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General: INTERIOR Y EXTERIOR: (I y II)
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De: Evaristo (Mensaje original) |
Enviado: 04/10/2011 14:46 |
"¿Cuántas personas son conscientes de que en los lugares donde se encuentran, las paredes, los objetos, todo está impregnado con sus emanaciones? Es el lado mágico de la presencia: cada cual deposita sobre lo que le rodea, capas que son buenas o malas conductoras de las influencias celestiales. Si proyecta constantemente pensamientos, palabras y sentimientos negativos, los objetos, como imanes, atraen ciertas corrientes oscuras y nocivas que circulan en el universo. Y lo contrario también es cierto: si alberga en sí pensamientos y sentimientos de sabiduría y amor, si pronuncia palabras vivificantes, deposita buenos fluidos en los objetos que se convierten en conductores de luz, alegría y salud. Así pues, cuando estéis en casa, aprended a tocar los objetos con amor, a bendecirlos pidiendo a las entidades celestiales que vengan a ocuparlos. Decid: «Espíritus de la luz, de la pureza y de la verdad, os consagro estos objetos. Que sean vuestra morada.» Sentiréis pronto cómo la atmósfera a vuestro alrededor se vuelve viva, vibrante."
Omraam Mikhaël Aïvanhov
HERMANN HESSE
(Escrito en 1920)
INTERIOR Y EXTERIOR:
Friedrich era un hombre dedicado a la especulación espiritual que poseía toda clase de conocimientos. Pero para él no todos los conocimientos eran iguales, ni un concepto valía tanto como otro, sino que era sobre todo adepto de un determinado modo del pensar, en tanto que despreciaba y detestaba otras formas del pensamiento. Lo que él amaba y reverenciaba sobre todas las cosas era la lógica, ese método superior, y luego en general lo que él denominaba CIENCIA.
“Dos más dos son cuatro”, solía decir, “en eso creo y el hombre debería desarrollar todo su pensamiento partiendo de esta verdad”.
Desde luego que no se le ocultaba que existían otras formas del pensar y del conocimiento, pero aquello no era ciencia, y por lo tanto las despreciaba. Aunque librepensador, no era intolerante en materia de religión. Esta actitud espiritual descansaba en un tácito acuerdo con lo científico. La ciencia, desde muchos siglos atrás, había abarcado todo lo que existía sobre la tierra y merecía ser conocido, con excepción de un solo objeto: el alma humana. Si bien no consideraba que fuera cosa digna de ser tomada en serio el abandonar el alma humana a la religión y a sus especulaciones, se había hecho en él una costumbre el conceder a este hecho cierta validez, de manera que, respecto de la religión, Friedrich guardaba una actitud tolerante, pero odiaba profundamente todo cuanto llevara el sello de la superstición. Bien podía existir un pensamiento místico o mágico en pueblos extranjeros, no civilizados y atrasados, o en una remota antigüedad..., pero desde que existían la ciencia y la lógica, semejantes cosas habían perdido toda validez y no había porqué emplear esos elementos envejecidos y dudosos. Así afirmaba Friedrich, y verdaderamente así lo pensaba; de manera que cuando en los círculos que frecuentaba reconocía algún rastro de superstición, se irritaba y se sentía inquieto como ante algo hostil.
Pero su irritación no reconocía límites cuando encontraba tales huellas en hombres que estaban a su altura intelectual, en hombres ilustrados, a quienes eran familiares los fundamentos del pensamiento científico. Y nada era para él más doloroso e insoportable que aquella infame doctrina que recientemente expresaban y discutían a veces, aun hombres de instrucción superior: la absurda teoría de que “el pensamiento científico tal vez no fuera” el modo de pensar supremo, intemporal, eterno, inconmovible y predeterminado, sino uno de los tantos modos de pensar, modo temporal, no exento de sufrir cambios y aun de perecer. Esa indigna, venenosa, aniquiladora teoría, tenía existencia y el propio Friedrich no podía negar que se daba aquí y allá, en un mundo de miseria, trastornado por la guerra, la ruina y el hambre, y que surgía como una advertencia, como una fórmula del oráculo, escrita por blanca mano en blanca pared.
Cuanto más sufría Friedrich a causa de semejante teoría, que tan hondamente conseguía inquietarlo, con tanta mayor pasión la combatía y combatía también a todo sospechoso de profesar secretamente tales creencias. Porque, a decir verdad, hasta ese momento, fuera del círculo de la gente verdaderamente ilustrada, sólo muy pocos conocían exactamente la nueva doctrina, doctrina que, ganando cada vez mayor número de adeptos y poder, parecía destinada a aniquilar toda la cultura espiritual del mundo, y sumir a éste en el caos. Ahora bien, todavía no se había llegado muy lejos a este respecto. Los pocos que públicamente se confesaban adeptos al nuevo modo de pensar, bien podían ser considerados como hombres caprichosos, de una originalidad extravagante. Sin embargo, una gota de aquel veneno, una difusión de semejantes pensamientos, se percibía de pronto aquí, de pronto más allá. Por ejemplo, bien podía advertirse que entre la gente del pueblo y entre los ilustrados a medias existía un sinnúmero de nuevas doctrinas, enseñanzas secretas, sectas y prosélitos; el mundo estaba lleno de tales cosas; por todas partes se percibían huellas de superstición, mística, culto de los espíritus y otras potencias tenebrosas, que era menester combatir a toda fuerza, pero ante las cuales la ciencia, sintiéndose íntimamente débil, guardaba por el momento prudente silencio.
Un día, Friedrich se llegó hasta la casa de uno de sus amigos, con el cual había realizado, en otra época, muchos estudios. Hacía ya bastante tiempo que no veía a aquel amigo. Mientras subía la escalera de la casa, trató de recordar cuándo y dónde había visto por última vez al amigo que ahora iba a visitar, pero a pesar de la buena memoria de que siempre se jactaba, en esta oportunidad no pudo recordar lo que deseaba. Por eso, a medida que subía, se sintió presa de cierta desazón e irritación, de las que tuvo que arrancarse por la fuerza al llegar junto a la puerta.
Apenas hubo saludado a Erwin, su amigo, advirtió que en el rostro cordial de éste había una sonrisa como de indulgencia y consideración, que le parecía no haber visto nunca antes en él. Y apenas hubo visto aquella sonrisa, cuando, a pesar de su cordialidad, Friedrich sintió inmediatamente como algo hostil o burlón, y recordó de pronto lo que pocos instantes antes había buscado en vano en su memoria; recordó que su último encuentro con Erwin había tenido lugar mucho tiempo atrás, y que en aquella ocasión se habían separado, si bien no reñidos, sí en cambio con cierto disgusto interior y falta de acuerdo en sus opiniones, porque Erwin, según le había parecido, no apoyaba sino muy débilmente los ataques que él llevara a cabo contra el imperio de la superstición.
Era extraño! ¡Cómo había podido olvidarse tan enteramente de aquello! Y ahora vino a recordar también que si en todo aquel largo tiempo no había ido a visitar a su amigo, ello se debía únicamente a ese desacuerdo y que, por eso mismo, siempre se había alegado una multitud de otros motivos para diferir una y otra vez la visita que estaba haciendo.
Ahora se encontraban los dos frente a frente y a Friedrich le pareció que el abismo que antes los separara, si bien no muy profundo, se había hecho con el tiempo desagradablemente hondo. Según le parecía sentirlo, entre él y Erwin faltaba en ese momento algo que siempre antes los había unido, ese aire de estar haciendo cosas en común, de comprensión inmediata; sí, hasta faltaba la recíproca inclinación. Lo que había en cambio era un vacío, un abismo, algo extraño que se interponía entre ellos. Después de saludarse, comenzaron a hablar de la estación del año, de los conocidos, de su respectiva salud, y Dios sabría por qué, a cada nueva palabra que se pronunciaba, Friedrich sentía la angustiosa sensación de no comprender enteramente lo que el otro decía, y a su vez de no ser comprendido correctamente; veía que sus palabras se le escurrían y que el terreno que cada uno pisaba era distinto, lo cual hacía que faltara una base común sobre la que pudiera sostenerse una correcta conversación. Por lo demás, del rostro de Erwin no se borraba un instante aquella cordial sonrisa que Friedrich ya comenzaba casi a odiar. En una de las pausas que sobrevinieron en la trabajosa conversación, Friedrich miró en derredor de sí aquella tan conocida habitación de estudio de su amigo, y en una de las paredes vio, fijada con un clavo, una hoja de papel. El ver aquella hoja lo conmovió singularmente y despertó en él antiguos recuerdos, pues en seguida comprendió que aquello respondía a una antigua costumbre de Erwin, quien desde hacía mucho tiempo, desde la época en que era estudiante, de cuando en cuando fijaba a las paredes la sentencia de algún pensador o los versos de algún poeta, para tener aquellas cosas ante la vista y recordarlas continuamente. Se puso de pie y se acercó a la pared para leer lo que había escrito en aquella hoja.
Entonces leyó estas palabras, escritas con la bonita letra de Erwin: "Nada es exterior, nada es interior, pues lo que es exterior es interior."
Se quedó un instante de pie, inmóvil, mientras su rostro palidecía intensamente. ¡Ah, era eso! ¡Allí estaba frente a lo más temido! En otra época, sin duda, no habría asignado ninguna importancia a aquella hoja de papel, la habría tolerado con indulgencia, considerándola un capricho, una afición inofensiva y, en última instancia, permitida, tal vez como cierto sentimentalismo que era menester disculpar. Pero ahora era otra cosa. Friedrich sentía que aquellas palabras no habían sido escritas respondiendo a un fugaz impulso poético; por un capricho Erwin no habría retornado a aquella costumbre de su juventud, después de tantos años. Lo que allí estaba escrito, como testimonio de aquello a lo que su amigo entregaba su tiempo, era mística. Erwin era un renegado de la ciencia.
Por último, Friedrich se volvió lentamente hacia Erwin, cuya sonrisa volvió a resplandecer clara y amistosa.
-¡Explícame esto! -lo apremió.
Erwin asintió con un movimiento de cabeza lleno de cordialidad.
-¿Es que nunca habías leído esta sentencia?
Por supuesto que sí! -exclamó Friedrich-. Desde luego que la conozco. Eso es mística; es gnosticismo. Tal vez sea poético, pero...Sin embargo, te ruego que me expliques esa máxima, y, sobre todo, por qué la has pegado en la pared.
Lo haré con mucho gusto -dijo Erwin-. Esa máxima es una suerte de introducción a una teoría del conocimiento de la que me ocupo hace algún tiempo y a la cual ya debo muchas satisfacciones.
Friedrich dominó su malhumor. Al cabo de un instante preguntó:
-¿Se trata de una nueva teoría del conocimiento? ¿Es que la hay? Y ¿cómo se llama?
¡Oh! -replicó Erwin -; nueva sólo lo es para mí. Ya es muy antigua y venerada. Se llama magia.
La palabra había sido pronunciada. Ante aquella abierta confesión, Friedrich, profundamente sorprendido y espantado, sintió en la persona de su amigo, frente a frente, la odiada y terrible presencia de su enemigo primario. Guardó silencio por un largo rato. No sabía si estaba próximo a llorar o a estallar de cólera; la sensación de una pérdida irreparable colmaba amargamente su corazón. Siguió callado.
Luego comenzó a decir con una entonación artificialmente burlona de la voz:
-¿entonces quieres convertirte en un mago?
-Sí -dijo Erwin, sin el menor titubeo.
-Una especie de encantador, ¿no es así?
-Desde luego.
Friedrich tornó a quedarse callado. Tanto era el silencio que podía oírse el tictac del reloj de la habitación contigua. Luego, Friedrich volvió a hablar.
-¿Sabes que con esto pierdes todo lazo con la ciencia seria..., y también conmigo?
Espero que no sea así -repuso Erwin-; pero si tuviera que ser como tú dices...,¿qué otra cosa podría hacer yo?
Friedrich, estallando de indignación, gritó:
-¿Qué otra cosa podrías hacer? Romper con estos juegos de niños, con esta creencia triste e indigna en la magia; romper total y definitivamente con todo esto. Eso es lo que tienes que hacer si quieres conservar mi estimación.
Hablas -dijo en voz tan baja que la enojada de Friedrich aún parecía resonar en la habitación mientras Erwin hablaba-, hablas como si esto dependiera de mi voluntad, como si me fuera posible elegir, Friedrich. Pero no es así; no se me ofrece ninguna posibilidad de elegir. No soy yo quien eligió a la magia sino que ella me eligió a mí.
Friedrich suspiró profundamente y luego dijo con trabajo:
-Entonces, adiós.
Y se levantó sin ofrecer la mano a su amigo.
-No te vayas así -exclamó Erwin en voz muy alta-.
No, no debes apartarte de mí en estas condiciones. Suponte que uno de nosotros es un moribundo (y así es efectivamente) y que tenemos que despedirnos.
-Pero ¿quién de nosotros dos, Erwin, es el moribundo?
-Hoy lo soy yo sin duda, amigo mío. El que aspira a un nuevo nacimiento tiene que estar pronto a morir.
Friedrich se acercó de nuevo a aquella hoja de papel y leyó la sentencia referente a lo exterior y lo interior.
-Está bien, pues -dijo por fin-. Tienes razón; de nada vale que nos separemos enojados. Haré lo que dices y supondré que uno de nosotros está en trance de muerte. También yo podría ser el moribundo. Antes de despedirnos quiero rogarte un último favor.
-Así me gusta -dijo Erwin-. Dime, ¿qué puedo hacer para demostrarte mi cariño en esta despedida?
-Repito la pregunta que ya hice y que es al propio tiempo el favor que te pido: explícame esa sentencia lo mejor que puedas.
Erwin se quedó unos instantes meditando y luego dijo:
-Nada es exterior, nada es interior. Tú bien conoces el sentido religioso de esta afirmación: Dios está en todas partes; está en el espíritu y también en la naturaleza. Todo es divino porque Dios es el Todo. Antes llamábamos a esto panteísmo. Luego está el sentido filosófico de esa afirmación: la separación de lo interior y de lo exterior es habitual a nuestro pensamiento, pero no tiene un carácter necesario. A nuestro espíritu le queda la posibilidad de retirarse detrás de estos límites, que nosotros mismos hemos creado, y de ir más allá. Ir más allá de esta oposición sobre la que se funda nuestro mundo, y encontrar otros conocimientos, enteramente nuevos. Pero, querido amigo, tengo que confesarte que, desde que cambié mi modo de pensar, ya no existe para mí ninguna palabra de valor unívoco, ninguna sentencia de significado unitario, sino que cada palabra tiene decenas, centenares de significaciones. Y aquí precisamente comienza lo que tú temes: la magia. |
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Friedrich frunció el ceño y quiso interrumpirlo, pero Erwin, mirándolo bondadosamente, prosiguió diciendo con voz más clara:
-permíteme que te dé un ejemplo. Lévate algo mío, cualquier objeto, y obsérvalo un poco, pero con cuidado; entonces, pronto la sentencia referente a lo interior y a lo exterior te revelará uno de sus múltiples sentidos.
Erwin miró en torno de sí, cogió de una repisa una diminuta figurilla de arcilla de brillante barniz y se la dio a Friedrich, diciéndole:
-Llévate esto como obsequio mío de despedida. Cuando este objeto, que ahora te pongo en la mano, deje de ser fuera de ti y sea en ti, vuelve a verme. Pero si este objeto sigue siendo fuera de ti, tal como es ahora, la despedida será entonces definitiva.
Friedrich quería aún decir muchas cosas, pero Erwin le tendió la mano y le dijo adiós con un gesto tal que no admitía ya ninguna palabra más.
Friedrich se marchó, bajó por la escalera (¡cuánto tiempo había pasado desde que subiera aquella misma escalera!), salió a la calle y se dirigió a su casa llevando en la mano aquella figurilla de arcilla, desconcertado y sintiéndose infeliz. Al llegar a su casa, se detuvo un instante ante la puerta, agitó, con rabia reconcentrada, el puño en el que llevaba el regalo de su amigo y sintió grandes ganas de hacer añicos contra el suelo aquel ridículo objeto. Sin embargo, no lo hizo. Se mordió los labios y se metió en la casa. Nunca se había sentido tan irritado, tan atormentado por encontradas sensaciones.
Buscó un lugar para colocar el obsequio de Erwin y por último puso la figulina en el estante superior de una biblioteca, donde quedó parada.
Durante el cuarto del día, la miró Friedrich cavilando sobre ella y sobre su procedencia, y también meditando acerca del sentido que tenía para él aquel ridículo objeto. Representaba la imagen de un hombre, de una divinidad o ídolo de dos rostros, como el dios Jano de Roma; estaba hecha de arcilla; era de factura bastante tosca y se hallaba cubierta con un barniz vitrificado a fuego, un tanto agrietado. Aquella estatuilla no era sin duda trabajo de los romanos o de los griegos, sino que más bien habría sido hecha en algún pueblo más atrasado del África o de las islas de los mares del Sur. En los dos rostros de la figulina, que eran completamente iguales, flotaba una sonrisa ahogada, pesada, que casi semejaba una mueca..., resultaba justamente repugnante el modo con que el idolillo aquel prodigaba de continuo su necia sonrisa.
Friedrich no pudo acostumbrarse a la estatuilla; le era completamente repugnante y desagradable; lo molestaba, le trababa sus pensamientos. Ya al día siguiente la retiró del estante y la colocó sobre la repisa de la chimenea, y al otro día la puso sobre un armario. Pero siempre la tenía ante sus ojos, como si el idolillo, proyectándose hacia adelante, le sonriera fría y torpemente, convirtiéndose en algo importante que exigía que se le considerase. Al cabo de dos o tres semanas, la colocó por fin en el vestíbulo, entre unas fotografías de paisajes italianos y otros pequeños objetos de recuerdo que estaban allí hacía tiempo y que nadie miraba nunca. A partir de aquel momento, por lo menos Friedrich sólo vio al ídolo en los momentos en que salía de la casa o entraba en ella, momentos en los cuales pasaba rápidamente, sin acercarse nunca a observar la estatuilla. Pero aún en aquel lugar seguía molestándole el objeto, sin que él mismo quisiera confesárselo.
Con aquel pedazo de barro cocido, con aquel engendro bifronte, habían entrado en la vida de Friedrich el disgusto y el tormento.
Un día, al volver a su casa después de realizar un corto viaje, al cabo de algunos meses -ahora de cuando en cuando solía hacer breves excursiones, como si algo lo impulsara, incansablemente, a ir de un lado a otro-, pasó por el vestíbulo, donde lo recibió la criada, y leyó algunas cartas que habían llegado durante su ausencia. Pero se sentía inquieto y distraído como si hubiera olvidado algo muy importante, no le atraía la lectura de ningún libro, no se sentía cómodo en ninguna silla. Entonces comenzó a sondearse, procurando recordar en qué momento repentino le había acometido ese desasosiego. ¿Había descuidado algo importante? ¿Había tenido algún disgusto? ¿Comido algo dañoso? Meditando y buscando en su interior, vino a darse cuenta de que esa molesta sensación había hecho presa de él al entrar en la casa, en el vestíbulo. Al punto corrió hacia allí y mecánicamente su primera mirada buscó la figurilla de arcilla.
Un singular estremecimiento le recorrió la piel cuando comprobó que el idolillo no estaba en su lugar habitual. Había desaparecido, faltaba de allí. ¿Es que se habría marchado con sus piernecillas de arcilla? ¿Se habría volado? ¿Algún encantamiento lo habría invocado para que acudiera al lugar de donde había venido?
Pero Friedrich se recobró en seguida, sonrió, y meneando la cabeza con gesto de desaprobación, se reprochó sus temores. Comenzó entonces a buscar con calma por toda la habitación. Como no encontrara la figura de barro cocido, llamó a la criada. Ésta se presentó un tanto turbada y confesó en seguida que aquel objeto se le había caído de las manos mientras hacía la limpieza del vestíbulo.
¿Y dónde está ahora?
Ya no estaba allí. Aquella cosita parecía tan sólida, pues muchas veces la criada la había tenido en sus manos, y sin embargo se había estrellado contra el suelo en innumerables añicos, y ya no era posible repararla; la criada había llevado los pedacitos al taller de un alfarero, que rompió a reír cuando se le propuso que recompusiera la figulina. Entonces la muchacha la había tirado.
Friedrich hizo que la criada se retirara: él se quedó sonriendo. Nada tenía que objetar a eso. No había que lamentar la pérdida del idolillo, sino que, por el contrario, ahora que aquella monstruosa figura ya no estaba allí, él volvería a gozar de su tranquilidad de antes. ¡Si el primer día hubiera hecho mil pedazos aquel objeto! ¡Cuánto había tenido que sufrir durante ese tiempo, a causa de él! ¡Qué extraña, qué cargante, qué taimada, maligna y demoníaca manera de sonreír tenía aquel ídolo! Ahora que ya no estaba allí, Friedrich podía confesárselo: había temido; sí, real y verdaderamente había temido a aquel dios de barro. ¿No era acaso un símbolo y signo de todo lo que para Friedrich era intolerable y repugnante? ¿No era símbolo de todo lo que consideraba nocivo, hostil, y merecedor de ser combatido? ¿No era signo de todas las supersticiones, tinieblas y violencias de la conciencia y del espíritu? ¿Es que no representaba esa figura aquel lúgubre poder subterráneo que a veces se sentía minar el terreno de la cultura, hacer estremecer la tierra y determinar la decadencia de la cultura y la amenaza de un caos? ¿Acaso esa vil figulina no le había robado a su mejor amigo?...No, no sólo robado, lo había convertido en enemigo suyo. Y ahora aquel objeto ya no estaba en su casa. Había desaparecido. Estaba destruido. Había muerto. Era mejor que si él mismo lo hubiera hecho añicos.
Y así pensando y diciendo, Friedrich tornó a sus habituales ocupaciones de antes. Pero pesaba sobre él como una maldición. Ahora, cuando precisamente se había acostumbrado en cierto modo a aquella ridícula figura, ahora que se le había hecho familiar su vista, en el lugar acostumbrado de la mesa del vestíbulo, y poco a poco se le iba convirtiendo en algo indiferente, ahora comenzaba a atormentarlo su ausencia. Sí, sentía que le faltaba esa estatuilla; cada vez que atravesaba el vestíbulo no veía en aquel lugar en que antes había estado, más que el vacío, que irradiaba vacío y llenaba toda la habitación con algo extraño y rígido.
Malos, muy malos días y peores noches comenzó a vivir Friedrich. Ya no podía atravesar el vestíbulo sin pensar en el ídolo de dos rostros, sin echar de menos su falta, sin sentir que sus pensamientos estaban ligados a aquella figulina. Y eso se le hacía inevitable y atormentador. Con el correr del tiempo no sólo al cruzar aquel vestíbulo se sentía poseído de semejante obsesión; no, así como aquel lugar de la mesa vacía irradiaba vacío, del mismo modo ese pensamiento que lo dominaba en su interior se irradiaba y extendía lentamente, eliminando todos los demás y llenándolo todo también allí de algo extraño y vacío.
Una y otra vez se representaba en su imaginación con toda claridad aquella figulina, para convencerse de que era realmente insensato lamentarse de su pérdida. Se la representaba en su absurda fealdad bárbara, con aquella sonrisa vacua, o tal vez también taimada, con aquellos dos rostros absurdos...Y hasta llegó a ocurrir que Friedrich, cual obedeciendo a un secreto impulso, procuraba imitar, torciendo su boca, aquella detestable sonrisa. Le preocupaba la cuestión de establecer si verdaderamente los dos rostros de la figulina eran perfectamente iguales. ¿No tenía uno de ellos, en virtud tal vez no sólo de una rugosidad o aspereza o de una saltadura del barniz, una expresión algo distinta del otro? ¿No tenía, uno de sus rostros, algo de interrogante? ¿Algo de la esfinge? ¡Y qué lúgubre y también extraño era el color del barniz! Era verde, pero también azul y gris, con algo asimismo de rojo, un barniz que ahora encontraba él con frecuencia también en otros objetos, en el brillo de una ventana al sol, en el reflejo del empedrado húmedo de una calle.
El pensamiento de aquel barniz no lo dejaba ni un instante; hasta por las noches pensaba en él. Se le ocurrió que esa palabra barniz era extraña, singular, de sonido desagradable, hostil, casi maligno. Friedrich daba en descomponer la palabra, en separarla en sílabas y letras y, con odio, volvía a recomponerla cambiando la posición de las letras. La palabra barniz se le transformó en Rusalg.(Nota del Traductor: en alemán, barniz se dice Glasur, de ahí el anagrama Rusalg). El diablo sabrá de dónde le venía esa nueva palabra que le sonaba familiar. Sí, conocía esa voz Rusalg, y la conocía muy bien; sin embargo , la sentía hostil y fatídica, con una multitud de significaciones accesorias odiosas e importunas. Ese vocablo lo atormentó por largo tiempo. Por último vino a darse cuenta de que le hacía recordar un libro que años atrás comprara y leyera durante un viaje, libro que, habiéndolo horrorizado y atormentado, lo había no obstante fascinado secretamente. Aquel libro se llamaba La princesa Russalka . Era como una maldición...Todo lo que se relacionaba con la figulina, con su barniz, con el color azul , con el verde, con la sonrisa, era algo hostil, que punzaba, que atormentaba, que contenía veneno. ¡Y de qué modo tan profundamente singular se había sonreído Erwin, su amigo de antes, cuando le puso en las manos aquel ídolo! ¡Sí, de qué modo tan profundamente singular, tan profundamente significativo, tan profundamente hostil!
Freidrich se defendió virilmente durante muchos días, aunque sin resultado, contra ese curso obligado que tomaban sus pensamientos. Sentía con claridad el peligro...¡y no quería volverse loco! ¡No, prefería morir! La razón era necesaria, la vida no era necesaria. Una vez se le ocurrió que quizás aquello fuera precisamente el efecto de la magia, que Erwin, mediante aquella figulina, lo había sometido a un hechizo y que él mismo sucumbía como víctima por defender la razón y la ciencia contra esas oscuras potencias. Pero...¡si ello fuera así, si podía pensar como posible semejante cosa, quería decir entonces que la magia existía, que existía el encantamiento! ¡No , era preferible morir! Un médico le recomendó largos paseos a pie y baños de inmersión, y él mismo buscaba a veces distracción, por las noches, en una taberna. Sin embargo, aquello no le sirvió de mucho. Maldecía a Erwin y se maldecía a sí mismo.
Una noche, como solía acontecerle en aquellos últimos tiempos, estaba tendido en su cama, desasosegado y temeroso, sin poder conciliar el sueño. Sentía una profunda sensación de desagrado y angustia. Quería meditar, quería buscar algún alivio a su desasosiego. Quería pronunciar alguna buena sentencia, algún aforismo tranquilizador, lleno de razón, que los confortara, algo sereno y claro como la proposición de dos más dos son cuatro. Pero no se le ocurría ninguna; en cambio, a medias inconscientemente, balbuceaba letras y sílabas que paulatinamente formaban palabras en sus labios; y muchas veces dijo, sin encontrarle el menor sentido, una misma proposición breve, que de alguna manera le nacía en el interior de su espíritu. La tartamudeó para sí como para aturdirse, como para encontrar un apoyo que le ayudara a conciliar el sueño perdido, y sintió que andaba bordeando un camino estrecho, muy estrecho, junto al cual se abría el abismo.
Pero de pronto, al pronunciar en voz alta aquella proposición, las palabras tartamudeantes irrumpieron en su conciencia. Sí, conocía aquellas palabras que rezaban: ahora estás en mí. Con la rapidez del relámpago lo supo todo. Supo todo lo que aquello significaba, que se refería al ídolo de arcilla y que en aquella horrible hora nocturna se había cumplido exacta y puntualmente lo que Erwin le había predicho aquel desdichado día; supo que ahora esa figulina que despectivamente había tenido entre sus dedos ya no estaba fuera de él, sino en él. "Porque lo que es exterior es interior". Poniéndose de pie de un salto se sintió penetrado por corrientes de hielo y de fuego. El mundo giraba en torno de él y los planetas lo miraban fija y locamente. Se vistió, encendió la luz, abandonó la casa, y corrió presuroso, en medio de la noche, a la de Erwin. Al llegar a ella, vio luz encendida en la ventana de la tan conocida habitación de estudio de su amigo. La puerta de calle no estaba asegurada; todo parecía esperar su llegada. Se precipitó por las escaleras arriba, entró tambaleándose en el estudio de Erwin y apoyó las temblorosas manos en el escritorio. Erwin estaba tranquilamente sentado a la suave luz de la lámpara, con expresión pensativa y sonriente.
Al ver a Friedrich se levantó, afable, y le dijo:
-Haz vuelto. Está muy bien.
-¿Me esperabas? -susurró Friedrich.
-Te esperaba, como tú bien sabes, desde el momento en que te marchaste de aquí llevándote mi pequeño obsequio. ¿Ocurrió, entonces, lo que en aquella ocasión te dije?
Friedrich respondió en voz baja:
-Sí, ocurrió. La imagen del ídolo está ahora en mí; no puedo soportarla por más tiempo.
-¿Puedo ayudarte? -preguntó Erwin.
-No lo sé. Haz lo que quieras, pero cuéntame algo de tu magia. Dime qué hay que hacer para que el ídolo vuelva a salir de mí.
Erwin puso una mano sobre el hombro de su amigo y lo condujo hasta un sillón en el que lo obligó a sentarse.
Luego dijo, con tono amable y con una voz casi maternal, mientras miraba sonriendo a Friedrich:
-El ídolo saldrá de ti, no lo dudes; ten confianza en mí; ten confianza en ti mismo. Ya has aprendido a creer en él. Ahora aprende a amarlo. Está en tu interior, pero aún no está muerto. Para ti todavía es un espectro. Despiértalo, habla con él, pregúntale lo que quieras. ¡Porque él es tú mismo! No lo odies ya. No lo temas más. No lo atormentes...¡Cómo atormentaste a ese pobre ídolo, que, sin embargo, eras tú mismo! ¿Cómo has podido atormentarte tanto?
¿Es este el camino que lleva a la magia? -preguntó Friedrich. Estaba profundamente sentado en el sillón, como un hombre envejecido, y su voz sonó dulcemente.
Entonces Erwin dijo:
-Sí, éste es el camino, y tal vez tú hayas dado ya el paso más difícil. Ya experimentaste que lo exterior puede convertirse en interior. Para ello has tenido que situarte más allá de la oposición de los contrarios. ¡Aquello te pareció un infierno; pero aprende a conocer, querido amigo, que es el cielo! Porque, en efecto, lo que está en ti es el cielo. ¿Comprendes? Esto es la magia: lo exterior y lo interior se truecan recíprocamente. No por modo violento ni por el sufrimiento, como tú has hecho, sino libre y voluntariamente. Invoca al pasado, invoca al futuro: ambos están en ti. Hasta hoy fuiste el esclavo de tu interior. Aprende a ser su señor. Eso es la magia.
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