El
Demonio Tentando a Jesús
Al
regresar Jesús a su país natal después de haber viajado durante algunos años
por India, Persia y Egipto, creen los ocultistas que pasó al menos un año en
las diversas logias y criptas de los esenios. Ya vimos en la primera lección
qué era la Fraternidad de los esenios. Mientras Jesús estudiaba en las cámaras
esenias, le llamó la atención la obra de
Juan el Bautista, y vio en ella favorable coyuntura para dar principio a la
grande obra que se sentía llamado a cumplir en su nación. Soñaba en convertir a
los judíos al concepto que él tenía de la Verdad y de la Vida, y determinó
hacer de esta obra la magna empresa de su vida.
Difícil
es vencer y desarraigar el sentimiento nacionalista, y Jesús consideraba que al
fin y al cabo estaba en su patria, entre sus paisanos, por lo que se
reafirmaban los lazos de sangre y de raza. Desechó por tanto su primer
propósito de vagabundear por el mundo y resolvió plantar en Israel el
estandarte de la Verdad, para que de la capital del pueblo escogido se
difundiera por el mundo entero la Luz del Espíritu. Hizo esta elección el
hombre Jesús, el judío Jesús; y aunque desde un alto y amplio punto de vista no
tenía raza ni país ni patria determinada, su naturaleza humana era demasiado
robusta, y al ceder a ella sembró las semillas de su ruina final.
Si
hubiera pasado por Judea como un misionero transeúnte, según habían hecho otros
antes que él, hubiese evitado las iras gubernamentales, pues, aunque se
concitara la hostilidad y el odio de los sacerdotes, no diera motivo a que le
acusaran de pretender la corona de Israel como rey de los Judíos y Mesías que
había de ocupar el trono de David, su antepasado. Pero nada nos permite ceder a
especulaciones de esta índole, porque ¿quién sabe la parte que el destino o el
hado toma en el plan del universo?; ¿quién sabe en dónde termina el libre
albedrío y empieza el destino a mover las piezas en el tablero para que el
magno juego de la vida universal se cumpla de conformidad con el plan de Dios?
Mientras
Jesús estaba con los esenios, según sabemos , oyó por primera vez hablar de
Juan, de cuyo ministerio decidió aprovecharse como de favorable apoyo para
emprender su magna obra. Comunicó a los monjes esenios su determinación de
marcharse a donde estaba Juan, a quien de ello avisaron los monjes. Dice la
tradición que Juan ignoraba el nombre del que iría a verle, pues sólo le
dijeron que un insigne Maestro de extrañas tierras se le uniría más adelante y
que debía preparar a las gentes para su venida.
Juan
cumplió al pie de la letra estas instrucciones de sus superiores en la
Fraternidad esenia, según vimos en nuestra primera lección con referencia al
Nuevo Testamento. Exhortó a las gentes al arrepentimiento y a la rectitud de
conducta, a que se bautizaran de conformidad con el rito esenio, y sobre todo a
que se preparasen para la venida del Maestro. Les decía con vigorosa voz: «Arrepentíos
porque se acerca el reino de los cielos». «Arrepentíos porque viene el Mesías ».
Cuando
las gentes que en torno de Juan se reunían le preguntaban si era el Maestro,
respondía: «No soy el que buscáis. El que viene tras mí, más poderoso es que
yo, y de cuyos zapatos no soy digno de desatar la correa. Yo os bautizo con
agua, pero él os bautizará con el fuego del Espíritu Santo que está en él».
Continuamente los exhortaba a que se preparasen para la venida del Señor. Juan
era un verdadero místico que se dedicaba enteramente a la obra por vocación
emprendida y se ufanaba de ser el precursor del Maestro, de cuya venida le
había informado la Fraternidad.
Según
entendemos , un día al presentarse ante
Juan un hombre de juvenil virilidad, de aspecto digno y tranquilo, que lo
miraba con los expresivos ojos del verdadero místico. El forastero solicitó de
Juan el bautismo; pero al conocer Juan por los signos y símbolos de la
Fraternidad la categoría del forastero, no quiso que recibiese de sus manos el
bautismo, porque le era superior en grado oculto. Pero Jesús, que tal era el
forastero, le replicó diciendo que no reparase en ello, pues convenía que lo
bautizase. Así es que Jesús entró en el agua para recibir de nuevo el místico
rito y demostrar a las gentes que había ido allí como uno de los tantos.
El
desierto
Entonces
ocurrió aquel extraño y conocido suceso en que una paloma, como si del cielo
bajara, se posó sobre la cabeza de Jesús, y oyóse una suave voz, cual susurró
del viento entre los árboles, que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo
complacencia». Entonces, Jesús, amedrentado por el extraño mensaje del Más
Allá, apartándose de la multitud y se
fue al desierto, como si necesitara un retiro donde meditar los sucesos del día
y considerar la obra que a la sazón veía confusamente desplegarse ante él.
A
los habituales lectores del Nuevo
Testamento, poco o nada les emociona la estancia de Jesús en el desierto,
porque la consideran como mero incidente de los comienzos de su ministerio;
pero los místicos y ocultistas saben por las enseñanzas de su Orden que Jesús
fue sometido en el desierto a varias pruebas ocultas con objeto de vigorizar su
poder y atestiguar su resistencia. Según saben los miembros de grados
superiores de cualquier orden oculta, el grado conocido con el nombre de la
«Prueba del Desierto» se funda en la mística experiencia de Jesús y simboliza
las pruebas a que fue sometido. Consideremos este suceso de tantísima
significación e importancia para los verdaderos ocultistas.
El
desierto a donde Jesús dirigió sus pasos estaba muy lejos del río Jordán en
donde recibió el bautismo. Dejando tras sí las fértiles riberas y los campos de
cultivo, acercándose al desolado
desierto que aun los naturales del país miraban con supersticioso horror. Era
uno de los más áridos y fantásticos parajes de aquella fantástica y árida
porción del país, llamado por los judíos «la mansión del horror», «el desolado
lugar del terror» y «la espantosa región», con otros nombres sugerentes del
supersticioso temor que infundió en sus corazones. El misterio de los lugares
solitarios planeaba sobre aquel paraje y únicamente los hombres de esforzado
corazón se aventuraban en su recinto. Aunque de la índole de los desiertos,
abundaba aquel lugar en desnudas y repulsivas colinas, riscos, camellones y
despeñaderos. Quien haya visto alguno de los desolados parajes del continente
americano, o haya leído las descripciones del Valle de la Muerte o de tierras
alcalinas, podrán tener idea de la naturaleza del desierto hacia donde se
dirigía el Maestro.
Según
adelantaba en su camino, iba poco a poco desapareciendo toda normal vegetación,
hasta que sólo quedaron las macilentas malezas peculiares de tan desolados
lugares, las formas de vida vegetativa que en su lucha por la existencia habían
logrado persistir en tan adversas condiciones para mostrar a los naturalistas
la superación de las ordinarias leyes, por ellos conocidas, de la vida vegetal.
Poco
a poco iba desapareciendo la prolífica vida animal de las tierras bajas, hasta
no dejar otro rastro de ella que los buitres cernidos sobre la cabeza y los
eventuales reptiles bajo los pies del caminante cobijado por el grave silencio
de cuanto le rodeaba, tanto más grave a medida que adelantaba el paso. Hubo un
momento de interrupción en la terrible escena al atravesar el último lugar
habitado en el camino del corazón del desierto. Era la aldea de Egendi, donde
estaban los calizos depósitos de agua que abastecían a las tierras bajas del
país. Los pocos habitantes de aquel remoto puesto avanzado de la primitiva
civilización, miraban con pavorosa extrañeza al solitario viajero que pasaba
sin dirigirles ni una mirada, como si con la vista horadase las áridas colinas
que a lo lejos se divisaban y encubrían los recónditos repuestos no hollados
por el hombre, pues hasta los más animosos no osaban penetrar allí,
atemorizados por los fantásticos relatos que representaban aquel lugar como
escenario de las diabólicas orgías de las siniestras y malignas entidades a que
san Pablo llama las potestades del aire.
Adelante
caminaba el Maestro sin apenas fijarse en el desolador espectáculo del paisaje,
que ya sólo mostraba sombríos riscos, tenebrosos despeñaderos y desnudas rocas,
sin otro alivio de su aridez que los esporádicos mechones de fibrosas hierbas
silvestres y fantásticos cardos erizados de protectoras espinas que los
defienden de sus enemigos.
La
cumbre
Al
fin el caminante llegó a la cumbre de una alta colina, desde donde contempló el
escenario que ante su vista se desplegaba, capaz de oprimir el corazón de un
hombre vulgar. Tras sí dejaba el país por donde había pasado, que, aunque
sombrío y árido era un paraíso en comparación del que tenía delante. A su
alrededor estaban las cuevas y madrigueras de los forajidos que habían buscado
allí la dudosa seguridad contra las leyes humanas; y en la lejanía columbraba
el escenario del ministerio de Juan el Bautista, donde imaginativamente veía a
las muchedumbres discutiendo sobre la verdad del extraño Maestro anunciado por
aquella Voz, pero que había rápidamente desaparecido de la escena huyendo del
gentío que forzosamente le hubiese adorado como al Mesías y obedeciendo sus
menores mandatos.
Por
las noches dormiría en alguna escarpa de la colina o al borde de un profundo
precipicio. Pero estas cosas no le conturbaban, y a cada nueva aurora, se
adelantaba ayuno hacia el corazón del desierto, guiado por el Espíritu, al
lugar donde había de sostener la acerba lucha espiritual que por intuición
conocía que le aguardaba.
Las
palabras de la Voz le acosaban, aunque no del todo las comprendía porque aún no
había movilizado las íntimas reservas de su mente espiritual. ¿Qué significaban
aquellas palabras: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia»? Y
todavía no llegaba la respuesta al clamor de su alma, que en vano buscaba la
explicita solución de aquel enigma.
La
soledad
Y
siguió caminando hasta que al fin escaló la escarpada falda de la desnuda
montaña de Quarantana, allende la cual presentía que iba a comenzar su lucha.
No encontraría nada con que sustentarse y habría de entablar la batalla sin el
material alimento que ordinariamente necesita el hombre para mantener su vida y
reparar sus fuerzas. Y aún no había recibido la respuesta al clamor de su alma.
Las peñas que hallaban sus pies, el cielo azul que sobre su cabeza se extendía
y los altos picos de Moab y Gilead, que se erguían en lontananza, no daban
respuesta alguna al ardoroso e insistente anhelo de escrutar el enigma de la
Voz. La respuesta había de llegar de su interior, de sí mismo únicamente.
Y
en el corazón del desierto había de permanecer sin alimento, sin abrigo y sin
humana compañía hasta que llegase la respuesta. Por la misma experiencia que el
Maestro han de pasar los discípulos cuando alcancen el punto de evolución en
que únicamente es posible recibir la respuesta. Han de experimentar el pavoroso
sentimiento de «soledad», de hambre espiritual, de espantoso alejamiento de
todo cuanto tiene el mundo en estima, antes de que brote la respuesta del
interior, del Santo de los Santos del Espíritu.
Para
comprender la índole de la lucha espiritual que aguardaba a Jesús en el
desierto, la lucha que había de ponerlo frente a frente de su propia alma, es
necesario considerar la anhelosa expectación de los Judíos por el Mesías. Las
tradiciones mesiánicas habían arraigado hondamente en la mentalidad del pueblo
judío, y sólo necesitaban la chispa de una vigorosa personalidad para
entusiasmar fervorosamente a Israel y destruir con su fuego las influencias
extranjeras que habían amortiguado el espíritu nacional.
En
el corazón de todo judío digno de este nombre estaba grabada la idea de que el
Mesías nacería de la estirpe de David y vendría a ocupar el legítimo puesto
como Rey de los judíos. Oprimido estaba Israel por sus conquistadores y sujeto
a un yugo extranjero; más cuando el Mesías viniese a librar a Israel, todos los
judíos se levantarían unánimes para expulsar a los invasores Y conquistadores
extranjeros, y sacudir el yugo de Roma, Israel a ocupar su sitio entre las
naciones de la tierra.