El canto de los pájaros es indescifrable, por más que logremos, como buenos ornitólogos, identificar sus señales. De todas maneras, si hablamos de “canto” no es por simple antropomorfismo. El lenguaje no es ajeno a lo que nombra. La diferencia no está en las palabras sino en el vuelo. El canto de los pájaros es el reposo del vuelo. Un reposo que acompaña de tal manera la inquietud de esos cuerpos plumíferos que basta con observar su movimiento para percatarse del estado de alerta que mantiene en vilo la dignidad de sus cuerpos o el simple estar ahí de su reposo. Un reposo modulado por los tonos discretos de la repetición, y en exacta sintonía con el movimiento de los ojos y los orificios que guían el gesto sonoro de sus picos.
Tal parecería que el canto fuera lo que le permite a los pájaros cernir el equilibrio volátil del aire. Este equilibrio es volátil porque depende del afuera hacia dentro, y del adentro hacia fuera, como si el centro de la balanza fuese el impulso y el embate de las alas. Como si ese impulso fuese la matriz alada de Eros. Como si la música fuera el aliento del amor. Como si las alas fuesen el umbral de la luz; y los pájaros, los puntuales mensajeros de la madrugada. Como si el canto fuese la cópula silenciosa del Cielo y de la Tierra. Un “como si” que es realmente lo que acaece en el gran silencio de lo imperceptible.
Si alzar el vuelo es una proeza –basta con tener en cuenta todo lo que se juega con el despegue de los aviones y cuya invención debe todo al vuelo de los pájaros– sostenerlo y volver a posarse sobre la tierra, es una hazaña que la fuerza de la gravedad explica, pero sin despejar el asombro de su proeza.
El canto de los pájaros es un acontecimiento que celebra, más allá de la eficacia biológica de la comunicación y la supervivencia, la exuberancia de la vida. ¡Cuántas múltiples variaciones no hay en ese único canto que es el de tantos! No sólo los pájaros vuelan: ahí está el vuelo mamífero de los murciélagos. Al contrario, está también el caso del avestruz que esconde su cuello bajo tierra, y que tiene alas pero no tiene vuelo. Y de ahí el canto tristísimo de los hombres y mujeres que se olvidaron del vuelo. Desalados podrían llamárseles, dando a entender, justamente, lo que el vocablo en latín nombra como exhalare: el anhelo precipitado por conseguir algo, lo cual conduce a la pérdida del aire y, por tanto, a la incapacidad para alzar el vuelo.
De lo que no cabe duda es de que hay una oblicua compenetración musical entre el sobrevuelo de la tierra y la travesía del aire, entre el desvelo del plumaje y el despunte alado de los cuerpos; entre el vórtice de lo telúrico y el espacio abierto de los cielos; entre los intervalos del aire, la tierra, el agua y el fuego, como lo demuestra Platón en su grandiosa mitología del Timeo. O para acercarnos a aquellos tiempos que todavía son nuestros: entre La flauta mágica de Mozart y La canción de los niños muertos de Mahler. La manera en que estos dos grandes compositores incorporan en sus obras el canto de los pájaros, desde dos épocas y estilos completamente diferentes, y casi se diría que opuestos, coincide, sin embargo, con igual intensidad en el descubrimiento musical del dolor más profundo y la más despreocupada jovialidad. Así, también, por ejemplo, pero de manera inversa, compárese el hondo y solemne coro del Réquiem de Mozart con la Canción de la Tierra y la Tercera Sinfonía de Mahler. Descender a lo abismal para elevarse a lo incontenible.
¿Y cómo no tener en cuenta aquí el trasfondo mítico por el que se entrelazan la música y la poesía? ¿Acaso no es Calíope, la Musa suprema, la voz de la poesía? ¿No es por obra y gracia de las Musas que se despliega lo que Paul Valèry habrá de llamar el imperativo poético; ya que es por ellas que se ordena el canto de los poetas? Ellas, las que “alegran la mente de Zeus”, y las responsables de sostener el gozo infinito de existir, aún en medio de lo peor: el hambre, la destrucción de la vida, y la miseria. Nada casualmente en la Teogonía se evoca a las dulces hijas de la “Memoria, olvido de males y reposo de inquietudes”, y se las reconoce como las que “enseñaron a Hesíodo su bello canto”.
Quién sabe si el canto de los pájaros sirvió de referencia primordial para la creación humana del lenguaje, dando pie con ello, luego de milenios de experimentación con los linderos del placer y del dolor, la pasión erótica y el desconcierto de la muerte, a esa extraordinaria creación que es el mundo de los mitos. Quizá el canto de los pájaros llegó a ser la fuente de la inspiración, entendida ésta como transferencia de fuerza (me valgo de esta agraciada expresión de Ernest Fenollosa) que condujo a los sonidos del habla, y de ahí a la experiencia de una sensualidad regida por el anhelo de nuestros deseos. De esa manera, se podría comprender mejor la invención metafórica, no ya como un tropo o uso retórico del lenguaje, sino como la propia condición de posibilidad de lo que significa llegar a ser un animal que habla.
¿Pues qué es realmente la “inspiración” sino la música del alma? ¿Y qué es el “alma” sino la inhalación y exhalación de los cuerpos, de todos los cuerpos sin excepción, y que en los humanos toma la forma inaudita del pensamiento?
En un texto de la antigua literatura budista, el Milindapañña (también conocido como “Las preguntas del rey Milinda”), se nos narra esta conversación entre un rey griego de nombre Milinda y un sabio monje de la India llamado Nagasena: ” –Venerable, cuando yo digo “Nagasena”, ¿qué es ese Nagasena? –¿Qué usted piensa, oh Rey? –El aliento interior, el alma que entra y sale, eso, pienso yo, es “Nagasena”. –En ese caso, si el aliento que una vez sale no entra de nuevo; o bien una vez que vuelve a entrar no sale más, ¿acaso se podría decir que el hombre vive? –No, Venerable. –¿Los sonidos de la caracola que soplan en la caracola, ese soplo de los flautistas cuando tocan las flautas, esos sonidos de trompetas que soplan en las trompetas, ¿acaso vuelven a entrar a donde salieron? –No, Venerable. –¿Entonces por qué no mueren? –No soy capaz de discutir con un dialéctico como usted. Dígame, Venerable, ¿de qué se trata esto de lo cual estamos hablando? –No es de ninguna manera el alma; son las propiedades del cuerpo que se llaman la aspiración y la expiración”.
Moraleja: La pregunta por la muerte es la pregunta por la vida. Y he aquí su alegoría: Passa ave, passa, e ensina-me a passar! (“¡Pasa ave, pasa, y enséñame a pasar!” –Alberto Caeiro)