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General: La tragedia Sobre Hiroshima 5
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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: coroza2008  (Mensaje original) Enviado: 09/08/2009 08:47
Sobre Hiroshima se han escrito cientos de libros y miles de ensayos y artículos desde unas horas después del Pikadón, nombre onomatopéyico que los japoneses le dieron al macroatentado terrorista. Toda persona sensible debe conocer, al menos, no sólo el hecho en sí, sino algunos detalles reveladores sobre aquella inmensa masacre, sobre todo de niños.
Por ello, recomiendo las obras de John Hersey (Hiroshima), Michihiko Hachiya (Diario de Hiroshima), Tadashi Isheda (A call from Hiroshima and Nagasaki), William D. Leahy (I was there), Virginia Naeve (Amigos de los Hibakushas), Kensaburo Oe (Notas sobre Hiroshima), Ralph Bard (La guerra estaba ganada antes de que usáramos la bomba atómica), William Craig (La Caída de Japón), Robert Jungk (Más brillante que mil soles), Arata Osada (Los niños de la bomba atómica), Martin J. Sherwin (Un mundo destruido) y otros más.

La obra que más me impresionó fue Day one -Día Uno-, del brillante escritor y periodista estadounidense Peter Wyden, por su estilo diáfano, elegante, directo y preciso, que cubre todo el proceso que culminó en el abominable crimen, desde los inicios del Proyecto Manhattan, las ‘causas’ que motivaron a Truman a dar la orden de que la bomba se lanzara no sobre los soldados sino los civiles; lo que sucedió en el avión ‘Enola Gay’ desde que salió de la isla de Tinian; el lanzamiento de la bomba; la conmovedora tragedia que sufrieron cientos de miles de seres humanos; lo que hizo Truman unos minutos después de recibir el cable que anunciaba el éxito total del estallido , y todo lo que sucedió después. Ningún escritor, ni siquiera los japoneses que sobrevivieron a la catástrofe en la propia ciudad, ha descrito en forma tan dramática los terribles sufrimientos de las decenas y decenas de miles de familias que vivían en Hiroshima.

Veamos algunos párrafos de lo que escribió Peter Wyden en su tan admirable obra:

--La señorita Horibe (maestra de la Honkawa, de dieciocho años de edad) salió de la escuela y, entre nubes de polvo arremolinado, espeso y oscuro, distinguió a seis niños que gemían tendidos en el terreno de juego, donde habían estado jugando al escondite. Sangraban y estaban ennegrecidos por las quemaduras. Jirones de piel colgaban de sus cuerpos. “¡Hacia el río, es la única salida! –gritó a los niños--. La misma corriente agitada del Motoyasu parecía incendiada. La mayoría de los numerosos cuerpos que pasaron flotando parecían sin vida. “¡Madre! ¡Madre! ¡Esto es el infierno en la tierra!” –gritaban los niños--. L a mayor parte de los rostros y cuerpos estaban grotescamente hinchados por las quemaduras. El rostro, la camisa púrpura y los mompei de la señorita Horibe estaban manchados de sangre. Vomitaba continuamente un extraño líquido amarillo.

--Una masa de gente ennegrecida y sangrante cruzaba el puente, la línea de la vida. Tenían el cabello erecto, ensortijado por las quemaduras. Algunos gritaban o gemían. Muchos tendían manos y brazos ante ellos, con los codos hacia fuera. Otros se apoyaban entre sí y caminaban dando traspiés porque no podían ver.

--Un padre desnudo con un bebé en brazos intentó darle agua de un grifo que todavía funcionaba, sin darse cuenta que el niño estaba muerto, y la desesperada multitud procedente de la ciudad seguía en aumento.

--Había muchos escolares que gritaban llamando a sus madres y pidiendo auxilio, y miraban implorantes a Miyoko, una escolar de doce años de edad. La niña preguntó: “¿No eres Matsubara?” El rostro estaba tan ennegrecido que Miyoko no pudo reconocerla. “¡Soy Hiroko!”, exclamo la niña, pero Miyoko no pudo oírla.

--Las personas que se encontraban en el puente ya no saltaban al río. Estaba lleno de cadáveres flotantes, recordatorio de que el agua aliviadora podía convertirse pronto en una tumba para el cuerpo debilitado.

--Una niña de unos doce años detuvo a Hamai. Con el rostro, piernas y manos gravemente quemados, suplicaba ayuda. Hamai le buscó una silla y le dijo que se sentara y estuviera quieta, prometiéndole que regresaría pronto y la llevaría al hospital. La niña sonrió y se sentó. Cuando Hamai regresó unos minutos después, la pequeña seguía sentada en la silla. Hamai trató de levantarla. Estaba muerta.

--El puente estaba cubierto de cuerpos, vivos, moribundos y muertos. Muchos supervivientes gemían pidiendo ayuda.

--En lo que había sido su casa sólo encontró cenizas, fragmentos diminutos de escombros y la cabeza ennegrecida de su esposa. Quer ía quemarla enseguida, pero no había trozos de madera lo bastante grandes para un fuego. Guardó la cabeza de su mujer en la capucha protectora en caso de bombardeos, caminó durante dos horas hasta la casa de su madre y la quemó allí.

--Al cabo de unos minutos, largas colas de gentes casi desnudas pasaron a toda prisa, con el cabello tan desordenado que a Susumu le recordaron

un coco que había visto en un libro infantil ilustrado. Las coletas de algunas niñas se habían chamuscado y permanecían rígidas y erectas como cuernos. Muchas personas chillaban y corrían como cerdos perseguidos.

--En el hospital de la Cruz Roja, que, con 400 camas, era el mayor y más moderno de Hiroshima, los pacientes advertían su presencia pintando sus nombres con los dedos empapados en su propia sangre, en las paredes del vestíbulo.

--Tampoco dio ningún resultado la búsqueda de supervivientes en la fábrica de agujas Nido, adonde el tejado metálico se derrumbó y cuarenta y oc ho obreros murieron.

--Vomitando, sufriendo diarreas debilitadoras y manchada por la lluvia negra, al fin encontró los huesos de sus abuelos.

--Algunos pacientes informaron que habían tenido hasta cincuenta deposiciones sanguinolentas en una noche. No había palanganas, y los pacientes orinaban y defecaban donde estaban tendidos. Apenas había personal para ayudar a los moribundos.

--No tenían rostro. Los ojos, narices y bocas se habían quemado y parecía como si se les hubieran fundido las orejas. Era difícil distinguir el frente de la espalda.

--“He visto depósitos de agua contra incendios llenos de muertos hasta el borde, parecía como si los hubiesen hervido vivos. Vi a un hombre que bebía el agua ensangrentada”.

--Tenían los rostros completamente quemados, las cuencas de los ojos vacías y el fluido de los ojos fundidos les corría por las mejillas.

--La diarrea sanguinolenta iba en aumento entre aquéllos que habían sufrido antes de diarr ea ordinaria.

--Nadie más corría. La calle estaba llena de cuerpos chamuscados, hinchados, que andaban arrastrando los pies, lentamente, en silencio, a veces vomitando, alejándose de las llamas, de la ciudad, brazos y manos extendidos, jirones de piel aleteando bajo el viento creciente. Taeko –un niño de 15 años—pasó junto a unos amigos de la escuela y ninguno dio señales de reconocer a los demás. Sin aliento, se detuvo y vio a un niño de unos diez años inclinado sobre una niña mucho más pequeña. “¡Mako! ¡Mako! ¡Por favor, no te mueras!” –gritaba el niño--. La niñita permanecía en silencio. “¡¿Estás muerta, Mako?!” El chiquillo acunaba en sus brazos el cuerpo de su hermanita.

--Cuando había ascendido a la mitad de la colina, Taeko, ahora con el rostro tan hinchado que sólo podía ver a través de una diminuta abertura de su párpado derecho, encontró una larga cola de heridos sentados ante un puesto de socorro de emergencia, bajo un puente colgante. Gritaban:

--“¡Mizu! ¡mizu! ¡mizu! ¡mizu! --¡Agua! ¡agua! ¡agua! ¡agua!--. Varios pedían gimiendo que les hicieran el favor de matarles.



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