El ejército israelí ha matado a 52 palestinos en la franja de Gaza, manifestantes que protestaban contra la apertura de la embajada estadounidense en Jerusalén. Hamas había movilizado a miles de personas y volverá a hacerlo este martes, día de la Nakba (catástrofe), para reclamar el derecho al retorno de los refugiados. Los países europeos, que han boicoteado la inauguración de la delegación diplomática norteamericana por considerar que perjudica la paz, han pedido a Israel que reprima el uso de la fuerza contra los manifestantes palestinos, jóvenes en su mayoría, que lanzan piedras y bombas incendiarias.
Jerusalén siempre ha sido y seguirá siendo el nudo gordiano de la paz en Oriente Medio. Codiciada desde su fundación por musulmanes, judíos y cristianos, hoy es la capital de Israel. El primer ministro, Beniamin Netanyahu, se remonta al rey David, hace 3.000 años, para reclamar este derecho que dificulta enormemente que Palestina pueda algún día tener su propia capital en el sector oriental de la ciudad. El resultado es más violencia y más oscuridad.
Israel, sin embargo, no se funda en Jerusalén, sino en Tel Aviv, en 1948. La ONU había decretado que Jerusalén era una entidad a parte que debía ser gobernada por la comunidad internacional. No es hasta 1949, ocupada ya la parte occidental por el ejército judío, que el líder sionista David Ben Gurión, primer jefe de Gobierno de Israel, reclama la ciudad como capital del nuevo estado.
Los límites de Jerusalén han crecido hasta incluir al 10% de la población de Israel, 900.000 habitantes. En la zona oriental, de mayoría palestina, que Israel ocupó en 1967 y anexionó después, viven más de 200.000 judíos. Los asentamientos crecen sin cesar en un territorio que la comunidad internacional considera que no pertenece a Israel.
Los palestinos hablan de colonialismo y limpieza étnica 70 años después de la creación del Estado judío.
A partir del 14 de mayo de 1948, día en que acaba el mandato británico en Palestina y nace Israel, 700.000 palestinos se ven obligados a dejar sus hogares, más de la mitad de la población. Más de 400 aldeas y trece ciudades fueron evacuadas. Unos 13.000 palestinos murieron al resistir la evacuación forzosa. Hoy hay seis millones de refugiados palestinos. Un tercio aún vive en campos de refugiados.
La Nakba es el pecado original de Israel, una tragedia que la mayoría de la población no quiere afrontar. Ha crecido de espaldas a ella, convencida de que en las tierras sobre las que se fundó el Estado no vivía nadie. El israelí era un pueblo sin tierra que había encontrado una tierra sin pueblo.
Los actuales dirigentes israelíes abundan en esta idea. La Casa Blanca les respalda. La violencia no cesa. Los muros de hormigón que separan Israel de Cisjordania han reducido los atentados suicidas son un obstáculo para la paz y, mientras tanto, Jerusalén, se radicaliza. Los judíos pierden peso entre la población. Eran el 69,5% hace 20 años, pero hoy representan el 62,8%. En la carrera por la natalidad los palestinos van por delante a pesar de que los judíos ultra ortodoxos también tienen familias numerosas. Los palestinos que en 1998 eran el 30,5% de la población, hoy son el 37,7%.
Junto a esta demografía hay otra realidad muy preocupante para la paz: el auge de las familias ultraortodoxas, defensores de una fe para la que ni el sionismo es suficiente.
Que el futuro será más complicado lo demuestran estos datos sobre la educación infantil. En Jerusalén hay 77.000 alumnos en las escuelas primarias. Unos 55.000 van a colegios ultra ortodoxos, 14.000 acuden a escuelas ortodoxas y sólo 14.000 van a colegios laicos.
El sionismo laico y socialdemócrata de Ben Gurión está amenazado. A la derecha israelí le ayuda el conflicto. Netanyahu gana elecciones gobernando en contra de la paz y reclamando que nadie como él puede proteger a Israel de sus enemigos.
Los palestinos no están en posición de aspirar a nada. La corrupción del gobierno de Ramalah, financiado por la comunidad internacional, ha echado por tierra la perspectiva de un Estado propio, una administración moderna y transparente.
Hamas, que gobierna Gaza desde el 2006, ha fracasado. Las condiciones de vida en la franja son penosas y ha perdido el apoyo de la población. Si hoy llama a la movilización es para tapar sus carencias como gestor, para acumular víctimas y mantener el poder sobre la épica de la resistencia.
La oferta islamista de Hamas, que sigue pidiendo la destrucción de Israel, capta a los jóvenes sin oportunidades. El gobierno de Netanyahu alienta esta pobreza que nutre el conflicto. En Jerusalén Oriental, por ejemplo, el 76% de los palestinos vive bajo el umbral de la pobreza, lamentable condición que también afecta al 23% de los judíos.
No hay intención de reparar estas desigualdades, de volver a tender los puentes de diálogo. La embajada estadounidense en Jerusalén demuestra que la Casa Blanca acepta la estrategia de Netanyahu, el colonialismo que reduce la población palestina a enclaves sin ninguna oportunidad de prosperar, guetos en los que se fuerza a la población a emigrar.
La administración Trump dice tener una propuesta para un estado palestino desmilitarizado junto a Israel pero no la hace pública porque los dirigentes palestinos ya no quieren negociar con los norteamericanos. No los ven como jueces imparciales y Europa no tiene la fuerza para asumir este papel.
Lo peor de este conflicto eterno por el control de Jerusalén es que saca lo peor de todas las partes, un retroceso imparable a la oscuridad.