Él es el Gran Hacedor[1]. Su obra es la Naturaleza, inmensa, variada y plena de belleza y su criatura más preciada, el hombre, al que le dio por morada su obra, para que en ella se desenvuelva y respetándola la mantenga.
Él es el Gran Consentidor[2], pues a sus hijos, los seres humanos nos acepta tal y como somos, con aciertos y con fallos. Éstos porque sabe que estamos inmaduros y en nuestro caminar aprendemos y los aciertos porque manifiestan que algo ya aprendimos. Nos ama de igual manera, tanto cuando acertamos, como cuando erramos.
Él está fuera del espacio y del tiempo. Pero nos permite vivir en el lugar que nos rodea, para hacerlo más plácido y en el tiempo de nuestra vida para buscarle un sentido.
Él es el sin límites, pero acepta los nuestros hasta que por tales los tengamos y dejen de ser ciertos.
Él es la presencia discreta, callada y constante. Tan sutil y ligera que pasa inadvertida para una mayoría de sus hijos, pero tan constante y continúa que cuando lo buscas lo encuentras.
Él habla en la mirada del niño,
en la sonrisa del joven,
en la espera de la madre,
en la palabra del anciano,
en el crepúsculo rojizo de una tarde en las Tablas[3],
en el volar de las aves,
en la mirada certera del águila,
en la soberbia presencia del toro,
en el grácil correr de la gacela,
en el poder creativo de la semilla,
en la delicadeza de la rosa,
en la sazón de la fruta,
en el rico material de la cantera,
en la veta de la mina,
en la energía potencial de un salto de agua,
en la fuerza vivificadora del sol,
en el girar de electrones,
en la fuerza contenida en el núcleo de la partícula más pequeña, el átomo.
No hay nada en el mundo que carezca de su esencia, pues está fundido en lo más sublime y en lo más sencillo.
Dios duerme en los minerales, sueña en los vegetales, siente en los animales y despierta en el hombre.
[1] Todo lo ha hecho o creado.
[2] Consiente. Nos deja elegir.
[3] Parque Nacional, donde se contemplan los bellos atardeceres de la Mancha. Situado en Daimiel.