Han Pasado Veinte Años
Aún hoy la recuerdo, después de veinte años.
Tenía
el rostro ovalado, con tez tersa y ligeramente bronceada; ojos oscuros y
redondos. El cabello negro le caía liso enmarcando su cara; de estatura
mediana, proporcionada.
Cuando me cruzaba con ella, me devolvía el saludo con una sonrisa, que le iluminaba el semblante.
Una extraña química o quizás fuera pura energía, hacía que experimentara una fuerte atracción, que intuía mutua.
Siempre,
al alejarse, me quedaba contemplando sin pudor su contoneo. Casi nunca
intercambiamos palabras, salvo las habituales de un saludo entre
vecinos.
Yo
le doblaba en edad; además, era pariente de una familia, con la cual la
mía, había tenido desavenencias por una disputa en los límites de un
lote en que coincidían las propiedades.
Ese
rencor, en mi niñez, era ya centenario y comentado habitualmente entre
los mayores. Ante el menor roce entre las familia, salía a la superficie
las llagas no cerradas, e indisimuladas pullas se lanzaban por encima
de la medianera.
Esta situación no impedía, que entre nosotros, circulara una secreta corriente de simpatía.
Estando
consciente del rechazo que provocaría la sola insinuación de tener un
abierto idilio o acercamiento entre nosotros; fue el motivo por el cual
nunca le hablé de mis sentimientos, de mis deseos de abrazarla, o de
acariciarla.
De cualquier modo hubiera sido inútil, porque también de parte de su familia hubiera surgido el rechazo espontáneo.
Habiendo
transcurrido un largo tiempo sin verla, me carcomía la impaciencia por
saber algo de ella. Fue así, que mordiendo mi orgullo, me animé a
preguntar por su destino a un allegado, ajeno a ambas familias.
Los
míos, extrañaron de mi repentina depresión, pues mi alma colapsó; y me
vi arrastrado hacia los más negros pensamientos; perdí el apetito,
adquirí la costumbre de deambular toda la noche en inacabados insomnios.
El mero hecho de dormir me arrastraba a pesadillas sin nombre, donde
despertaba cubierto de sudor y con la respiración anhelante.
Durante todo el tiempo que no la había visto, era porque estuvo aquejada de un raro mal internada en un hospital.
En
mi interior sospeché, amargado, que tal vez fuera por mi comportamiento
cobarde y pensando que le era indiferente, se dejó morir, sin resistir,
sin esperanzas.
Desfallezco por haber sido tan medroso para enfrentar a mi familia y gritarles lo que bullía en mi corazón.
Hoy
hace veinte años que ya no la veo y es como si recién la perdiera.
Cuento los días torturado en la soledad de mi habitación, con los brazos
vacios y lleno de fantasmas, que me corroen y me quitan el gusto de
vivir.
Cuento
las horas en que, cerrando por fin mis ojos hacia la eternidad, podré
encontrarla y decirle, que en todo este tiempo, en mis plegarias sólo
pedía: que fuera lo más pronto posible.
d/a