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General: ¿Cómo consiguió Estados Unidos arrebatarle a México su territorio?
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De: Kadyr  (Mensaje original) Enviado: 03/03/2025 21:41
¿Cómo  consiguió Estados Unidos arrebatarle   a México el 55% de su territorio? ¿Sabéis  por qué no se quedaron con el país entero? Cuando México, tras una década de luchas, logró  independizarse de España, allá por el año 1821,   sus fronteras abarcaban más del  doble de su territorio actual. Y es que, lo que hasta la independencia mexicana  había sido el virreinato de Nueva España,   logró extender sus dominios por una zona  inmensa de Norteamérica; si bien es cierto   que la mayoría de ese territorio era dominado por  los novohispanos únicamente de manera nominal,   sobre los mapas, ya que en realidad, quienes  vivían en los valles y planicies áridas de   aquellas zonas septentrionales seguían siendo  las tribus semi nómadas nativas. El control   efectivo de los novohispanos solo alcanzaba  la franja costera del sur de California,   las zonas aledañas a Santa Fe, en Nuevo México, y  las rancherías próximas a San Antonio, en Texas. La auténtica actividad económica y comercial  del virreinato se desarrollaba mucho más al sur,   en la Ciudad de México, la urbe más  importante del Imperio español en ultramar,   adonde llegaban las mercancías, tanto  del este como del oeste, a través de   los puertos de Veracruz, en el Atlántico, y  Acapulco, en el Pacífico, respectivamente. Como decimos, la zona norte del virreinato  aún estaba por poblar y explotar, de modo que   los gobernantes mexicanos, tras varios años  de negociaciones, accedieron a reconocer el   acuerdo que el Virreinato, en 1820, poco antes de  su desaparición, había firmado con un banquero de   Virginia llamado Moses Austin para que colonos  estadounidenses se asentaran en la región de   Texas – territorio posteriormente enmarcado  por la república mexicana dentro del Estado   de Coahuila y Texas–. Cada uno de los colonos  estadounidenses recibiría aproximadamente 16   kilómetros cuadrados de terreno, pero, eso sí:  a cambio debían convertirse al catolicismo,   mostrar solvencia moral, obtener la nacionalidad  mexicana y cambiar sus nombres ingleses por su   equivalente en español. Aparte, por supuesto, de  pagar los correspondientes impuestos a México. Como Moses Austin había perecido de  una pulmonía en 1821, poco después   de enterarse de que le habían concedido el  primer contrato de colonización de Texas,   fue su hijo, Stephen Austin, quien  se encargó de liderar la emigración   de estadounidenses a Texas y de negociar con  el Gobierno mexicano durante tres años hasta   que finalmente reconocieron la concesión de  tierras. Por ello se le conoce como el Padre   de Texas. A la primera oleada de colonos  estadounidenses, le siguieron otras muchas. Hasta la llegada de aquellos colonos, Texas  había estado ocupada casi exclusivamente por   etnias nativas, como los comanches o los apaches,  de modo que atraer inmigración procedente del país   vecino parecía un buen método para empezar a  explotar toda aquella tierra y generar riqueza   para la recién nacida república mexicana. Pero...  en lo que las autoridades mexicanas no cayeron,   o no valoraron adecuadamente, fue en el hecho  de que los estadounidenses eran esclavistas y,   como tales, llevaron a muchos esclavos a  trabajar a sus nuevos terrenos de Texas. Y,   en México, aquello era ilegal. La abolición  de la esclavitud había formado parte del   ideario del nuevo país ya desde los primeros  movimientos a favor de la independencia y,   una vez lograda esta, sería ratificada de  manera parcial varias veces hasta que, en 1829,   por un decreto del presidente  afromestizo Vicente Guerrero,   la esclavitud quedó abolida por completo. De  hecho, entre 1821 y 1865, miles de esclavos   afroestadounidenses cruzaron el río Grande  para escapar a México, donde serían libres. El asunto de la esclavitud supuso un primer  punto de fricción muy importante entre los   colonos procedentes de Estados Unidos y la  nación a la que ahora pertenecían, si bien   es obviado reiteradamente, por motivos evidentes,  en el relato que los historiadores, novelistas y   cineastas estadounidenses crean alrededor de  la independencia de Texas respecto a México. En 1827, los colonos anglosajones llegaron a  amenazar al Congreso de Coahuila y Texas con   abandonar el territorio si se prohibía  la esclavitud. Así que cuando, en 1829,   como hemos dicho, el presidente Vicente  Guerrero declaró totalmente abolida la   esclavitud en México... exceptuó el territorio  de Texas, siempre y cuando no introdujeran en   ese territorio ningún esclavo más. Pero  ni siquiera eso cumplieron los colonos,   ya que se agarraron a un decreto legislativo  estatal de Coahuila y Texas por el cual   los contratos sobre sirvientes celebrados  fuera del Estado o en otros países serían   totalmente válidos. De modo que siguieron  introduciendo esclavos en México con la   excusa de que eran sirvientes. Y es que  para aquellos colonos, cuya economía estaba   basada en la producción agrícola, contar con  mano de obra esclava resultaba fundamental. Pese a que habían encontrado la forma de  esquivar temporalmente las leyes antiesclavistas,   los colonos texanos temían que las autoridades  mexicanas pusieran fin, más pronto que tarde,   a su lucrativa explotación del  ser humano. Así que, en 1833,   intentaron que Texas se convirtiese en un estado  independiente de Coahuila. De ese modo, como en   Texas apenas el 10% de la población era mexicana,  tendrían un congreso controlado únicamente por   colonos anglosajones y podrían aprobar una  legislación propia que respetase y regulase   la esclavitud. No tuvieron éxito, de manera que  en octubre de 1835, aprovechando el caos político   provocado por la polarización entre los defensores  de un régimen centralista y quienes propugnaban el   federalismo, los colonos texanos iniciaron  una revolución armada para independizarse. Tras algunas victorias mexicanas –como  en la famosa batalla de El Álamo,   que concluyó el 6 de marzo del 36 y en la  que perecieron algo más de 200 texanos,   entre ellos los aventureros estadounidenses  James Bowie y Davy Crockett–, finalmente los   rebeldes ganaron la guerra al mes siguiente,  al atacar por sorpresa a la hora de la siesta,   en el río San Jacinto, al ejército comandado  por el general Antonio López de Santa Anna,   quien había cometido el error de no colocar a  centinelas de vigilancia en torno a su campamento   y ordenó a sus tropas que durmieran y descansaran  aquel día. En poco más de media hora, más de 600   soldados mexicanos perdieron la vida, mientras que  los texanos solo sufrieron nueve bajas. Además,   700 mexicanos fueron hechos prisioneros, entre  ellos el propio Santa Anna, quien no era un simple   general. Había sido elegido como presidente de  la República en las elecciones federales de 1833,   es decir, tan solo tres años antes. Sin embargo,  durante su primer mandato de cuatro años,   pidió hasta cuatro licencias para ausentarse  del cargo. Por eso, cuando tuvo lugar la   batalla de San Jacinto, él no presidía el país;  el presidente en funciones era José Justo Corro. Santa Anna, a quien una buena parte de los  texanos querían linchar, accedió a firmar,   el 14 de mayo de 1836, el Tratado de Velasco,  por el cual, a cambio de su liberación, reconocía   la independencia de Texas y se comprometía a no  proseguir la lucha contra el nuevo Estado. Además,   en aquel tratado se especificaba que las tropas  mexicanas evacuarían el territorio de Texas,   pasando al otro lado del río Bravo del Norte. Como  veremos, este dato será relevante más adelante. Una vez lograda su independencia, Texas pudo por  fin legalizar la esclavitud en su territorio. Y   menos de diez años más tarde, cuando la República  de Texas se integró en los Estados Unidos,   en 1845, el derecho a poseer esclavos permaneció  vigente. ¿Y por qué dejaron los texanos,   que tanto habían peleado por su independencia, que  los Estados Unidos se anexionaran su territorio?   Uno de los motivos principales fue que el  gobierno de la República de Texas había   acumulado una gran cantidad de deudas que los  Estados Unidos aceptaron asumir como propia si   Texas se convertía en su Estado número 28; eso  sí, a cambio de pagarles las deudas, una gran   porción del noroeste del territorio que Texas  consideraba suyo fue cedido al gobierno federal,   y ahora forma parte de los estados de Colorado,  Kansas, Oklahoma, Nuevo México y Wyoming. Pero había un problema añadido. Y es que México  consideraba que el territorio de la República   de Texas era mucho menor de lo que esta afirmaba.  ¿Recordáis que en el Tratado de Velasco se hablaba   del río Bravo del Norte que deberían cruzar las  tropas mexicanas para abandonar Texas? Pues bien,   los texanos consideraron que ese río  –que actualmente es conocido como Río   Grande en Estados Unidos y Río Bravo en  México– marcaba la frontera de Texas,   mientras que los mexicanos opinaban que  el límite debería seguir siendo el mismo   que el territorio de Texas había tenido  tradicionalmente, es decir, el río Nueces,   que en algunas zonas discurría 200 kilómetros  más al norte. Además, en líneas generales,   México consideraba que a la República de  Texas solo le correspondía el terreno que   ocupaba antes de su independencia, y no todas esas  tierras que se habían autoadjudicado al noroeste,   el doble de las que poseían originalmente.  De hecho, el Gobierno de México ni siquiera   había reconocido el Tratado de Velasco firmado  por Santa Anna ni la independencia de Texas. Por tanto, había una gran zona de terreno en  disputa entre México y Texas. Y los Estados   Unidos, al anexionar Texas, heredaron dicha  disputa. Los políticos mexicanos habían advertido   en varias ocasiones a Estados Unidos de que, si  se anexionaban Texas, estallaría una guerra con   México, ya que, como acabamos de mencionar,  oficialmente todavía consideraban que Texas   formaba parte de su país, pero... eso le traía  sin cuidado al nuevo presidente estadounidense,   James Polk, quien había vencido en las elecciones  de 1844 apostando firmemente por el expansionismo   hacia el Oeste. Polk deseaba hacerse con la Alta  California y llevar su nación de costa a costa. Así que envió a México a un diplomático  llamado John Slidell para plantear una   oferta económica. Los mexicanos pensaban que  los estadounidenses pretenderían indemnizarlos   por Texas, algo que podría ser aceptable  para ellos dado, que, de facto, ya habían   perdido aquel territorio y recuperarlo por la  fuerza, ahora que formaba parte de Estados Unidos,   era inviable. Pero el presidente Polk también era  plenamente consciente de esto: la oferta que iba   a plantear Slidell era pagar hasta 30 millones  de dólares –unos 900 millones de hoy en día– a   cambio de Nuevo México y Alta California. Los  mexicanos se enfurecieron tanto al filtrarse   las intenciones de sus vecinos que se  negaron siquiera a recibir a Slidell,   arguyendo un problema  técnico con sus credenciales. Entonces Polk pasó a su plan B –que tal vez  fuera el A, en realidad–. Envió al general   Zachary Taylor, al frente de 4.000 soldados, a la  zona entre el río Nueces y el río Bravo. Es decir,   a invadir el territorio que los mexicanos  consideraban suyo. Desde un punto de   vista ideológico, aquella acción encontraba su  justificación en la conocida como 'doctrina del   destino manifiesto', según la cual Estados  Unidos era una nación elegida por Dios y   estaba destinada a expandirse desde el Atlántico  hasta el Pacífico. Los partidarios de aquella   ideología defendían que, dado que Estados  Unidos había sido señalado por el Altísimo,   su expansión no solo era algo bueno, sino  también un destino evidente, es decir,   “manifiesto”. Sobre esa doctrina se cimentaría  la política expansionista de Estados Unidos   por Norteamérica durante el siglo XIX; y,  posteriormente, evolucionaría para justificar   incursiones militares en otros países durante los  siglos XX y XXI. Porque no creáis que se trata de   una ideología decimonónica enterrada ya en el  polvo de la historia. Durante su discurso de   investidura al ser elegido presidente  por segunda vez, Donald Trump afirmó:   “Perseguiremos nuestro destino manifiesto  hacia las estrellas, lanzando astronautas   estadounidenses para plantar la bandera de  las barras y estrellas en el planeta Marte”. Pero regresemos con el general Taylor y sus  4.000 soldados. México envió un ejército al   norte del río Bravo para hacer frente a la  invasión de su Estado de Tamaulipas. Taylor,   quien unos años más tarde sucedería  a Polk como presidente de su país,   ignoró las demandas mexicanas de retirarse  al norte del río Nueces y construyó un fuerte   improvisado –posteriormente conocido  como Fort Brown y, originalmente,   como Fort Texas– en las orillas del río  Bravo, frente a la ciudad de Matamoros. Ulysses S. Grant, quien llegaría a  ser presidente de los Estados Unidos,   sirvió en aquel contingente con el grado de  teniente, y dejó escrito en sus memorias:   “El objetivo principal del avance del Ejército  de los Estados Unidos desde el río Nueces al   río Grande era el de provocar el estallido  de las hostilidades sin atacar primero,   a fin de debilitar cualquier oposición política a  la guerra con México. (...) Como México no mostró   voluntad de venir al Nueces para expulsar a  los invasores de su suelo, se hizo necesario   que los invasores se acercaran a una distancia  conveniente para ser atacados. En consecuencia,   se iniciaron los preparativos para trasladar  el ejército al Río Grande, a un punto cercano   a Matamoros. Era deseable ocupar una posición  cerca del mayor centro de población al que fuera   posible llegar, sin invadir absolutamente un  territorio al que no teníamos derecho alguno”. Y la estratagema tuvo éxito. A finales de abril  de 1846 se libró un primer combate en un lugar   llamado Rancho de Carricitos. No está del todo  claro cómo se desarrolló aquella breve lucha;   mientras que unos historiadores afirman que 1.600  efectivos de la caballería mexicana emboscaron a   una patrulla de unos 70 u 80 estadounidenses  comandados por el capitán Seth Thornton,   otros aseguran que fueron los estadounidenses  quienes empezaron, al cargar contra un pequeño   contingente mexicano sin darse cuenta de que, tras  una loma cercana, había otros dos mil soldados.   En cualquier caso, los estadounidenses fueron  rápidamente derrotados. Perecieron en el acto   más de una decena de ellos y los demás fueron  capturados, incluido el capitán Thornton. La noticia llegó a Washington el 9 de  mayo. Polk por fin tenía un casus belli,   un pretexto para declarar la guerra.  Y eso fue lo que solicitó a una sesión   conjunta del Congreso de los Estados  Unidos, con las siguientes palabras:   “Después de reiteradas amenazas, México ha  traspasado la línea divisoria de los Estados   Unidos, ha invadido nuestro territorio y ha  derramado sangre americana en suelo americano”. Lo de “suelo americano” –entendiendo que Polk  se refería a suelo estadounidense– era más que   dudoso desde un punto de vista legal. De hecho,  un joven congresista de Illinois llamado Abraham   Lincoln calificó aquella afirmación como  “una audaz falsificación de la historia”. Al Congreso de los Estados Unidos poco  le importaron los detalles territoriales:   el 13 de mayo de 1846 declaró la guerra a México.   La prensa estadounidense y numerosos intelectuales  del país apoyaron la guerra. Como el famoso poeta   Walt Whitman, partidario de la doctrina  del destino manifiesto, quien escribió:   “¿Qué tiene que ver el miserable e  ineficiente México, con su superstición,   su burla a la libertad, su tiranía real de  unos pocos sobre muchos, con la gran misión de   poblar el nuevo mundo con una raza noble? ¡Que  sea nuestra la tarea de lograr esa misión!”. No entraremos en detalle en el desarrollo  militar de la contienda, que, como todos sabemos,   se saldó con la victoria estadounidense  en menos de dos años. La estrategia de   invasión se basó en atacar por diversos  frentes, principalmente en Alta California,   Nuevo México y el sur de Texas, operaciones  apoyadas por dos campañas navales que se   encargaron de capturar primero los puertos de  Alta California y más tarde el de Veracruz. Por aquel entonces México era un país muy  inestable políticamente. Solo en 1846,   la presidencia cambió de manos cuatro veces,  el ministerio de guerra seis veces y el de   finanzas dieciséis. Además, la división política  entre centralistas y federalistas también se   reflejaba en el terreno militar. Solo siete de los  diecinueve estados que conformaban México enviaron   soldados, armamento y dinero para contribuir  al esfuerzo bélico. Las armas que empuñaban   eran mosquetes británicos de chispa sobrantes  de las guerras napoleónicas, mientras que los   estadounidenses, conforme avanzó el conflicto,  contaban ya con mosquetes de percusión, mucho   más modernos y fiables en condiciones de lluvia y  humedad. Además, la pólvora del Ejército de México   era, con frecuencia, de baja calidad, contaminada  con impurezas, lo que provocaba que la velocidad   de salida y el alcance de los cañones y mosquetes  mexicanos fueran inferiores a los de sus rivales. Volviendo de nuevo a las memorias de Ulysses S.  Grant, que escribió en 1885, en ellas opinó lo   siguiente: “El ejército mexicano de aquella  época no era precisamente una organización.   El soldado raso era elegido entre las clases  bajas de los habitantes cuando era necesario;   no se le pedía su consentimiento; estaba mal  vestido, peor alimentado y rara vez recibía   su salario. Cuando ya no era necesario,  lo dejaban a la deriva. Los oficiales de   los grados inferiores apenas superaban  a los soldados. A pesar de todo esto,   he visto posturas tan valientes por parte  de algunos de estos hombres como nunca he   visto por parte de soldados. Ahora México tiene un  ejército permanente más grande que Estados Unidos.   Tienen una escuela militar inspirada en West  Point. Sus oficiales son educados y, sin duda,   muy valientes. La guerra mexicana de 1846-1848  sería una imposibilidad en esta generación”. En marzo de 1847, los estadounidenses lograron  desembarcar en Veracruz mientras el ejército   mexicano permanecía enfrascado sofocando un  levantamiento interno en la capital de la   República que pretendía derrocar al presidente  Valentín Gómez Farias para anular sus medidas   de desamortización de bienes de la Iglesia  católica para financiar la guerra. Desde   Veracruz, las tropas estadounidenses, bajo el  mando del general Winfield Scott, avanzaron   hacia la Ciudad de México. Tras vencer en las  batallas de Cerro Gordo, Padierna, Churubusco,   Molino del Rey y Chapultepec, finalmente, el 15 de  septiembre del 47, tomaron la capital. Pese a la   rendición del Gobierno, soldados y civiles  siguieron combatiendo hasta finales de año. Los estadounidenses ocuparon militarmente el  país durante unos meses, mientras se negociaba   y firmaba el Tratado de Guadalupe Hidalgo, por  el cual México cedería más de la mitad de su   territorio, alrededor del 55%, lo que comprendía  los actuales estados de California, Nevada, Utah,   Texas, Nuevo México y Arizona, así como partes  de Colorado, Wyoming, Oklahoma y Kansas. Además,   la nueva frontera entre Texas y México pasó a ser  el río Bravo, por lo que esa zona que antes estaba   en disputa, la que había entre el río Bravo y el  río Nueces, también se la quedaron los del norte. Los estadounidenses se comprometieron a pagar  en compensación por todas aquellas tierras 15   millones de pesos, una moneda que por entonces  tenía un valor muy similar al del dólar. Es decir,   que les ofrecieron a los mexicanos  unos 450 millones de dólares actuales,   la mitad de lo que el presidente Polk habría  estado dispuesto a pagar dos años antes por   Alta California y Nuevo México. Aunque en  el Tratado de Guadalupe Hidalgo los Estados   Unidos se comprometieron a proteger  los derechos civiles y de propiedad   de los mexicanos que permanecieran en el nuevo  territorio estadounidense, cuando el Senado del   país vencedor ratificó el Tratado eliminó el  artículo que garantizaba la protección de las   concesiones de tierras que hubieran sido dadas a  mexicanos por los gobiernos de España y México. El jurista y político Manuel de la Peña y  Peña, quien negoció el Tratado como ministro de   Relaciones y lo firmó como presidente interino,  el 2 de febrero de 1848, dijo sobre él: “El que   quiera calificar de deshonroso el Tratado de  Guadalupe por la extensión del territorio cedido   no resolverá nunca cómo podrá terminarse una  guerra desgraciada... Los territorios que se   han cedido por el Tratado no se pierden  por la suma de quince millones de pesos,   sino por recobrar nuestros puertos, por la  cesación definitiva de toda clase de males,   de todo género de horrores, por consolar  a multitud de familias... Demasiado   sentimos ya la desorganización social, la  inseguridad de las poblaciones y caminos,   la paralización de todos los ramos de  riqueza pública y la miseria general”. Por si os lo habéis preguntado en algún  momento, en medio de todos estos   conflictos territoriales entre mexicanos, texanos  y estadounidenses a nadie se le ocurrió ni por un   instante preguntarles su opinión a las tribus que  llevaban viviendo allí desde tiempos ancestrales. Una duda que se plantea con frecuencia al  hablar de la guerra entre Estados Unidos y   México es la de por qué no se apoderaron de  todo el país, dado que lo habían derrotado y   ocupado militarmente y el gobierno mexicano  carecía de estabilidad y dominio sobre su   propio territorio. ¿Por qué se conformaron los  Estados Unidos con quedarse únicamente con la   mitad norte? El motivo principal fue...  el racismo. Querían quedarse con México,   pero no con los mexicanos. Y la parte  norte era la menos poblada. El sistema   de expansión de los estadounidenses consistía  en aniquilar o arrinconar a las poblaciones   nativas para arrebatarles sus territorios  y entregárselos a colonos anglosajones. No   querían mezclarse con gentes de razas que  muchos de ellos consideraban inferiores. En ese sentido se expresó muy claramente  el poderoso senador de Carolina del Sur   John C. Calhoun, quien había sido anteriormente  vicepresidente, secretario de Guerra y secretario   de Estado. Calhoun había apoyado la anexión  de Texas como un medio para extender el poder   esclavista –que él defendía a ultranza–, pero,  en el trascendental debate acerca de una posible   anexión total de México celebrado en el Capitolio  el 4 de enero de 1848 se pronunció en contra con   las siguientes palabras: “Los éxitos de nuestras  armas han conquistado todas las partes contiguas   de México (...), todo lo que es deseable mantener:  esa parte cuya población es escasa (...). No tiene   precedentes ni ejemplo mantener a México  como provincia o incorporarlo a nuestra   Unión. (...) Hemos conquistado a muchas de las  tribus indias vecinas, pero nunca hemos pensado en   mantenerlas en sujeción, nunca en incorporarlas  a nuestra Unión. O bien las hemos dejado   como pueblo independiente entre nosotros, o bien  las hemos expulsado a los bosques. (...) Nunca   hemos soñado con incorporar a nuestra  Unión a nadie que no sea de raza caucásica,   la raza blanca libre. Incorporar a México sería el  primer ejemplo de incorporación de una raza india,   pues más de la mitad de los mexicanos son indios  y la otra mitad está compuesta principalmente   por tribus mixtas. ¡Protesto contra una unión como  esa! El nuestro es el gobierno de una raza blanca.   Las mayores desgracias de la América española se  deben al error fatal de colocar a estas razas de   color en igualdad de condiciones con la raza  blanca. Ese error destruyó el orden social que   formaba la base de la sociedad. Los portugueses y  nosotros mismos hemos escapado –los portugueses al   menos en cierta medida– y somos el único pueblo  de este continente que ha hecho revoluciones sin   que la anarquía las siguiera. Y, sin embargo, se  profesa y se habla de erigir a estos mexicanos   en un gobierno territorial y colocarlos  en igualdad de condiciones con el pueblo   de los Estados Unidos. Protesto rotundamente  contra semejante proyecto. (...) En toda la   historia de la humanidad, hasta donde alcanza mi  conocimiento, no hay ningún ejemplo de razas de   color civilizadas que hayan logrado establecer un  gobierno popular libre. (...) ¿Hemos de pasar por   alto este hecho? ¿Hemos de asociarnos, como  iguales, compañeros y conciudadanos, con los   indios y las razas mixtas de México? Considero que  tal cosa sería fatal para nuestras instituciones”. Los senadores demócratas aplaudieron  su discurso con entusiasmo. El senador John Clarke, de Rhode Island, fue  incluso más grosero a la hora de expresar su   opinión sobre los mexicanos: “Incorporar a una  masa tan desarticulada y degradada dentro de   nuestros derechos políticos y sociales, incluso  de forma limitada, sería fatalmente destructivo   para las instituciones de nuestro país.  Hay una pestilencia moral en esa gente,   la cual es contagiosa. Una  lepra... que nos destruirá”. ¿Y vosotros? ¿Qué opináis de la invasión  estadounidense de México? 


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De: Kadyr Enviado: 03/03/2025 21:41


 
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