Castañera en la Plaza Mayor, hacia 1945.
Aunque las buenas castañas predominan en Galicia y Asturias por su clima templado y húmedo, son un elemento más del paisaje urbano de Madrid cuando aterriza el otoño.
Es en noviembre cuando se instalan en esquinas y rincones los pequeños carritos donde se asan, además del mencionado fruto, boniatos y maíz.
Estos pequeños kioscos regentados ahora por cualquiera que tenga una licencia municipal eran, antaño, propiedad de las famosas castañeras.
Mujeres con demasiados años a las espaldas que, curtidas por el frío, ofrecían al viandante el manjar otoñal envuelto en cucuruchos de papel.
Su alegría en el arte de vender hacía que estas humildes señoras fueran conocidas en las zonas donde acampaban provistas del hornillo, el puchero y el saco de castañas.
Ese olor inconfundible a invierno y el calor de la parrilla era un reclamo para el que, aterido por el frío, buscaba un tentempié para entrar en calor.
Las castañeras eran mujeres maduras que año tras año buscaban un refugio donde guarecerse los meses más crudos del invierno para vender castañas al madrileño a cambio de unas pocas monedas.
Arropadas para soportar las bajas temperaturas volteaban, una y otra vez, las castañas crujientes y saltarinas. Siempre listas para el cliente.
Ya en el S. XIX existía esta figura.
Era conocida una tal Geroma, que tenía su puesto en el Rastro, aunque a veces se trasladaba a la Puerta del Sol.
Han sido protagonistas de sainetes y obras de teatro.
Y con el paso del tiempo, esta amable imagen costumbrista del Madrid más castizo se ha ido transformando.
Pero lo importante es que la tradición de degustar castañas asadas mientras se pasea por la capital sigue estando presente en nuestros días.