Don
Pedro vivía, desde sus tiempos de estudiante, en una casa de Madrid
donde atendía la portería un encantador matrimonio al que profesaba
auténtico afecto.
Falleció la mujer, y a los pocos días el marido, más de pena que de enfermedad pues era un matrimonio profundamente enamorado.
El
hijo de los porteros se dirigió a don Pedro, muy afectado tras la
muerte de sus padres, y le pidió que redactara un epitafio para honrar
su memoria.
Del corazón de Muñoz Seca surgieron estos versos:
FUE TAN GRANDE SU BONDAD,
TAL SU GENEROSIDAD
Y LA VIRTUD DE LOS DOS
QUE ESTÁN, CON SEGURIDAD,
EN EL CIELO, JUNTO A DIOS.
Corría
mil novecientos veintitantos y, en aquella época, era preceptivo que la
Curia diocesana aprobara el texto de los epitafios que habían de
adornar los enterramientos. Así que don Pedro recibió una carta del
Obispado de Madrid reconviniéndole a modificar el verso, puesto que
nadie, ni siquiera el propio Obispo de la diócesis o el Santo Padre,
incluso, podían afirmar de un modo tan categórico que unos fieles
hubieran ascendido al cielo sin más.
Don Pedro rehizo el verso y lo remitió a la Curia, del modo siguiente:
FUERON MUY JUNTOS LOS DOS,
EL UNO DEL OTRO EN POS,
DONDE VA SIEMPRE EL QUE MUERE,
PERO NO ESTÁN JUNTO A DIOS
PORQUE EL OBISPO NO QUIERE.
Nueva
carta de la Curia. El Obispo, tras recriminar al autor lo que cree -con
toda la razón del mundo- una burla y un choteo de Muñoz-Seca, le exige
una rectificación ya que no es el Obispo el que no quiere, pues ni
siquiera es voluntad de Dios. Él no decide nuestro futuro, sino que es
nuestro libre albedrío el que nos lleva al cielo o no.
Así
que don Pedro remata la faena, escribiendo un verso que jamás se colocó
en enterramiento alguno porque la Curia jamás le contestó:
VAGANDO SUS ALMAS VAN,
POR EL ÉTER, DEBILMENTE,
SIN SABER QUÉ ES LO QUE HARÁN,
PORQUE, DESGRACIADAMENTE,
NI DIOS SABE DÓNDE ESTÁN.
(D.A)