El orgullo
Jesús no obró en el orgullo, por más que nadie hubiera tenido más motivos para ello desde el punto de vista humano; y, si se quiere, desde el punto de vista psicológico, nadie tenía más motivos para ostentar un gran ego que el Hijo de Dios. Jesús, por contra, obró desde la humildad.
La humildad no es debilidad, ni impotencia ante otros. A veces se habla como si la humildad y la mansedumbre fueran contrarias a la virilidad (en su mejor acepción) y a las virtudes más destacadas del ser humano, siendo, al contrario, la expresión de la más alta nobleza y el mayor equilibrio que el Señor del Cielo y la tierra desplegó cuando se hizo servidor de todos.
Así pudo decir: El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate de muchos. Mateo 20:28. Jesús vino a hacerse nada, a considerarse nada, puesto que se puso al nivel de los que, con su vida, tenían que ser rescatados: al diminuto nivel del hombre extraviado.
La humildad, tan escondida por su propia naturaleza, tan menospreciada y alejada de los objetivos del hombre carnal hoy, tan denostada y criticada, no se comprende por parte de quienes sólo ven la apariencia de los hombres (y de las cosas), y jamás obtiene ser valorada como la destacada característica que requiere el perfecto discipulado.
Prácticamente nadie reconocería a la humildad como virtud esencial e imprescindible, fuente de las virtudes del discípulo. El discípulo que se esfuerza en la santificación diaria, ha de mostrar una humildad y mansedumbre relevantes en su conducta, actitud hacia Dios, y a los demás hermanos. Es, por tanto, la virtud más patente y primaria en los que desean seguir e imitar al humilde Cordero de Dios.
Ahora surgen por todos lados gentes desde dentro de la Iglesia que quieren derivar las verdades bíblicas por un solo carril; el sociológico, pero eso no es nada más que orgullo y afán de notoriedad, cosa muy alejada del verdadero ejemplo de nuestro Señor.
Rafael Marañón
Colaborador del Portal de la Iglesia Latina de Munich
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