico contemplar a la fe en sí misma, propia del ego inferior, y a la fuerza con que éste se aferra a su propio punto de vista. A menudo, el aspirante no tiene consciencia de su egoísmo.
Pero si puede abandonar a su punto de vista, entonces estará en condiciones de percibir en qué proporción un elemento contribuyó a crear los problemas, y cuan pesada es la responsabilidad de ese elemento por los acontecimientos desagradables que hasta aquí él atribuyó a fuentes externas.
Verá que su hado miserable se origina, en gran medida, en los miserables defectos de él. Naturalmente, no quiere abrir sus ojos a sus propias deficiencias y defectos, a sus pequeñas debilidades y grandes desajustes.
Por eso, el sufrimiento llega para abrírselas, para sacudirlo y avergonzarlo, con el fin de que tardíamente tome consciencia y eventualmente se enmiende. Sin embargo, con total independencia de los desgraciados acontecimientos del sufrimiento en la suerte personal, siempre que el aspirante persiste en ponerse del lado del ego inferior y en justificar la acción de éste, pone meramente de manifiesto una tonta resolución de obstaculizar su propio avance espiritual.
Detrás de una auto-engañosa fachada de pretextos, excusas, coartadas y racionalizaciones, el ego esta buscando eternamente dar rienda suelta a sus sentimientos indignos o a defenderlos.
Sobre la base del mismo principio del seudo-patriotismo que impulsó a los italianos a seguir ciegamente a Mussolini a lo largo de toda su aventura en Etiopía hasta su desastre final –el principio de “Bien o mal, es mi país”- el aspirante sigue al ego a través de todas sus actividades con similar ceguera y perversidad, justificando los puntos de vista del ego porque resultan ser los suyos propios.
Pero el Yo superior no acepta rivales. El aspirante deberá optar entre negar la agresividad de su ego o afirmarla. La distancia que hay que recorrer mentalmente entre estos dos pasos es tan larga y dolorosa que es comprensible por que son pocos quienes alguna vez alcanzan hasta el final.
Sólo el estudiante excepcional es quien admitirá con franqueza sus defectos y trabajará con seriedad para corregirlos. Sólo aquél cuyo desapego auto-crítico pueda imponerse es quien también ganará el premio supremo de la filosofía.