SAL DE LA CUEVA
“Y allí se metió en una cueva, donde pasó la noche. Y vino a él la palabra de Jehová, el cual le dijo: ¿qué haces aquí Elías?” (1 Reyes 19:9).
El valiente Elías que enfrentó solo a los 450 profetas de Baal, que oró y fuego cayó del cielo, que oró y vino la lluvia, él que corrió más rápido que los caballos del carro del rey, este mismo, cuando oyó que la reino Jezabel le buscaba para matarle, se hundió. Estaba agotado física, emocional y espiritualmente después de todo lo anterior. Había gastado sus fuerzas. Su estado físico afectó su estado anímico y se hundió: “Se fue por el desierto un día de camino, y vino y se sentó debajo de un enebro; y deseando morirse, dijo: Basta ya, oh Jehová, quítame la vida” (v. 4).
El deseo de morir es síntoma de una depresión. La causa no fue el pecado, sin el agotamiento. Temía por su vida, pues la reina quería matarle, pero si huyó para salvarse la vida, ¿por qué pide a Dios que se la quite? ¡Qué complicados somos! El Señor nos entiende y se compadece de nosotros. ¡Dios no le contestó esta oración! En lugar de matarle, le dio de comer una comida que le dio fuerzas para caminar 40 días hasta llegar al monte de Dios. Allí se escondió dentro de una cueva.
El Señor le preguntó: “¿Qué haces aquí, Elías?” Elías responde: “He sentido un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos; porque los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares, y han matado a espada a tus profetas; y sólo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida” (v. 10). El Señor le dice que salga de la cueva. ¿Por qué no puede Dios hablar con Elías mientras está dentro? Porque cuando estamos llenos de temores, encerrados en nuestra soledad y deprimidos, no podemos oírle. Nos llama a salir. Elías no salió de la cueva con las grandes exhibiciones del poder de Dios mediante el viento, el terremoto y el incendio, sino con la apacible voz del amor de Dios. Ya había visto muchos milagros; lo que necesitaba ahora era ver el tierno amor de Dios para él, personalmente, para su agotado profeta. Cuando esta pequeña, suave, cariñosa voz llegó a su alma, salió de la cueva de su depresión y cubrió la cara en adoración a Dios. Es esta amorosa voz de Dios la que nos hace salir de nuestras cuevas donde nos echamos a morir, y nos restaura.
El resto de la historia es anticlimática. Dios suple las otras necesidades del profeta enviándole a ungir a un nuevo rey que no tratará de matarle, le da un ayudante para que no esté solo, y ha guardado mucho pueblo para sí, que no adoran a Baal. Pero lo que nos llama la atención es la suavidad y ternura de Dios ministrando a su agotado siervo, dándole descanso y comida y hablando a su abatida alma. Dios le amaba.