El Maine entra en la rada habanera el 25 de enero de 1898. (Foto: Autor no identificado).
Por PEDRO ANTONIO GARCÍA
Enero parecía un mes propicio para las gamberradas de los integristas, aquellos españoles fanáticos que pretendían mantener a sangre y fuego el colonialismo en Cuba. El año 1898 no fue la excepción. Ante la implantación del régimen autonómico, que daba al archipiélago antillano una farsa de autogobierno, calcando los desmanes de los voluntarios en 1869, cuando al decir de un poeta, las calles de La Habana “al salir el sol, era un reguero de sesos”, el 12 de enero de 1898 turbas de peninsulares vociferantes, encabezados por militares, provocaron grandes desórdenes en la ciudad. Atacaron órganos de prensa, destruyeron propiedades, acosaron hogares cubanos.
Los amotinados decían salvaguardar “la integridad nacional española”, subterfugio al que aún hoy día apelan algunos en la península, pero en realidad defendían sus prebendas y fueros. Varios periódicos fueron objeto de su ira: El Reconcentrado, La Discusión e increíblemente El Diario de La Marina, abiertamente pro-español, pero con un director suficientemente sagaz para comprender que le era imposible a Madrid ganar la guerra y apostaba inteligentemente a otros métodos con vistas a frustrar la insurrección independentista. Alaridos de ¡Muera la autonomía! ¡Viva Weyler!, inundaron la vía pública. Para la política apaciguadora de Ramón Blanco, Marqués de Peña Plata y capitán general de la corona en la Isla, los desórdenes significaban un duro golpe.
Increíblemente, el militar español consideraba erróneamente, como algunos historiadores peninsulares años después, que entonces se estaba generando “la descomposición en las filas enemigas y que todo hacía presagiar una paz próxima”, por lo que estas revueltas iban “a reanimar el espíritu decaído de los rebeldes”. Algo difícil de entender, ante la creciente ofensiva de Calixto García en el oriente, la reorganización de las unidades mambisas en el occidente, que mantenían un hostigamiento continuo a las fuerzas hispanas, y la permanencia de Máximo Gómez en La Reforma, vencedor de Weyler y del propio Blanco en sus fracasadas operaciones de exterminio. El Capitán General, en franco estado de depresión, acusaría ante la reina regente María Cristina a los partidarios de Wyler y el partido Unión Constitucional como los causantes del motín. La orden de Madrid fue terminante: represión con mano dura, aunque fuese contra “personas significativas y de alta posición”. Y los integristas conocieron las cárceles colonialistas. De paso, se implantó la total censura militar a la prensa.
España en llamas
En el informe del general Blanco al Ministerio de Ultramar se consignaba que solo unos 89 000 hombres, de los 300 000 que España había enviado a Cuba, estaban aptos para combatir. (Foto: Autor no identificado).
Si con 200 000 soldados y un presupuesto colosal Weyler no había podido contener la insurrección en 1896, pensar que con una España que ya había gastado hasta la última peseta y el último soldado –317 000 entre 1895 y 1897, es decir, casi toda la joven generación de la época–, se podía ganar militarmente la guerra es una abstracción sin sentido. Blanco informaba al ministro de Ultramar, Segismundo Moret, que al asumir la gobernación de la colonia, “he encontrado un ejército de cadáveres, agotados y anémicos, sin fuerzas ni para sostener el fusil”. Obligado a iniciar la repatriación de unos 5 000 hombres mensualmente, calculaba “más de 36 000 en hospitales”.
Para juntar 2 000 hombres, apuntaba, era necesario juntar 10 batallones, tan diezmados se hallaban estos. Solo se contaba con unos 89 000 hombres aptos disponibles. Preocupada con estas cifras, la reina regente María Cristina decretó el indulto de presidiarios, desertores y prófugos si prestaban servicio militar en Cuba.
Tales apreciaciones coincidían con el informe al presidente Mateo Sagasta de José Canalejas, un político español que había cambiado su condición de experimentado miembro de varios gabinetes de Gobierno por el de militar y había combatido contra los mambises en 1897. El exministro alertaba sobre la pujanza de la rebeldía en Oriente y Camagüey, incluso calificaba al este de la Isla como un “verdadero Estado de Cuba”, donde España solo ostentaba soberanía en algunas ciudades, mientras los insurrectos dominaban las principales vías de comunicación y transporte. Mencionaba en esa zona la existencia de una fuerza insurrecta de cerca de 10 000 hombres “muy bien instruidos y armados”, aparte “de un gran contingente de irregulares”. Entre los mambises, consignaba, se hallaban cientos de desertores peninsulares, armados con los mismos máuseres que les entregaron en el Ejército colonial, quienes “caían como fieras sobre sus antiguos compañeros”.
Canalejas no especificaba que esos “desertores” pertenecían a etnias ibéricas que no se sentían españolas, Tampoco mencionaba que entre Pinar del Río y la trocha Júcaro-Morón, unos 10 000 mambises desafiaban también la soberanía madrileña, como hacía por ejemplo Máximo Gómez en La Reforma.
El informe de Canalejas, por supuesto, fue desestimado en Madrid.
Los temores de Máximo Gómez
Máximo Gómez insistía que el esfuerzo cubano bastaba para liberar Cuba y no era necesaria una intervención foránea. (Foto: Autor no identificado).
En su invicto campamento de La Reforma, el generalísimo Máximo Gómez insistía que el esfuerzo cubano bastaba para liberar Cuba y no era necesaria una intervención foránea la cual solo serviría para mediatizar la guerra. Preocupado por aislados criterios que se manejaban en la emigración, le precisaría en varias cartas a Estrada Palma, entonces Delegado del Partido Revolucionario Cubano (PRC), “digo a los nuestros, no hay que apurarse, lo principal es nuestro, la Isla y el tiempo… Trabaje usted y sus compañeros con calma y sin apuros para que bien pasados los asuntos, todo salga derecho”.
También le preocupaban el expansionismo estadounidense y las noticias recibidas desde Washington. Por ello le escribiría a finales de 1897 al recién estrenado capitán general peninsular Blanco: “España no debe permitir que Cuba deba su independencia, ni poco ni mucho, a favores extraños”. Pero ni el Marqués de Peña Plata ni el Estado español consideraron tal sugerencia. En su torpe y miope orgullo colonialista, todavía soñaban con una solución “a lo Zanjón”.
El Maine surto en puerto
Al este de la trocha, mambises muy bien instruidos y armados desafiaban la soberanía española. (Foto: Autor non identificado).
La política de Reconcentración ejecutada por Weyler a partir de 1896 le había puesto al naciente imperialismo estadounidense en bandeja de plata el pretexto para una posible intervención en la Isla. Los periódicos sensacionalistas, con William Randolph Hearst a la cabeza, arreciaron desde inicios de 1897 una campaña mediática a favor de una intromisión en la contienda cubana. Para colmo la corrupción de las autoridades coloniales, al desviar hacia establecimientos comerciales habaneros parte de la ayuda humanitaria enviada por instituciones de Norteamérica a los reconcentrados, creó aún más la animadversión del pueblo estadounidense contra la monarquía ibérica.
Ya a inicios de 1898 estaban creadas las condiciones para la intervención norteña, según sus partidarios en Washington. No por gusto Hearst había enviado corresponsales a La Habana para reportar la inminente guerra. Uno de ellos, al ver que nada se producía, solicitó mediante telegrama su retorno a casa. La respuesta del magnate mediático es antológica: “Ruégole seguir allí. Dé fotografías. Yo daré guerra”.
Los desórdenes del 12 de enero le dieron al naciente imperialismo un nuevo pretexto. Un enconado debate al respecto suscitó en la Cámara de representantes norteña. La moción de reconocer la beligerancia a los mambises solo pudo ser bloqueada por estrecho margen y solo gracias a la intervención de la administración McKinley. No obstante, la bancada del Partido Republicano sugirió que dentro de la plataforma política de esa organización se incluyera el derecho de Cuba a la independencia.
El 24 de enero de 1898 el capitán de navío Charles D. Sigsbee, comandante del acorazado Maine, recibió la orden de partir hacia La Habana. Washington justificaría ese viaje con un deseo de “celebrar las buenas relaciones existentes con España”. Con ese supuesto “gesto de amistad… pretendían reiniciar una costumbre que, lamentablemente, se había interrumpido tres años atrás”. A media mañana del día siguiente, la nave agorera navegaba a través del canal del puerto habanero, hacia la boya número 4, donde echó el ancla.
El buque, cuyo segundo al mando era Richard Wainwright, exjefe de la Oficina de Inteligencia Naval de los EE.UU., contaba con 24 oficiales más y 328 alistados, de los cuales 60 eran afrodescendientes, ayudantes de mantenimiento y cocina, pues la marinería procedía mayoritariamente de los países escandinavos, Alemania e Irlanda.
En sus tres semanas de permanencia en la rada habanera, a la marinería solo se le había permitido desembarcar una vez; los oficiales tenían limitado el bajar a tierra y únicamente podían hacerlo vestidos de civiles. El buque siempre se mantenía con las calderas encendidas, en espera de una contingencia.
El pretexto
La prensa amarilla estadounidense no vacilaba en atizar la guerra imperialista. (Foto: Autor no identificado).
El 15 de febrero de 1898, una explosión conmocionó a la ciudad. Se agrietaron paredes y espejos, añicos se hicieron los vitrales de las casas aledañas a la bahía. En la mente de los habaneros de entonces perduraría la imagen de los pedazos de piezas de artillería y artefactos no identificados diseminados por la costa, y la llegada al muelle de diez marinos, heridos y en paños menores, quienes nadaron unos 500 metros, sorteando cadáveres, para llegar a tierra.
De los 328 alistados del Maine, murieron inmediatamente 254, entre ellos dos oficiales (la cifra se supo al deducir los sobrevivientes), aunque seis heridos fallecieron después. Todos los oficiales se hallaban a bordo cuando la explosión, incluyendo al capitan Sigsbee y al segundo de a bordo, Wainwright, menos tres que cenaban en un buque cercano. Según documentos de la Marina yanqui, consultados por el historiador Thomas Allen, solo 22 afrodescendientes murieron.
En los primeros momentos, hasta los burócratas de Washington estimaron accidental la causa de la explosión. El cónsul Lee informó a sus superiores que el origen era fortuito y la posible causa, el calentamiento de las municiones, almacenadas cerca de los pañoles de carbón. El secretario de Marina Long lo calificó de un hecho casual y hasta un vocero de la Casa Blanca coincidió con él.
Los magnates de Wall Street y Hearst opinaban distinto. En la edición del 17 de febrero, en el New York Journal, el magnate mediático acusaba: “La destrucción del Maine fue obra del enemigo”. En una ilustración podía verse una mina española unida por cables a tierra. Pulitzer, en el New York World, lo secundaba en su campaña.
Rápidamente, tanto EE.UU. como España designaron comisiones investigativas para esclarecer las causas de la explosión. Pero toda colaboración conjunta estaba condenada al fracaso. Aparte de las suspicacias lógicas entre ibéricos y norteños, los comisionados yanquis pronto comprendieron que Washington no quería la verdad, sino un pretexto para declararle la guerra a España.
Todavía ambas comisiones analizaban los restos del Maine e interrogaban testigos, cuando el presidente McKinley elevó una ley al Congreso con el fin de destinar un presupuesto millonario para la adquisición de buques y el aumento de efectivos en el Ejército. Ambas cámaras la aprobaron por unanimidad. Hearst atizaba el chovinismo y bajo el titular “Remember the Maine”, publicaba cartas apócrifas de adolescentes que querían ir a pelear a Cuba.
El 10 de abril, el cónsul Lee y los últimos estadounidenses residentes en Cuba abandonaron la Isla. Entretanto, McKinley, en su mensaje al Congreso, reconocía que la Comisión Investigadora no había podido concretar responsabilidades en la voladura. Pero a continuación afirmaba: “La verdadera cuestión se centra en que la destrucción nos muestra que España ni siquiera puede garantizar la seguridad de un buque norteamericano que visita La Habana en una legítima misión de paz”.
En respuesta al Presidente, el Congreso aprobó una resolución conjunta en la cual exigía la renuncia de España a su soberanía sobre Cuba y autorizaba a la Casa Blanca a emplear la fuerza si fuese necesario. El 21 de abril, Washington y Madrid rompían relaciones diplomáticas. Se iniciaba así, al decir de Lenin, la primera guerra imperialista de la época moderna. Y Hearst cumplió su promesa.
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Fuentes consultadas
Los libros Cuba, la forja de una nación, de Rolando Rodríguez, La guerra hispano-cubano-norteamericana y el surgimiento del imperialismo yanqui, de Philip Foner, y La explosión del Maine, de Gustavo Placer.