Secretos de la Gran Pirámide de Keops
De todos los monumentos de Egipto, las pirámides han provocado siempre el más vivo interés y las teorías más descabelladas. Varias generaciones de egiptólogos han declarado imperturbables que las pirámides se construyeron por los motivos más triviales y equivocados, que sus dimensiones y proporciones son accidentales, y que su enorme volumen no es más que un ejemplo de la egolatría faraónica. Sin embargo, todo eso sigue sin convencer al profano, y todo lo que huele a misterio sigue despertando interés. Las fuentes antiguas explicaban que las pirámides, y especialmente la Gran Pirámide de Keops, se construyeron para encarnar en sus dimensiones y proporciones una rica diversidad de datos astronómicos, matemáticos, geográficos y geodésicos (la geodesia es la rama de las matemáticas aplicadas que determina las cifras y áreas de la superficie de la tierra). Pero, aunque algunos de sus cálculos parecían corroborar la idea, había otros que no concordaban. Realizar una medición exacta del conjunto de la pirámide resultaba imposible debido a la arena y los escombros acumulados en torno a su base, y —como suele ocurrir en el ámbito científico— los datos que sustentaban la teoría ortodoxa predominante se conservaron, mientras que los que resultaban embarazosos se ignoraron. Sin embargo, en Gran Bretaña las ideas geométricas hallaron eco en astrónomos serios, matemáticos y masones, quienes descubrieron numerosas coincidencias sorprendentes entre las medidas y proporciones de las pirámides y las medidas de la Tierra, recientemente verificadas.
No podía atribuirlas al azar. Sin embargo, como fundamentalista que era, Se creía en la verdad literal de la Biblia, y no podía optar por atribuir tales conocimientos a los antiguos egipcios, una raza especialmente maltratada en el Antiguo Testamento aunque, según el relato bíblico, Moisés aprendió todo su saber en la corte del faraón. Así, dado su fundamentalismo, no se tenía otra opción que apelar a una intervención divina directa, y de este modo nació la seudociencia de la «piramidología». Aunque inicialmente se hallaron pocos devotos, de estás ideas que llegaron hasta el francmasón Charles Piazzi Smyth, quien se dirigió a Egipto para confirmar las tesis . Sus mediciones, con mucho las más exactas realizadas hasta entonces, pronto confirmaron la hipótesis de que los antiguos egipcios poseían avanzados y precisos conocimientos astronómicos, matemáticos y geodésicos, que se encarnaban en un magnífico sistema de pesas y medidas, cuyos restos seguían gozando de una amplia utilización en todo el mundo, en forma de bushels, galones, acres y otras medidas. Sin embargo, muchos europeos , no podían atribuir a los egipcios unos conocimientos elevados; y recurrieron a la divinidad. Poco después, otro entusiasta , Robert Menzies, propuso que el sistema de pasadizos de la Gran Pirámide estaba concebido como un sistema de profecías del que se podía deducir la fecha de la segunda venida de Cristo. En ese momento, la piramidología se convirtió en un terreno de fanáticos. Por curiosa que hoy nos pueda parecer, la teoría anglo-israelita (que los británicos descendían de una de las tribus perdidas de Israel) era una de las que ocupaban el tiempo y el pensamiento de muchos Victorianos instruidos que, por lo demás, no carecían de sentido común. La piramidología fue, pues, objeto de un apasionado debate intelectual. Sin embargo, en el contexto aparentemente científico de Smyth, la teoría se sustentaba en la validez de la «pulgada piramidal», una medida inventada por él y que no se manifestaba en ningún otro monumento o dispositivo de medición egipcio.
Cuando ésta fue refutada por las mediciones, aún más exactas, realizadas por W. M. Flinders Petrie, la teoría se vino abajo, aunque los entusiastas siguieron leyendo profecías cada vez más detalladas en la cámara del rey. Con el advenimiento de la era espacial, los descendientes espirituales de los piramidólogos (Erich von Daniken es el menos creíble, y, por tanto, el de mayor éxito de todos ellos) han seguido proponiendo nuevos y fantásticos usos para las pirámides: éstas sirvieron como rampas de aterrizaje de las naves espaciales, o eran pantallas protectoras con las que los antiguos científicos explotaban la energía del cinturón de Van Alien. No hace falta decir que tales teorías no cuentan con el respaldo de ninguna evidencia concreta. Pero, si la falta de evidencias es el criterio para juzgar la excentricidad de una determinada teoría, entonces hay una que resulta aún más excéntrica que todas las fantasías de los piramidólogos y los adictos a los ovnis. Es la teoría de que las grandes pirámides se construyeron como tumbas, y sólo como tumbas. No hay absolutamente ninguna evidencia, directa o indirecta, que sustente esta teoría. Mientras que resulta claro y evidente que las numerosas pequeñas pirámides del Imperio Medio y Nuevo se concibieron como tumbas, y han revelado una rica variedad de momias y ataúdes, las ocho «grandes» pirámides atribuidas a la III y IV dinastías del Imperio Antiguó no han revelado signo alguno ni de ataúdes ni de momias. La construcción de estas inmensas estructuras difiere en todos los aspectos de las tumbas posteriores. Los curiosos pasadizos inclinados no podrían resultar menos propicios para los elaborados ritos funerarios que dieron fama a Egipto. Los austeros interiores de las «cámaras mortuorias» muestran un vivido contraste con las cámaras, lujosamente decoradas con grabados e inscripciones, del Egipto posterior. Además, se cree que las ocho grandes pirámides se construyeron durante los reinados de tres faraones (aunque ésta es una idea discutida, debido a la falta de evidencias directas que atribuyan estas pirámides a unos faraones concretos). En cualquier caso, esto da como resultado más de una gran pirámide por faraón, lo que invita a la especulación acerca de por qué ha de haber varias tumbas para un solo rey. Los egiptólogos, y, con ellos, los historiadores, se niegan a aceptar la posible validez de otras alternativas a la teoría de «sólo tumbas», prescindiendo de lo bien fundamentadas que puedan estar. ¿Cuál es, pues, el atractivo de esta teoría, improbable, indefendible y en absoluto documentada? Creo que su atractivo consiste en que es prosaica y trivial. En la egiptología, como en muchas otras disciplinas modernas, se considera que todas las preguntas tienen respuestas «racionales». Si no se dispone de ninguna evidencia que proporcione una respuesta racional, la solución habitual es trivializar el misterio. En muchos círculos académicos trivialidad es sinónimo de razón. Dada esta pasión por la trivialización, las afirmaciones nunca confirmadas de los piramidólogos tuvieron graves repercusiones. En todo el desarrollo de la egiptología, desde Jomard en adelante, diversos eruditos serios, sensatos y cualificados han cuestionado las concepciones predominantes y la decisión generalizada de ver a los egipcios como seres primitivos. Biot, Lockyer y Proctor, astrónomos profesionales, propusieron sólidas teorías que atestiguaban un elevado nivel de conocimientos astronómicos entre los egipcios. Lockyer —que fue ridiculizado por haber propuesto que Stonehenge se construyó como instrumento astronómico— mostró cómo las pirámides podrían haber servido en la práctica para obtener datos astronómicos precisos.
En muchos otros ámbitos, diversos especialistas han atestiguado también la existencia de elevados conocimientos entre los egipcios. Pero fueron las afirmaciones sensacionalistas de Smyth, Menzies y sus sucesores las que saltaron al primer plano, permitiendo a los egiptólogos ortodoxos agrupar a todas y cada una de las teorías disidentes bajo el manto de la piramidología. Así, las provocativas especulaciones de Lockyer y otros fueron ignoradas. Mientras tanto, había aparecido la teoría de la evolución de Darwin. Cuando se inició la egiptología, la mayoría de los eruditos, como fieles hijos de la Ilustración, eran ateos, materialistas o sólo nominal-mente religiosos. Casi todos ellos estaban convencidos de que representaban el apogeo de la civilización. Pero todavía no se contemplaba el proceso como algo inevitable y automático; los intelectos más renombrados de la época aún no se veían a sí mismos como monos avanzados. Todavía no era una herejía sugerir que, en realidad, los antiguos sabían algo. Pero cuando la teoría de la evolución se convirtió en dogma, se hizo imposible atribuir conocimientos exactos a las culturas antiguas sin socavar la fe en el progreso. Así, colocados en el mismo saco que los piramidólogos, e incapaces de respaldar ideas sensatas con pruebas fehacientes, todos aquellos primeros egiptólogos, hombres de gran amplitud de miras, fueron perdiendo terreno poco a poco. Visto retrospectivamente, se puede decir que era inevitable. Todos aquellos hombres, sin excepción, trabajaban en la sombra. En Europa, las verdades místicas y metafísicas que nutren a la auténtica civilización estaban oscurecidas, fosilizadas u olvidadas Entonces era posible, como también lo es hoy, acudir a la catedral de Chartres y quedar cautivado por la inquebrantable convicción de que, de algún modo, ahí está el sentido de la vida humana en la Tierra.
Pero explicar dicha convicción, ponerla en términos comunicables, resultaba imposible hace cien años. Y «demostrarla» sigue siendo imposible. Aunque corruptas y decadentes, las civilizaciones orientales del siglo xix eran florecientes comparadas con Europa. Pero sólo resultaban accesibles a Occidente a través de la distorsionada verborrea de Blavatsky, o de los libros de los eruditos occidentales, imbuidos de las nociones progresistas de la Ilustración y, por tanto, ciegos al sentido interior de las palabras que pretendían comunicar. Lo que hoy está a disposición de cualquier estudiante quedaba entonces fuera del alcance de la mayoría de los eruditos. Resultaba imposible estudiar de primera mano las auténticas obras de los maestros zen, los sufíes o los yoguis, leer el Libro de los muertos tibetano, el Tao Té-king, los Filokalia, a los místicos cristianos, los alquimistas, los cabalistas y los gnósticos; comparar todos estos mitos con los egipcios, y reconocer, por encima de sus diferencias, el vínculo que une a todas estas tradiciones. Al mismo tiempo, era imposible para la mayoría de los hombres reconocer la auténtica naturaleza del «progreso». Los artistas, que en Occidente especialmente actúan como una especie de terminaciones nerviosas sensibles de la sociedad, solían estar menos engañados. Goethe,Blake, Kierkegaard, Nietzsche, Melville, Schopenhauer, Novalis, Dostoievski y algunos más veían el progreso tal como era; pero representaban una impotente minoría. Hoy, un hombre tieneque estar loco para creer en el «progreso»; hace cien años bastaba con que fuera insensible. Vista desde la perspectiva histórica, la egiptología constituye un inevitable producto de su época. Al mirar atrás, se hace evidente que hace cien años ningún erudito o grupo de eruditospodía haber percibido lo que era el auténtico Egipto.
Para ello se necesitaban primero losavances de la ciencia moderna, así como la posibilidad de disponer al mismo tiempo de las doctrinas místicas de Oriente y de una mente capaz de aplicar ambos tipos de conocimiento a lasruinas de Egipto. Al mirar atrás, resulta imposible no admirar los hercúleos esfuerzos de los egiptólogos: sus concienzudas excavaciones, la reconstrucción de las ruinas, la recogida, filtrado y clasificación de datos, la gigantesca labor de descifrar los jeroglíficos y la escrupulosa atención alos detalles en todos los campos y en todos los niveles. Pero, al mismo tiempo, resulta difícil comprender el modo en que aquellos eruditos llegaron a muchas de sus conclusiones, dada la naturaleza del material del que disponían. Una afirmación realizada por Ludwig Borchardt, uno de los egiptólogos más industriosos y prolíficos, describe muy bien la situación en una sola frase. En 1922, tras haber demostrado que las pirámides de Egipto estaban orientadas a los puntos cardinales, y situadas y niveladas con una precisión que hoy no se podría superar, Borchardt llegaba a la conclusión de que, en la época de la construcción de las pirámides, la ciencia egipcia estaba aún en su infancia.