La definición de Juan el Bautista acerca de su ministerio era franca y simple: "Yo soy la voz de uno que clama en el desierto" (Juan 1:23). Este siervo del Altísimo, del cual dicen las Escrituras que era el mayor "entre los que nacen de mujer," era el más bendecido de todos los profetas y un predicador de justicia reverenciado.
Las multitudes se juntaban para escuchar los mensajes de fuego que daba Juan. Muchos fueron bautizados y se hicieron sus discípulos, y aún los de la realeza vinieron bajo su influencia. Algunos pensaron que él era Cristo; otros lo consideraban ser Elías resucitado de los muertos.
Juan rehusó ser exaltado o promocionado. Él estaba carente de servirse a sí mismo, y continuamente se alejaba de ser el centro de atención. A sus propios ojos, el mayor de los profetas ni se consideraba digno de ser llamado un hombre de Dios – sino sólo una voz en el desierto, modesto, retraído, y sin interés en recibir honores o sentirse útil. A él no le importó tener un ministerio o ser "poderosamente usado por Dios." De hecho, él se consideraba indigno de aún tocar las sandalias de su Maestro. Su vida entera estaba consagrada al "Cordero de Dios que quita los pecados del mundo" (Juan 1:20).
Qué poderosa reprimenda para nosotros en esta época de preocupación del yo, de promover nuestras personalidades, de acaparar influencias, de enaltecer el ego, y de buscar honores. Juan pudo haberlo tenido todo, pero él clamó, "Es necesario que él crezca, y que yo disminuya" (Juan 3:30). Y para llegar a esa meta, Juan continuó recordándoles a todos los que lo escuchaban, "Soy sólo una voz."
El secreto de la felicidad de Juan era que su gozo no estaba en su ministerio ni en su trabajo, ni en ser útil, ni en tener influencia. Su gozo puro era estar en la presencia del Novio, escuchar su voz, y regocijarse en ello. Su gozo estaba en ver a otros, incluyendo a sus discípulos, acudiendo a Jesús, el Cordero de Dios.
La plenitud más grande que un hijo de Dios puede conocer es perder su "yo" y todo deseo de ser alguien, y simplemente regocijarse en ser un hijo o una hija que vive en la presencia del Señor Jesucristo. Estar totalmente ocupado con Cristo es lo que satisface el corazón. Juan podía pararse ahí en el río Jordán con sus ojos puestos en Jesús, y deleitarse con su presencia. Él alimentó su alma de Cristo – su corazón siempre estaba yendo hacia Él en adoración y admiración.