Nada
Alan Watts
(Del libro Nueve Meditaciones, de Alan Watts. Ed. Kairós, Barcelona, 1980)
Tengo mi casa a bordo del ferryboat "Vallejo", que está amarrado hacia el norte de Sausalito, cerca de San Francisco. Tal vez alguien piense que un ferryboat es un lugar bastante extravagante para vivir, pero a mí siempre me han gustado las extravagancias. Cuando era pequeño, la gente solía decirme: «Alan, qué extravagante eres. ¿Acaso no puedes ser como los demás?». A mí me parecía que eso era simplemente aburrido, como tener que comer todos los días la misma cosa. Y la variedad, como bien se dice, es la sal de la vida.
Algunas cosas son extravagantes porque son obvias; nadie piensa jamás en ellas. Algunos de los descubrimientos científicos más fascinantes fueron realizados por personas que pusieron en tela de juicio lo que se aceptaba como cuestión de sentido común, como esta afirmación: «Cualquiera puede ver que la tierra es plana, y todos saben que lo es». El cuestionamiento de este supuesto fundamental fue el comienzo de la geografía.
Cuando pienso en la más extravagante de todas las cosas que pueden ocurrírseme, ¿sabéis lo que es? La nada. La idea de nada es algo que ha acosado a la gente durante siglos, especialmente en el mundo occidental. En latín hay un dicho, Ex nihilo nihil fit, que significa «De la nada nada sale». En otras palabras, que no se puede sacar algo de la nada. A mí se me ocurre que esto es una falacia de proporciones tremendas, subyacente en las raíces de todo nuestro sentido común, y no sólo en Occidente, sino también en muchas partes de Oriente. Se manifiesta como una especie de terror de la nada, de menosprecio de la nada, un menosprecio de todo lo que se asocia con la nada, tal como el sueño, la pasividad, el descanso, e incluso el principio femenino, que se equipara frecuentemente con el principio negativo (aunque a la gente del movimiento de liberación femenina no le guste ese tipo de cosas, creo que cuando entiendan lo que digo, no lo objetarán). Para mí la nada -lo negativo, lo vacío- es sumamente potente. Yo no diría Ex nihilo nihil fit, sino: «No se puede tener algo sin nada».
¿Cómo empezamos, básicamente, a pensar en la diferencia entre algo y nada? Cuando digo que hay un cigarro en mi mano derecha y ninguno en mi mano izquierda, perfilo la idea de «es» -algo- y «no es» -nada-. En la base de este razonamiento se halla el contraste, mucho más obvio, entre lo sólido y el espacio. Tendemos a pensar en el espacio como nada; cuando hablamos de la conquista del espacio hay cierto elemento de hostilidad. Pero en realidad estamos hablando de la conquista de la distancia. El espacio, o lo que está entre la tierra y la luna y entre la tierra y el sol, se considera como si no fuera absolutamente nada.
Pero, para sugerir todo lo poderosa e importante que es esta «absolutamente nada» quisiera señalar que, si no tuviéramos espacio, no podríamos tener nada sólido. Sin el espacio exterior a lo sólido no sabríamos dónde están los bordes de lo sólido. Por ejemplo, si el lector puede verme en una fotografía, es porque ve un fondo, y ese fondo destaca mi contorno. Pero si el fondo no estuviera, yo y todo lo que me rodea nos perderíamos en una única masa bastante extraña. Siempre se necesita tener un fondo de espacio para ver una figura. La figura y el fondo, lo sólido y el espacio, son inseparables y siempre van juntos.
Es lo mismo que encontramos comúnmente en el fenómeno del magnetismo. Un imán tiene un polo norte y un polo sur; no hay imanes que tengan solamente un polo. Supongamos que equiparamos el norte con «es» y el sur con «no es». Se puede cortar el imán en dos pedazos, si se trata de una barra magnética, y nos quedaremos simplemente con otro polo norte y otro polo sur, con otro «es» y otro «no es», en el extremo de cada trozo.
Lo que estoy tratando de expresar en términos lógicos es que no hay una especie de lucha entre algo y nada. Todos conocemos las famosas palabras de Hamlet: «Ser o no ser, ésa es la cuestión.» Pues no; ser o no ser no es la cuestión. Porque no se puede tener un sólido sin espacio. No se puede tener un «es» sin un «no es», un algo sin nada, una figura sin fondo. Y podemos dar vuelta y decir: «No se puede tener espacio sin sólido».
Imaginemos que no hay más que espacio, espacio, espacio, espacio sin nada en él, eternamente. Pero mientras estamos imaginándolo, somos algo en el espacio. Toda la idea de que haya solamente espacio y absolutamente nada más es no sólo inconcebible, sino un perfecto absurdo, porque siempre sabemos lo que algo significa por contraste. Sabemos lo que queremos decir al hablar de blanco, por comparación con el negro. Conocemos la vida en comparación con la muerte, el placer al comparado con el dolor, arriba en comparación con abajo. Pero todas estas cosas deben, necesariamente, llegar juntas al ser. No se tiene primero algo y después nada, o primero nada y después algo. Algo y nada son dos caras de la misma moneda. Si se lima el lado de «cara» de una moneda hasta hacerlo desaparecer, el lado de «cruz» desaparecerá también. De manera que, en este sentido, lo positivo y lo negativo, el algo y la nada, son inseparables y van juntos. La nada es la fuerza en virtud de la cual puede manifestarse el algo.
Pensamos que la materia es básica para el mundo físico. Y la materia tiene diversas formas. Consideramos que las mesas están hechas de madera, tal como pensamos que los tiestos están hechos de barro. Pero un árbol, ¿está hecho de madera de la misma forma que una mesa? No, un árbol «es» madera; no está «hecho» de madera. «Árbol» y «madera» son dos nombres diferentes para la misma cosa.
Pero en el trasfondo de nuestra mente, como raíz del sentido común, está la idea de que todo lo que hay en el mundo está hecho de alguna especie de «sustancia» básica. Y, a lo largo de los siglos, los físicos han querido saber qué era eso. Es más, la física empezó como una indagación procurando descubrir la sustancia básica de la cual está hecho el mundo. Y, con todos nuestros adelantos en física, jamás lo hemos descubierto. Lo que hemos descubierto no es sustancia, sino forma. Hemos encontrado configuraciones, hemos encontrado estructuras. Cuando uno se acerca al microscopio y mira las cosas esperando ver alguna clase de sustancia, se encuentra en cambio con formas, pautas, estructuras. Se encuentra con la configuración de los cristales, y más allá de ella se encuentra con moléculas; más allá de las moléculas se encuentra con átomos y, más allá de los átomos, con electrones y protones entre los cuales hay vastos espacios. Como no podemos decidir si los tales electrones son ondas o partículas, los llamamos «ondículas».
Lo que alcanzaremos no será nunca sustancia, sino siempre una pauta, un modelo. Un modelo que se puede describir y medir, pero nunca llegamos a una sustancia por la sencilla razón de que no la hay. De hecho, decimos que algo es sustancia cuando lo vemos de manera poco clara, fuera de foco, borrosa. A simple vista nos parece simplemente un pegote en el cual no podemos distinguir ninguna forma significativa. Pero al ponerlo bajo el microscopio repentinamente vemos formas. Al quedar claramente enfocado, se muestra como forma.
Y así se puede seguir y seguir escudriñando la naturaleza del mundo sin encontrar jamás otra cosa que forma. Pensemos en la sustancia, en una sustancia básica. Uno no sabría cómo hablar de ella; aun si se la encontrase, ¿cómo se la podría describir? No se podría decir nada de una estructura que tuviese, no se podría hablar de un modelo o de un proceso que se observara en ella, porque sería un pegote primordial y absoluto.
¿Qué más hay en el mundo, además de forma? Evidentemente, entre las configuraciones significativas de cualquier forma hay espacio. Y espacio y forma van juntos como las cosas fundamentales con que tenemos que vérnoslas en este universo. Hay un dicho en el que se basa la totalidad del budismo: «El vacío no es diferente de la forma y la forma no es diferente del vacío». Permítaseme ejemplificarlo de manera muy sencilla. Cuando usamos la palabra «claridad», ¿qué queremos decir? Podríamos estar hablando de una lente o de un espejo perfectamente pulido, o de un día claro y sin bruma en que el aire es perfectamente transparente, como el espacio.
¿En qué otra cosa hace pensar la palabra «claridad»? Se piensa en una forma claramente enfocada con todos los detalles nítidos y perfectos. Es decir que la misma palabra «claridad» nos sugiere estas dos cosas, al parecer completamente diferentes: la claridad de la lente o del espejo y la claridad de la forma definida. En este sentido podemos tomar el aforismo: «Forma es vacío, vacío es forma» y, en vez de decir «es», decir «implica» o, si se prefiere, «acompaña». La forma siempre acompaña al vacío. Y en realidad no hay, en el universo entero, sustancia alguna.
La forma es, de hecho, inseparable de la idea de energía y, especialmente cuando se mueve en un área muy circunscrita, la forma se nos aparece como algo sólido. Por ejemplo, cuando se hace girar un ventilador eléctrico, los espacios vacíos entre las paletas dan la impresión de que desaparecen convirtiéndose en una mancha, y es imposible meter un lápiz -y mucho menos un dedo- en el ventilador. De la misma manera, tampoco se puede meter un dedo en el suelo, porque el suelo se mueve con demasiada rapidez. Básicamente, lo que tenemos ahí abajo es nada y forma en movimiento.
Una vez me hablaron de un físico de la Universidad de Chicago -bastante chiflado, como muchos científicos- a quien la idea de la falta de solidez, de la inestabilidad del mundo físico impresionaba de tal manera que solía usar unas enormes pantuflas acolchadas por temor de caerse a través del suelo. De manera que la idea que propicia el sentido común de que el mundo está hecho de algún tipo de sustancia, es una idea sin sentido; no hay tal sustancia, en absoluto, y lo que hay, en cambio, es forma y vacío.
La mayor parte de las formas de energía son vibración, pulsación. La energía de la luz o la energía del sonido están en una perpetua alternancia de conexión y desconexión, de on y off. En el caso de una luz muy rápida, muy fuerte, incluso con corriente alterna no se nota la discontinuidad, porque la retina conserva la impresión de la pulsación on, y la pulsación off no se puede percibir a no ser en una luz muy lenta, como la de una lámpara de arco. Exactamente lo mismo ocurre con el sonido. Una nota alta parece más continua porque las vibraciones son más rígidas que las de una nota baja. En la nota baja se oye una especie de granulosidad porque la alternancia entre el on y el off es más lenta.
Todo movimiento ondulatorio responde a este proceso y cuando pensamos en ondas pensamos en crestas. Las crestas sobresalen del lecho uniforme de agua subyacente y son lo que percibimos como las cosas, las formas, las olas. Pero no se puede tener esa intensificación que es la cresta, lo convexo, sin la des-intensificación, sin lo cóncavo, lo que llamamos el seno. Es decir, para tener algo que sobresalga debe haber algo que descienda o que retroceda. Debemos damos cuenta de que si sólo tuviéramos esta parte, la de arriba, los sentidos no llegarían a percibirla, porque no habría contraste.
Lo mismo es válido para toda la vida en su conjunto. En realidad, no deberíamos contrastar la existencia con la no existencia porque, de hecho, existencia es la alternancia de «ahora lo ves/ahora no», «ahora lo ves/ahora no», «ahora lo ves/ahora no». Y es ese contraste lo que produce la sensación de que haya siquiera algo.
Ahora bien, en la luz y en el sonido las ondas son extraordinariamente rápidas, de modo que no vemos ni oímos el intervalo que hay entre ellas. Pero hay otras circunstancias en las cuales las ondas son extraordinariamente lentas, como sucede con la alternancia del día y la noche, de la luz y la oscuridad, y con las otras, mucho más vastas, de la vida y de la muerte. Pero estas alternancias son exactamente tan necesarias para el ser del universo como lo son en los rapidísimos movimientos de la luz y el sonido, y en la sensación de contacto sólido, cuando el movimiento es tan rápido que sólo advertimos la continuidad, el aspecto de «es». Aunque ignoremos la intervención del aspecto «no es», está allí, tal como hay vastos espacios en el corazón mismo del átomo.
Otra cosa que concuerda con todo esto es la perfecta evidencia de que el universo es un sistema consciente de sí mismo. En otras palabras: nosotros, como organismos vivientes, somos formas de la energía del universo, tal como lo son las estrellas y las galaxias, y -por mediación de nuestros órganos sensoriales- este sistema de energía cobra conciencia de sí.
Pero para entenderlo así debemos volver a tomar contacto con nuestro contraste básico entre el on y el off, entre el algo y la nada, y comprender que el aspecto del universo que toma conciencia de sí, que efectúa la percatación, no se ve a sí mismo. Dicho de otra manera, que no podemos miramos a los ojos a nosotros mismos. Uno no puede observarse en el acto de observar; no puede tocarse la punta del dedo con la punta del mismo dedo, por más que se esfuerce. Por ende, en el reverso de toda observación hay un punto vacío, que está, por ejemplo, detrás de nuestros ojos desde el punto de vista de nuestros ojos. Por más que nos demos vuelta, detrás de ellos hay un vacío. Es lo desconocido. Es la parte del universo que no se ve porque está viendo.
Siempre llegamos a esta división de la experiencia en una mitad conocida y una mitad desconocida. Nos gustaría conocer, si pudiéramos, esta perpetua incógnita. Si examinamos el cerebro y la estructura de los nervios que hay detrás de los ojos, siempre estamos mirando algún cerebro ajeno. Jamás podemos mirar nuestro propio cerebro al mismo tiempo que investigamos el cerebro de otro.
Entonces, en la experiencia existe siempre este aspecto vacío. Lo que quiero decir es que el aspecto vacío de la experiencia tiene con el aspecto consciente la misma relación que tienen entre sí el principio off y el principio on de la vibración. Hay una división fundamental. Los chinos les dan el nombre de yang, el aspecto positivo, y yin, el aspecto negativo. Esto corresponde a la idea de uno y de cero. Todos los números pueden componerse de uno y de cero, como en el sistema de numeración binario que se usa para las computadoras.
Así pues, todo está hecho de on y off, de consciente e inconsciente. Pero lo inconsciente es la parte de la experiencia que hace la conciencia; así como el seno manifiesta la ola, el espacio manifiesta lo sólido, el fondo la figura. Así, todo ese aspecto de la vida que llamamos inconsciente, desconocido, impenetrable, es inconsciente, desconocido e impenetrable porque es nuestro verdadero yo. En otras palabras, el yo más profundo es el aspecto de la nada, el aspecto que no conocemos. En consecuencia, no temamos a la nada. «En la nada no hay nada que temer», podríamos decir. Pero en nuestra cultura a la gente le aterra la nada. Sienten terror de la muerte y les inquieta dormir, porque lo consideran una pérdida de tiempo. En el fondo de su mente acecha el temor de que el universo terminará por detenerse y acabar en nada, y de que todo quedará olvidado, muerto y enterrado. Pero es un miedo completamente irrazonable porque es exactamente esa nada lo que es, siempre, la fuente de algo.
Volvamos a pensar en la imagen de la claridad, aquella claridad de cristal. «Nada» es lo que hace que «algo» sea enfocado. Esa «nada», simbolizada por el cristal, es nuestro propio ojo, nuestra propia conciencia.