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General: EL FIN
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De: Athena (Mensaje original) |
Enviado: 26/08/2012 19:22 |
El Fin
El evento de la muerte siempre es desconcertante; nuestra filosofía nunca la alcanza, nunca la posee; siempre estamos al principio de nuestro catecismo; siempre con una definición pendiente. ¿Qué es la muerte?
- Ralph Waldo Emerson
¿Qué sucede cuando morimos? ¿Concluye todo lo que somos? ¿Se pierde la conciencia para siempre? ¿O alguna chispa vital dentro de nosotros, un espíritu o un alma, continúa viviendo?
Se nos hace increíble pensar en que no tengamos una mente, que nuestra conciencia se apague como una vela. Aún así, el hecho real es que dentro de unos cien años más o menos, todos los que hoy vivimos – todos los 6 mil millones – estaremos muertos. Nada en la vida es más cierto. Más tarde o más temprano, sea lo que sea que hagamos o que realicemos, nuestros despojos físicos estarán pudriéndose en la tierra o habrán sido convertidos en cenizas. O quizá como el cerebro de Einstein, algunas partes de nosotros estarán encurtidos en formaldehído para la posteridad y la ciencia.
Buscamos a nuestro alrededor para reconfortarnos. Pero el mensaje de la línea frontal de la investigación cerebral no podía ser más sombría. No debemos crear ninguna esperanza, nos dice, de ser capaces de continuar después de la muerte. El cerebro juega, obviamente, un papel muy importante en hacernos lo que somos. Cuando sus funciones son deterioradas, por la bebida, drogas o enfermedad, “nosotros” también nos alteramos. Y cuando los altos centros del cerebro están completamente fuera de acción, por un golpe en la cabeza o por anestesia general, todo nuestro ser interior parece cerrarse temporalmente. Durante la vida, nuestros recuerdos, personalidad y estado de conciencia, parecen depender crucialmente del estado en que se encuentre esa masa bizarra interior que está entre nuestras orejas. ¿Por qué, entonces, queremos engañarnos a nosotros mismos? ¿Porqué mantener esperanzas de poder ser capaces de pensar y permanecer conscientes cuando el cerebro esté muerto, si ni siquiera podemos hacerlo en las profundidades del sueño?
Los seres humanos somos las únicas criaturas en la tierra que sabemos que vamos a morir. Pero ese presagio ha llegado apenas recientemente y se pasea a la cara de 4 mil millones de años de evolución. Esos eones nos han condicionado genéticamente para tratar de hacer todo lo posible para preservarnos a nosotros mismos y a nuestra especie. El resultado es que nos encontramos en un gran dilema. Estamos programados para sobrevivir por medio de nuestros genes y aún así estamos dolorosamente conscientes de nuestra mortalidad gracias a nuestro avanzado cerebro. Si admitimos que la muerte es inevitable, entonces nuestro deseo de sobrevivir puede quedar fatalmente debilitado. Por otra parte, si negamos la muerte, tendríamos que hacernos los ciegos ante un hecho patente del mundo real.
Sólo existe una salida posible de escape – creer en una vida después de la muerte. Con esto podemos afrontar la pesadilla a la que la muerte somete a la mente racional.
Los cultos que tratan sobre almas y la inmortalidad han surgido en todas partes, en el tiempo y el espacio del ser humano. Tan hacia atrás en el tiempo, como el Neolítico y aún posiblemente antes, el hombre ya tenía fe en la supervivencia del espíritu más allá de la muerte. Los arqueólogos han encontrado que los seres prehistóricos enterraban comida y armas con sus compañeros fallecidos para equiparlos para la vida venidera. En cuevas en Israel, los restos de Neandertal de casi 100,000 años de antigüedad han sido desenterrados en medio de evidencias de un ritual funerario. Incluyen el esqueleto de un joven de trece años encontrado en una cavidad cortada en la roca de Qafzeh. El cuerpo del joven había sido puesto sobre su espalda con el cráneo descansando en la pared de la tumba. Sus manos hacia arriba. A través de las manos y pecho había sido colocada cuidadosamente la cornamenta de un ciervo. En las cuevas de Shanidar en las montañas de Iraq, se encontró un esqueleto masculino recostado sobre su lado. Recubriendo la tumba había rastros de pétalos de flores esparcidos ritualmente.
Desde la prehistoria hasta hoy en día, nos hemos enfrentado con la brevedad de la vida terrestre y el sueño por una eternidad. Han surgido grandes sistemas religiosos para servir de puntos primordiales para nuestra creencia. Pero hoy, estas enseñanzas tradicionales y nuestra adorable creencia en un después de la muerte – lo que Sigmund Freud llamó el “más viejo, fuerte y más insistente deseo del ser humano” – se encuentran en peligro. Los dioses y las almas parecen fuera de lugar en este universo estéril y más parecido a una máquina que nos muestra la ciencia.
A medida que la creencia primaria en nuestra naturaleza espiritual se marchita, así buscamos mayores explicaciones para rechazar o volver ficticia la muerte. La muerte ha reemplazado al sexo como el gran tabú. Aún el mencionarlo, es indicativo de mal gusto, y cuando nos golpea de cerca la tratamos con indignación. Decimos, el ser querido fue “acometido por...”, como si se tratase de algo no natural el hecho de morirse. Freud indicó que cuando una muerte acontece, “Nuestra costumbre es la de hacer hincapié en la causa fortuita que causó la muerte – accidente, enfermedad, infección, edad avanzada; de esta manera realizamos un esfuerzo para cambiar la muerte, de una necesidad, a un evento casual.”
Nos distanciamos de la muerte convirtiéndola en una institución. Mientras que en épocas anteriores la mayoría de la gente pasaba sus últimos días en casa rodeados de la familia y amigos, hoy en día las cuatro quintas partes de todos nosotros somos enviados a hospitales o asilos de ancianos. Se nos oculta a los ojos de los jóvenes y de los sanos y somos atendidos por extraños. A medida que se acerca el final, se nos cambia discretamente a pabellones para los desahuciados o ya en fase final y hacia máquinas de soporte vital final. La tecnología ocupa su lugar. Y cuando eventualmente morimos, se le hecha la culpa a lo inadecuado del equipo o a los fallos en el tratamiento.
En lugar de aceptar a la muerte como un hecho natural e inevitable de la vida, estamos en peligro de convencernos a nosotros mismos, de que, si tuviéramos mejores avances médicos, seríamos capaces de alargarlo por el tiempo que deseásemos. “Algunas personas quieren obtener la inmortalidad a través de sus obras o de sus descendientes,” dijo Woody Allen. “Yo quiero obtenerlo no muriéndome.” Ahora, por vez primera, la ciencia parece estar ofreciendo una pequeña esperanza de burlar a la muerte. Ya, algunas de nuestras partes vitales pueden ser reemplazadas con substitutos naturales o sintéticos. Con el tiempo, parece, los cirujanos de trasplantes serán capaces de hacer por los humanos lo que cualquier mecánico competente, en un garaje bien equipado, puede hacer por un coche.
En otro frente distinto, continúa la investigación por encontrar las formas de disminuir o parar la constante degeneración de nuestros cuerpos. La inmortalidad sin muerte, nos hace señas. Quizá dentro del próximo siglo, nos dicen, existirán elíxires de vida en las farmacias tan a la disposición como hoy en día se venden las vitaminas. Entonces, el viejo sueño de los alquimistas se habrá hecho realidad y, junto con nuestros víveres semanales, llevaremos a casa lo necesario para disminuir, o aún invertir, nuestro proceso de envejecimiento.
Algunos de nosotros puede ser que no vivamos lo suficiente como para beneficiarnos de estos avances. Pero no importa. Por un precio, podemos arreglar que pongan nuestros restos aún frescos en congelamiento total – o todo nuestro cuerpo, o simplemente nuestra cabeza (una “neurona”), almacenados como un pepinillo en nitrógeno líquido – a esperar el glorioso día cuando la tecnología pueda regresarnos a la vida. ¿Qué tan desesperados podemos llegar a estar? Los biólogos británicos Peter y Jean Medawar expresaron cual debe de ser la opinión de un individuo que piensa racionalmente: “En nuestra opinión, el dinero gastado en estos sistemas para la conservación de la vida humana es un dinero perdido, siendo dichas sumas lo suficientemente grandes como para merecer una auto-demanda punitiva a modo de multa por credulidad y vanidad.”
Están apareciendo signos de peligro; nos estamos obsesionando por aferrarnos a la vida, evitando la muerte, a cualquier precio. Y no sólo nuestra dignidad está en juego. Hemos perdido contacto con el mundo natural y nuestras raíces espirituales. Ya no existe un sentido de participación en el ciclo de la vida, la renovación, la secuencia regenerativa de la-vida-la muerte-la vida. El hombre occidental ha vagado en un desierto espiritual donde las tradiciones de intimación con la naturaleza, el rito final de la travesía, y la creencia en una vida eterna han sido totalmente olvidadas.
Le tememos a la muerte por muchas razones. Tememos la posibilidad del dolor porque lo vemos en las caras de otros, la agonía y la angustia de un cáncer terminal. Tememos lo impredecible de la muerte, su pasmoso poder para traer en un instante el final de todo lo que hemos vivido y trabajado por ello. Tememos la muerte de los que amamos – padres, consortes e hijos. Pero por encima de todo, le tememos a la pérdida de nosotros mismos.
En las palabras de Sogyal Rinpoche, uno de los principales exponentes hoy en día del Budismo Tibetano:
...nuestro deseo instintivo es vivir y continuar viviendo, y la muerte es un fin salvaje de todo aquello que tenemos por familiar. Sentimos que cuando llegue, nos sentiremos inmersos en algo muy desconocido, o que nos volveremos en alguien totalmente diferente. Nos imaginamos que nos encontraremos perdidos y desconcertados, en lugares que nos son desconocidos. Imaginamos que será como despertar solos en un tormento de ansiedad, en un país extraño, sin conocimiento de la tierra o del idioma, sin dinero, sin contactos, sin pasaporte, sin amigos...
En tanto que creemos todo, creemos que tenemos un exclusivo, “ser” personal, un “yo” interior, que debe ser preservado a toda costa. Pero si nos atrevemos a analizar profundamente a este ser, nos encontramos que esta hecho de no más que un simple equipaje reunido durante su vida: un nombre dado, un carácter y una biografía modelados por nuestro comportamiento con otras personas, recuerdos de eventos pasados, posesiones, familia y amigos, una ciudad natal y todo lo demás con lo que nos hemos cruzado y reclamado como “nuestro.” Estas son las frágiles propiedades de las cuales dependemos y a las cuales nos aferramos desesperadamente. Tememos a la muerte por que significa un final de todo ello y, por lo tanto, a la persona con la que los confundimos. Sogyal Rinpoche puntualiza:
“Vivimos bajo una identidad asumida, en un mundo de cuento de hadas no más real de lo que pueda ser la tortuga Mock en Alicia en el País de las Maravillas. Hipnotizados por la emoción de construir, hemos alzado las casas de nuestras vidas sobre arena. Este mundo puede parecernos maravillosamente convincente hasta que la muerte colapsa la ilusión y nos expulsa de nuestro escondite.”
Dice el dicho “No puedes llevártelo contigo”. No, pero tú tampoco te puedes llevar “a ti mismo”. Y esa es la fuente primordial de nuestro temor a la muerte.
¿Qué esperanza, entonces, podemos tener para después de la muerte? Nada – absolutamente nada – si creemos lo que dicen muchos científicos. Toda la vida, argumentan, puede entenderse en términos de reacciones químicas. Cada evento, todas las maravillas de la naturaleza, pueden explicarse por el golpeteo y zangoloteo accidental de partículas. El cerebro es la mente. ¿Porqué tomarse la molestia de especular más allá, acerca de un alma inmaterial o un después de la vida?
Hemos llegado a respetar el veredicto de los científicos en casi cada cosa, por que la ciencia funciona muy bien. Hace progresos. Nos dice, con más y más detalle como se comportan los átomos ó como se ha desarrollado el universo. Nos da una visión privilegiada del guión matemático que sigue la naturaleza. Y, más visible para la persona común, nos conduce a toda clase de maravillas tecnológicas que han transformado nuestras vidas.
En efecto, la ciencia ha usurpado a la religión y los científicos se han convertido en nuestros nuevos altos sacerdotes. El problema es que cuando la ciencia trata sobre temas espirituales o morales, se vuelve un completo desastre. Para la ciencia, el ser humano no es más que una máquina complicada. ¿Y cómo puede una máquina tener alma? El respetado neurólogo Richard Restrak ha llegado hasta a realizar evaluaciones del cerebro con un escáner PET para encontrar evidencia del alma. Es innecesario decir que ha salido con las manos vacías.
Como sociedad, hemos cometido el error de pensar que como la ciencia puede responder muy bien a muchas preguntas, podría eventualmente ser capaz de contestarlas todas. Los científicos solían ser muy modestos en sus afirmaciones. Pero recientemente un buen número de ellos se han vuelto más ambiciosos, como si el poder ilusorio que les hemos otorgado hubiese afectado su buen juicio. El resultado ha sido un gran número de grandiosas pretensiones que no pueden ser ni justificadas ni cumplidas. Por ejemplo, Steven Hawking terminó su libro A Brief History of Time con la declaración de que si su teoría acerca del universo era apoyada, nos ayudaría “como la mente de Dios.” Hawking puede ser un genio, pero sus opiniones acerca de Dios no tienen más peso que las que pueda tener su vecino de la puerta de al lado. De una manera similarmente directa, el biólogo-evolucionario de Oxford, Richard Dawkins, autor de The Selfish Gene, ha dicho: “La ciencia nos ofrece una explicación de como la complejidad surgió de la simplicidad. La hipótesis de Dios no ofrece una explicación que valga la pena para nada... No podemos demostrar que no hay Dios, pero podemos concluir con seguridad de que El es muy, muy improbable de verdad.”
Dawkins puede sacar las conclusiones que él desee. Pero otros pueden pensar que su agresiva intolerancia hacia la religión destruye el mismísimo dogma que el está tan ansioso por evitar. No es difícil de ver porque el reduccionismo falla en encontrar un Dios o un alma, o inclusive un aspecto subjetivo de la experiencia humana. Todos estos aspectos están fuera de la agenda de los reduccionistas desde el propio principio.
Al tratar temas tales como la muerte y la vida después de, son esenciales una mente abierta y una tolerancia para todos los puntos de vista. Necesitamos mirar a través de los ojos del científico y del místico y aprender lo más que podamos de ambos. Al hacer esto, estaremos siguiendo simplemente las pautas de algunos de los verdaderamente más grandes pensadores del mundo.
Gente de la calidad de Niels Bohr y Alberto Einstein eran muy concientes del enlace entre su propio trabajo y las tradiciones místicas ancestrales. Bohr, el más influyente de todos los pioneros de la mecánica cuántica, dijo una vez: “Como paralelo a la lección de la teoría atómica... [Debemos darle vuelta] a esos tipos de problemas epistemológicos con los cuales ya pensadores como Buda y Lao Tzu se han enfrentado, al tratar de armonizar nuestra postura como espectadores y actores en el gran drama de la existencia.”
De igual manera, el actual Dalai Lama ve la posibilidad de un enlace entre la ciencia y formas más intuitivas de conocimiento. Escribe: “La Muerte y el Morir proporcionan un punto de encuentro entre el Budismo Tibetano y las tradiciones científicas modernas. Creo que ambos tienen mucho que contribuir entre sí al nivel de entendimiento y de beneficio práctico.”
La ciencia nunca sería una buena religión. Por su propia naturaleza, se encuentra encadenada a lo material y mensurable. Si va demasiado lejos, siempre resbalará en su propia red. Pero como consecuencia de los recientes descubrimientos acerca del mundo, los científicos están siendo animados a pensar más holísmicamente [Holismo – doctrina epistemológica]. Por ejemplo han existido algunos cambios trascendentales en la forma como la ciencia se enfrenta a sistemas complicados. Estos son sistemas que, formados por elementos que se rigen por leyes fijas, están hechos de tantos elementos que esas leyes se pierden en una tormenta de complejidades. Los organismos vivos, resulta ser, no pueden en principio comprenderse totalmente en términos de las partículas separadas de las cuales están formados. Aún a un nivel material, somos más que sólo la suma de nuestras microscópicas partes.
Los científicos también han tenido que revisar drásticamente su punto de vista en la relación del ser humano con el universo. Desde la física del mundo subatómico, la mecánica cuántica, hemos aprendido que sería insignificante hablar acerca de la existencia de partículas fuera de nuestras observaciones. Parece ser que interrogando al temperamento en su nivel más fino realmente jugamos una parte decisiva en traer algunos aspectos de la realidad a que sucedan.
El reduccionismo, había separado, efectivamente, al hombre del universo. Se había convertido en una parte del canon científico de que las experiencias del ser humano eran algo de un orden inferior a la realidad, de lo que lo eran los eventos “externos.” Pero ahora, la mecánica cuántica insiste en que no podemos aferrarnos a esa dualidad. Las partículas efímeras que aparecen en los experimentos de laboratorio, deben sus cortas vidas a los investigadores que las observan. Las partículas no están ahí siempre, esperando a ser detectadas. Su existencia está provocada por el campo cuántico donde nada es sólido ni definido. La frontera entre sujeto y objeto se ha vuelto borrosa.
También a escala cósmica, nos hemos encontrado de repente e inesperadamente lanzados al punto de atención. Resulta que vivimos en un universo irrazonablemente bien adaptado para el desarrollo de la vida. Hace alrededor de 15 mil millones de años, espacio, tiempo, materia y energía se combinaron en una explosión titánica conocida como el “Big Bang.” Nuestra presencia aquí, hoy en día, se debe a que esa explosión fue precisamente lo violenta que fue; aún un pequeño cambio en el tamaño de la explosión, habría ocasionado que el universo se deshiciera o cayese sobre sí mismo antes de que las estrellas, planetas y vida tuviesen alguna oportunidad de llegar a formarse. Otras coincidencias misteriosas se han encontrado en las fuerzas relativas a las cuatro fuerzas básicas de la naturaleza y en la localización muy particular de los niveles de energía en los átomos clave como son el carbono y el oxígeno. Donde quiera y cuando sea que miremos, nos encontramos con que la naturaleza se muestra extrañamente comprensiva a la evolución de la vida y la inteligencia.
Estas nuevas perspectivas del mundo no han traído realmente una dimensión espiritual a la ciencia. Eso sería pretender demasiado. Pero han permitido que la brecha entre lo espiritual y lo material se estreche. Comenzamos a ver que escribimos la narrativa de la naturaleza de una manera fundamental y misteriosa. La mente ya no es sólo algo existente en un vacío jugando con objetos neutrales y tratando de acomodarlos dentro de una teoría poco inteligente; más bien “pertenece” al universo. La nueva imagen científica, con sus armónicos holísticos, se asienta mejor con ideas intuitivas tales como reverencia por la tierra, el agua y el aire. Es el mantenernos con un sentido de lo sagrado y un sentimiento sin palabras, la manera en como pasamos a formar parte integral e inseparable de todo lo que existe.
La naturaleza, así lo apreciamos ahora, es una unidad elegante, ya se trate de que nos preocupemos por estudiar el macrocosmos de las estrellas y galaxias o el microcosmos del átomo. Y nosotros, parece ser, podemos tener un papel – quizá un papel muy importante – a jugar en el desarrollo de este drama. El universo en el que nos encontramos es una evolutiva red de espacio-tiempo que lo ha producido todo desde partículas hasta gente, desde cuarks a conciencias.
Ahora ha llegado el tiempo para que ampliemos nuestro campo de investigación. Al voltear la cara hacia misterios más profundos de la vida y de la muerte, necesitamos comprender no sólo lo que está fuera de nosotros, si no también lo que tenemos dentro. Como escribió Tolstoi: “La más alta sabiduría sólo tiene una ciencia, la ciencia del todo, la ciencia que explica la Creación y el lugar del hombre en ella.”
Nos preguntamos cual es el propósito de la vida y porqué tenemos que morir. Pero la ciencia nos ha enseñado que la vida y la muerte, en el más amplio sentido, están en todo alrededor de nosotros. Existimos hoy en día por que hace miles de millones de años, las estrellas gigantes “vivieron” y “murieron” en grandes explosiones que lanzaron al exterior los elementos pesados formados por la fusión, de los cuales se componen nuestros cuerpos. Sólo viviendo y muriendo han sido capaces de evolucionar las plantas y los animales en formas tan complejas como lo somos nosotros mismos. Sólo viviendo y muriendo, otras formas de vida, es como continúan proveyéndonos de alimento y oxígeno. Y sólo viviendo y muriendo, es como contribuimos de una pequeña manera al proceso de reciclado universal.
La simple verdad es que no habría un usted, y no existiría un universo viable, sin la muerte – la muerte de estrellas y la muerte de sucesivas generaciones de vida orgánica. En palabras del filósofo John Bowker:
Si usted pregunta, “¿Porqué me está sucediendo la muerte (o a cualquiera)?” la respuesta es: porque el universo le está sucediendo a usted; usted es un evento del universo; usted es un niño de las estrellas, al igual que sus padres, y usted no podría ser un niño de ninguna otra manera. Aún mientras vive, y ciertamente cuando muere, los átomos y moléculas que están actualmente encerrados en su forma y apariencia se escapan y se dispersan hacia otros aspectos y formas de construcción.
Sabemos que eventualmente nuestros cuerpos se desintegrarán. Sabemos que nuestros cerebros dejarán de trabajar. La gran pregunta permanece, en relación a si la conciencia está igualmente condenada. ¿Existe, tal y como tan desesperadamente tratamos de creer, una vida después esperándonos más allá de las rejas de la muerte? La respuesta, creo, se encuentra a nuestro alcance.
Así como algunos científicos se asoman en los más intrincados huecos del cerebro humano, otros continúan refinando nuestro conocimiento de las experiencias cercanas a la muerte. Se están dando pistas de la naturaleza y el futuro de la conciencia, en campos tan diversos como la neurología, psicología, cosmología y física cuántica. Y sumado a todo esto se encuentra un creciente sentido de que una fusión entre las más altas enseñanzas de la ciencia, religión y misticismo debería de haberse realizado hace tiempo – una gran síntesis que nos ayudará finalmente a resolver el más gran misterio en el universo.
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De: Athena |
Enviado: 26/08/2012 19:29 |
La Muerte llega por Envejecimiento
El hombre le ha dado una falsa importancia a la muerte. Cualquier animal, planta u hombre que muere se une al montón de abono, porque nada podría crecer sin esos excrementos, nada podría ser creado. La muerte es simplemente una parte del proceso.
- Peter Weiss, dramaturgo y novelista alemán.
La muerte parece cierta y universal. El impacto es lo máximo cuando descubrimos que en todo alrededor de nosotros existe un enjambre de cosas vivas que nunca muestran los menores signos de envejecimiento.
Las bacterias, por ejemplo, no envejecen en el sentido normal. Pueden matarse mediante calores extremos, productos químicos tóxicos, virus y por el estilo. Pero nunca sucumben a la vejez, no es para ellas eso de la arrastrada senilidad, inevitable entre nuestra propia especie, ya que los tejidos y órganos se desgastan y fallan. Las bacterias crecen, pero en su crecimiento retienen sus formas prístinas y su maquinaria celular funcionando perfectamente – justo hasta el punto en el cual se dividen a la mitad muy limpiamente y se convierten en dos.
No estamos acostumbrados a pensar al respecto de este tipo de reproducción. Los problemas conceptuales nos saltan a la mente. Si las bacterias no envejecen y mueren, entonces ¿qué es lo que exactamente pasa en el momento en que se dividen? En el mundo humano podemos llevar el control de individuos y sus padres e hijos. Pero con las bacterias, los asuntos no están muy bien definidos. Cuando una célula madre se divide, el viejo organismo se desvanece a la vista, para ser reemplazado por dos más pequeños, pero genéticamente copias idénticas. El organismo paterno se convierte en efecto en sus descendientes; estos descendientes a su vez se convierten en sus propias hijas y así sucesivamente. El resultado es que, exceptuando cualquier cambio genético al azahar, el árbol genealógico de una colonia de bacterias no tiene ramas o linajes distinguibles. Simplemente se canaliza hacia un sólo progenitor anónimo, un progenitor que se fragmenta sin fin y que rejuvenece permanentemente.
Dado tal estilo de reproducción, es difícil decir si las bacterias realmente cualifican como “individuos.” Por una parte, un simple microbio puede aislarse e interpretarse como una criatura por separado (al menos hasta que se transforme en dos). Por la otra, no existe una forma práctica para distinguir a esta célula de cualesquiera otras en la colonia. Todos son clones. Y, cuando eventualmente se divide, ¿a dónde demonios va nuestro supuesto individuo?
Tales organismos, habitualmente divisibles como son las bacterias, son sempiternos en el sentido de que no muestran signos de deterioración con el paso del tiempo. Pero el no envejecimiento no es la misma cosa que la inmortalidad, ya que para ser inmortal, una criatura tiene que preservar su individualidad – su continuidad “personal” – de alguna forma reconocible.
¿Existen verdaderamente tales formas de vida eterna en la Tierra? Probablemente no, pero los mejores candidatos son los organismos tales como las levaduras de cerveza y las de panadería. Estas son hongos que se multiplican en embrión, de forma que las células hijas son claramente distinguibles y cronológicamente más jóvenes que las de la madre. Debido a que no se pueden formar nuevos brotes a los lados de las cicatrices viejas, la madre se vuelve, eventualmente, estéril: hasta después de 20 nuevos brotes se encuentra totalmente marcada de cicatrices y ya no puede continuar teniendo descendencia. Este tipo de reproducción también lo hay en bacterias. La bacteria fotosintética Rhodopseudomonas palustris parece generar hijas con impunidad, como lo hacen ciertas bacterias que crecen en racimos. Todas estas formas de vida microscópicas muestran definitivamente la relación madre – hija en su reproducción. Lo que no está claro es si la madre, después de que deja de multiplicarse, eventualmente muere. La suposición general es que así sucede. Pero, de hecho, no existe una evidencia firme para ello y permanece como una posibilidad tentadora de que los microbios embrionarios representen los únicos organismos genuinos inmortales en el planeta.
Regresemos, sin embargo, a las simples células divisibles. Estas, al menos, podemos estar seguros de que son eternas. ¿Pero porqué? Los seres humanos envejecen. Virtualmente cada forma de vida que podemos ver con nuestros ojos (la amiba gigante es una excepción) envejece con el pasar del tiempo. Nosotros crecemos, nuestros cuerpos se desgastan lentamente y finalmente morimos. Entonces ¿porqué, si la eterna juventud es un derecho de nacimiento de las formas más sencillas de vida, se ve tan manifiestamente negada a las criaturas más avanzadas como nosotros? ¿Porqué las células humanas y los seres complejos en que están formados, están aparentemente predestinados a morir?
A pesar de todos los grandes esfuerzos realizados por la ciencia médica, la mayoría de nosotros seremos afortunados si logramos sobrevivir más allá de los bíblicos 70 años. Las mejoras en higiene y el tratamiento de las enfermedades han hecho maravillas para la calidad de nuestras vidas. Han reducido dramáticamente nuestras posibilidades de una muerte temprana por enfermedad. Pero aún en las naciones más desarrolladas (con Suecia y Japón a la cabeza en longevidad), el promedio de alcance de vida tanto del hombre como de la mujer aún tiene que llegar arriba de los ochenta. Como tampoco, exceptuando alguna revolución en gerontología, podemos esperar aumento alguno en el promedio de vida en un futuro cercano. Aún eliminando las causas patológicas de muerte de hoy en día, incluyendo los tres mayores asesinos, el cáncer, el ataque de corazón y las apoplejías, nos dejarían con el límite superior de vida en un rango de entre noventa y cien años. Es como si cada uno de nosotros, albergase una bomba de tiempo, activada al nacimiento, que lentamente fuese marcando los segundos hasta nuestra muerte.
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Todos estamos formados por células – aproximadamente unos 100 mil billones de ellas. Pero con ciertas excepciones, más notoriamente las neuronas del cerebro, las células que conforman nuestro cuerpo en estos momentos no son las mismas que estaban dentro de nosotros hace sólo algunos años antes. Esto es igualmente cierto de otros organismos multicelulares. Es un “hecho” real, repetido a menudo, de que los pinos y secuoyas se encuentran entre los organismos vivos más viejos de la Tierra. Y de alguna manera, esto es cierto: el más viejo de estas venerables plantas, comenzó a vivir mucho antes de que el Imperio Romano alcanzase su gloria. Por otra parte, ninguna célula viva dentro de cualquiera de estos árboles ancestrales tiene hoy en día más de 30 años de vida – menos de una tercera parte de la vida de la célula nerviosa que vive dentro del organismo de los seres humanos. Así que, si sólo tomamos a las células vivas como una medida de la edad del organismo, entonces, somos nosotros, no las secuoyas, los que tenemos el más alto rango geriátrico en el mundo.
A medida que cada célula de nuestro cuerpo muere, es reemplazada por otra y esta a su vez por otra más y así sucesivamente. El problema es, que este proceso de substitución y replicación no continúa indefinidamente. La raíz del problema fue descubierta por los biólogos Americanos Leonard Hayflick y Paul Moorhead en el Instituto Wistar en 1961. Hayflick y Moorhead demostraron la existencia de un fusible de tiempo en el hombre al poner células de tejido blando del cuerpo y permitiéndoles crecer en un medio de cultivo líquido. Al trabajar con fibroblastos humanos (células que conectan los tejidos) tomados de embriones, encontraron que existe un número límite, definido, de veces en que las células se dividen. A través de un período de meses, las células en cada cultivo se dividieron repetidamente, gradualmente disminuyeron en su tasa de reproducción, se volvieron visiblemente enfermas y después de un total de cerca de cincuenta divisiones, murieron.
Experimentos posteriores mostraron que las células normales tienen, aparentemente, un mecanismo dentro del núcleo para recordar el número de veces que se han dividido. Lo que es más, esta “memoria” sobrevive aún en células que hayan sido almacenadas por largos períodos de tiempo a muy bajas temperaturas en nitrógeno líquido. Congeladas en su veinteavo desdoblamiento, por ejemplo, las células llevan a cabo 30 desdoblamientos más después de haber sido descongeladas, y luego paran. Congeladas a la décima vez, seguirían cuarenta más y morirían. Siempre el total, manteniéndose en cincuenta. Una muestra en particular, estudiada por Hayflick mantuvo un conteo exacto de desdoblamientos aún después de haber sido almacenada por más de trece años a menos 190º y a +176º.
No se ha encontrado excepción aún a la regla de que las células normales tienen una capacidad finita de dividirse, como se midió por el sistema denominado límite de Hayflick. En otros animales, el límite es diferente: alrededor de veinte en el ratón, veinticinco en el pollo y 110 en el más longevo de los vertebrados, la tortuga de las Galápagos. Entre más larga la duración de vida del organismo, mayor es su límite-Hayflick – lo cual parece razonable. Menos obvio es porqué debe de existir cualquier restricción en el número de veces que puede reproducirse una célula normal.
Intrigantemente, este límite en su desdoblamiento no aplica para otro cierto tipo de células. Las células del cáncer y las células de la línea de la germinación (huevo y esperma) en particular, parecen ser inmunes al envejecimiento. Estos son los “comodines” de la baraja; ambos pueden y se dividen sin fin y sin mostrar signo alguno de uso o desgaste. Un cáncer se ve anormal y se divide anormalmente: caótica y peligrosamente. Una célula normal infectada con un virus causante de cáncer, como demostró Hayflick, se vuelve cancerosa y subsecuentemente se dividirá sin límite en un cultivo mantenido en el laboratorio. Parece irónico que para que unas células animales ordinarias aspiren a la inmortalidad, deban de tomar algunas de las propiedades que podrían ocasionar la eventual muerte del organismo que los alberga – y, por lo mismo, de si mismas.
Las células del huevo y del esperma, también tienen el potencial de la inmortalidad, un hecho, inicialmente descubierto en 1885 por el gran biólogo alemán Augusto Weismann. Weismann marcó una clara distinción entre lo que el llamó el “germen-plasma” humano, el material cromosomático involucrado en la reproducción, y el resto del cuerpo a “soma”. A la luz de esta diferencia, podemos pensar acerca del problema del origen de la muerte de otra manera. Esto es, ¿por qué ha creado la naturaleza una diferencia fundamental entre las células que son eternas y aquéllas que forman meramente un receptáculo temporal y desechable? Obviamente, si nosotros y otros organismos no muriéramos nunca, la evolución habría sido imposible, y no estaríamos aquí para meditar sobre la adivinanza de nuestra propia mortalidad. Pero este es un argumento basado en percepciones. Necesitamos evitar la sugestión de que la naturaleza tenía en mente, de alguna forma, el fabricar formas de vida complejas desechables. La evolución biológica, ciega y sin dirección, simplemente no trabaja de esa manera.
En cambio, necesitamos investigar los orígenes de la mortalidad humana a un nivel molecular. El secreto del nacimiento de la muerte, casi por seguro que se encuentra en las enmarañadas trenzas de esa peculiar y excepcional sustancia, el ácido desoxirribonucleico – ADN. Uno de los mayores logros de la ciencia del siglo XX fue la aclaración de la estructura molecular del ADN. La ahora familiar, doble hélice del arreglo del ADN se parece a una escalera de cuerdas enrollada. Los escalones consisten en productos químicos, conocidos como bases de aminoácidos, que están codificados con la A (por la adenina), G (por la guanina), T (por la timina) y C (por la citosina). Estas bases son efectivamente las cuatro letras del alfabeto de la vida. Al igual que usamos todas las letras del alfabeto para dar mensajes específicos y significados, así igualmente la naturaleza lanza las cuatro bases de amino ácidos en secuencias que llevan una información biológica específica. Los genes son simplemente, largas listas de instrucciones proporcionadas en el alfabeto simple de cuatro símbolos del ADN, cada gen especificando el diseño de un producto particular, generalmente una proteína.
Las bases que componen estos mensajes genéticos tienen una propiedad muy especial en la cual está el corazón de la vida en la Tierra – siempre se aparean de la misma manera, A con T, y G con C. Como resultado de esto, los escalones en la escalera del ADN consisten de parejas de A-T y G-C. Crucialmente, estas parejas son estructuralmente intercambiables, así que por ejemplo, un par C-G puede sustituir a un par A-T sin perturbar la forma o estabilidad de la espiral de ADN. Manteniendo cada escalón unido, en su punto medio hay una unión química débil (una unión de hidrógeno) que es fácilmente rompible cuando le llega el momento al ADN de dividirse y desenredarse en hilos separados.
Durante la división celular, cuando la doble hélice del ADN se desprende, se crean dos copias del mensaje genético original. Aunque equivalentes, estas copias no son idénticas. Una es el complemento de la otra, al igual que un molde y su encaste contienen la misma imagen pero en formas invertidas. Por ejemplo, si la secuencia básica en uno de los lados de la escalera del ADN dividido es AAGCTATCCG, la secuencia en el lado complementario será TTCGATAGGC.
Imaginemos que, por alguna razón, se introduce un error durante el proceso de copiado. A G, digamos, se une con una A en lugar de con una C. Ahora, después de que los escalones asociados se han separado después de la réplica, uno de ellos llevará la base correcta (G) y el otro llevará un error (A). Debido a que es muy difícil que se rompan las reglas de apareamiento por dos veces seguidas, el resultado de la siguiente ronda de duplicación que resulte un brote de ADN con un par G-C (correcto) y uno con un par A-T (incorrecto). A primera vista, puede parecer como si este apareamiento equivocado pudiera tener consecuencias desastrosas, lanzando quizá a toda la molécula de ADN hacía un desarreglo. Sin embargo, como el par A-T tiene la misma simetría básica que el par G-C, cada nuevo ADN conservará el formato helicoidal tridimensional original. Un error ha logrado colarse dentro del código, pero la arquitectura del portador del código, ADN, permanece sin desavenencia.
En el ADN, solitario entre las máquinas de copia conocidas, el orden se conserva frente a los errores al azahar y no es destruido por ellos. Aún así, el incesante copiado y la corrección de pruebas requerido para eliminar ocasionalmente los errores de duplicación no es gratuito. Esto utiliza una gran cantidad de energía del total del presupuesto de la célula. Una mayor energía debe de ser canalizada para mantener las funciones vitales de la célula funcionando a la perfección. Las proteínas dañadas deben ser rápidamente descubiertas y eliminadas antes de que ocasionen una devastación; la energía debe desplazarse hacia la maquinaria que actúa de controladora de los procesos de fabricación de proteínas de la célula y así sucesivamente.
Las criaturas unicelulares primitivas, como las bacterias, pueden fácilmente hacerse de la energía requerida para el control de daños, porque son genética y funcionalmente simples. Pero con organismos mayores y más elaborados, el mantener un copiado libre de errores es un problema mayor. El problema es que el inmovilizar demasiados recursos en el control de errores genético convierte a las criaturas menos viables en otras formas. Poco puede ganarse de tener un cuerpo de alta precisión si está indefenso contra predadores de baja precisión y corta vida. En cualquier caso, argumentan los biólogos Thomas Kirkwood del Medical Research Council en Londres y Richard Cutler del National Institute of Aging en Baltimore, ¿porqué desperdiciar energía tratando de preservar la inmortalidad cuando un individuo será eliminado, probablemente por contingencias ambientales dentro de un periodo relativamente corto y predecible, de todos modos? Desde el punto de vista de la naturaleza, tiene más sentido invertir en sistemas de protección que aseguran un vigor juvenil por un cierto período de tiempo y no más. El resto de la energía del organismo, puede ser entonces canalizada a maximizar la fertilidad – que es el objetivo principal del ejercicio.
Kirkwood llama a su modelo la teoría del soma desechable y lo compara con la práctica seguida en la industria de invertir poco en bienes durables que sólo se utilizarán por un tiempo limitado. En el caso de un organismo, son las células somáticas – las células no reproductivas que conforman la mayor parte del cuerpo – que son eventualmente prescindibles. En contraste, las células de la línea de germinación, que se encuentran en los tejidos que dan lugar a los huevos y al esperma, deben de retener la habilidad de repararse a sí mismas perfectamente, de otra manera la especie se extinguiría. Debido a que los genes en las células de la línea de germinación representan sólo una pequeñísima fracción (típicamente menos del 1 por ciento) del total de los genes del cuerpo, el costo de mantener los procesos de corrección de errores con alta precisión en los ovarios y los testículos es tolerablemente bajo.
En alguna etapa, del oscuro pasado, parece ser que la evolución se tropezó con una nueva solución al problema de la reproducción. Puso a genes “egoístas” inmortales en cuerpos desechables. Esta fue la exitosa fórmula que condujo hacia las más complejas formas de vida en la tierra – incluyendo al hombre.
Pero con nuestra propia evolución surgió una complicación especial y única. La máquina perecedera construida por los genes humanos contiene el más desarrollado de los cerebros que conocemos. Este cerebro, al igual que el resto del cuerpo, tiene un lapso de vida finito. Sin embargo es también el vehículo de nuestro indomable sentido de conciencia.
El cerebro humano fue el primero en este planeta en ser capaz de proyectar sus pensamientos hacia el futuro, de ser capaz de predecir eventos, basado en su propia experiencia. De ahí que, inevitablemente, fue también el primer cerebro en ser capaz de prever su propio fin. Esta fue la tragedia en el cuento de la caída del Edén: con el nacimiento del ego, la muerte entró en nuestras conciencias.
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De: Athena |
Enviado: 26/08/2012 19:31 |
La muerte no es tan vieja como la vida, pero el estar conscientes y el temor de la muerte son aún más jóvenes. Parece ser que otros animales no tienen nada de esto desarrollado y aún el hombre, nos sugiere alguna evidencia circunstancial, puede no haber tenido siempre este conocimiento como lo tenemos hoy en día.
De los restos prehistóricos es difícil y quizá poco realista, el tratar de reconstruir los mundos mentales y espirituales de nuestros antepasados muertos hace ya miles de años. Todas nuestras teorías están destinadas a ser parroquiales, corrompidas como están por las actitudes y creencias actuales. Afortunadamente, sin embargo, tenemos algo más que evidencia fósil por la que guiarnos. Existen unos seres aún vivos hoy en día quienes casi ciertamente conservan, tanto en sus memorias como en sus tradiciones, la esencia del hombre Neolítico.
Por al menos 40 mil años, los Aborígenes han vivido en Australia y durante todo ese lapso de tiempo han practicado el estilo de vida de la reunión de cazadores, que alguna vez fue común a todos los hombres. Aunque durante el último siglo se convirtieron en grupos ya establecidos permanentemente, la supervivencia de sus lenguajes y costumbres nos sirve como una extraordinaria ventana a su pasado remoto.
Esa ventana no siempre esta muy clara. Algunas veces olvidamos de que existen maneras de pensar, maneras de interpretar las palabras, que son totalmente extrañas a las nuestras propias, y la verdad es que la complejidad de las tradiciones Aborígenes son muy a menudo, difíciles de seguir o de entender por nosotros los occidentales. Pero un aspecto que salta a la vista de los nativos Australianos es su actitud hacia el sí mismo. Los Aborígenes – ciertamente Aborígenes pre-Europeos – estaban mucho menos preocupados en pensamientos acerca de sus identidades personales que acerca de su relación con la tierra y otras cosas vivientes a su alrededor. Los individuos se veían a si mismos como una parte de un amplio, incambiable e interconectado sistema. Se consideraban a sí mismos no simplemente en términos de líneas consanguíneas o familias, sino como profunda e inseparablemente conectados con un contexto más amplio del grupo social y, más allá de eso, con la estructura mítica total de la vida. Toda la evidencia nos muestra que la conciencia Aborigen era, y aún es en cierto grado, colectiva y comunal.
Otra cosa que parece ser percibida totalmente diferente en el mundo Aborigen es el tiempo. A un Aborigen, el tiempo le parece cíclico en lugar de lineal, porque la vida también es cíclica. La hierba brota en la primavera, crece verde en el verano, se marchita en otoño y muere en invierno, pero siempre regresa otra vez al año siguiente. Este es, invariablemente, el patrón observado, la rueda de la naturaleza dando vuelta y vuelta. Y como, para el Aborigen, el hombre forma parte integral de la naturaleza, él también debe de participar en este proceso de reciclado. En el más profundo sentido, el Aborigen, no tiene el temor a la muerte, porque hasta donde él o ella entienden, nada muere nunca.
La muerte, o nuestra percepción de ella, es algo relativamente nuevo. Pensamos de la muerte como algo trágico, aterrorizante, hasta repugnante. Pero no tiene ninguna de estas cualidades si la vemos todos los días en un contexto natural, si cazamos y recolectamos nuestra comida, si estamos en contacto con el ciclo de las estaciones. El hombre y la mujer “primitivos” se consideraban a si mismos como elementos inseparables – células que eran – de un organismo social: una entidad cuya vida continuaba procedente de un pasado indefinido y hacia un indefinido futuro. Lo que hoy en día conocemos como el alma, era, juzgando por las creencias prevalecientes de la gente primitiva de hoy en día, algo originalmente pensado como una vida mayor incorporada a los sucesivos miembros del grupo. A la muerte, esta vida personalizada simplemente regresaba como un río al mar colectivo tribal.
Virtualmente por toda la historia humana, una distancia de entre 2 y 3 millones de años, ha sido de esta manera. Los derechos del individuo han sido secundarios a los derechos del grupo. La conciencia del individuo ha estado subordinada a la conciencia unitaria e indestructible de la tribu.
Entonces, en algún punto hace menos de 10.000 años, vino un cambio. El hombre comenzó a construir colonias a medida que aprendió a cultivar cosechas y a domesticar animales. Erigió murallas y ciudades para protegerse a sí mismo y a sus propiedades. Y a la vez parece que el enfoque que tenía el hombre del mundo, se fue convirtiendo en algo más nítido, claro y apreciable. La naturaleza fue separada, como algo “allá afuera”. Los lazos tribales se debilitaron y, podemos conjeturar, la conciencia se volvió más individualista. A un mayor grado que antes jamás, las gentes se preocuparon por su sentido personal y con una nueva y terrible imagen: el espectro de la muerte.
¿Qué tan repentino y reciente, ocurrió este cambio sutil en la conciencia de nuestras mentes? En una tesis altamente controvertida, publicada inicialmente en 1977, el psicólogo de Princeton, Julián Jaynes propuso que la conciencia propia estaba sólo parcialmente desarrollada aún en tiempos tan lejanos como el segundo milenio a. C., Jaynes basó su aseveración en el análisis de varios importantes textos antiguos, incluyendo la Ilíada de Homero, escrita hace unos 3000 años. En estos textos no encontró referencia alguna a las mentes, pensamientos, sentimientos -- o del sí mismo. De ahí que el concluyó, que la gente de esa época no reconocían sus pensamientos y acciones como de ellos mismos sino que creían, en cambio, que emanaban de los dioses. Como un ejemplo, el cita un episodio de la Ilíada concerniente al héroe Aquiles. Un dios le hace prometer a Aquiles de que no irá a la batalla contra los Troyanos; otro le urge a que si lo haga, y aún otro vocifera a través del cuello de Aquiles a los enemigos. Homero presenta al todopoderoso Aquiles como si fuese un muñeco bailando en los pensamientos y voluntades de otras mentes.
Bien puede discutirse, por supuesto, que Homero pretendió que su historia fuese interpretada de esta manera; como un conflicto no sólo debatido entre los hombres sino también entre los dioses Olímpicos actuando a través de los hombres. Después de todo, no hay nada nuevo en la idea de que los hombres algunas veces actúan por su propio albedrío y otras veces son conducidos a ciertas acciones por circunstancias fuera de su control. A la vez que la tesis de Jaynes es intrigante, está lejos de ser convincente. El coloca el nacimiento de la propia conciencia en algún punto anterior al año 1000 a. C., pero a todas luces ello ocurrió mucho antes.
El surgimiento de un sentido de sí mismo fue, con toda seguridad, un proceso gradual influenciado por ambos factores, biológico y cultural. Se requiere de un cerebro de cierto tamaño y complejidad – aunque no necesariamente un cerebro humano – a subtender un sentido sofisticado de uno mismo. Pero el florecimiento de ese sentido de uno mismo sólo puede ocurrir en el medio ambiente adecuado – un ambiente en el cual los congéneres se relacionan contigo (y tú con ellos) como si fueses un individuo de libre pensamiento en tu propio derecho.
Esto sugiere que la evolución del sentido del ser y la del lenguaje estaban fuertemente entrelazadas. Sólo a través del lenguaje somos capaces de descomponer al mundo en sus partes, nombrar objetos y sus interrelaciones. Eventualmente, como parte de este etiquetado proceso de análisis, debemos de haber llegado a vernos a nosotros mismos como entes separados, con mentes bien definidas.
El amanecer de la conciencia propia en una forma que ahora reconoceríamos, probablemente llegó cuando aún se hablaban lenguas muy primitivas. Aún así con el habla, el énfasis está en la interacción con otros, en el compartir la información comunal. El único momento en que el habla lo lanza a uno mismo a un agudo alivio (internamente) es cuando hablamos solos. El sentimiento de uno mismo parece ir de la mano con la habilidad de sostener una conversación de un solo individuo. Así que, concebiblemente, las últimas fases en el crecimiento de la propia conciencia fueron estimuladas por las circunstancias de cuando algunos de nuestros antepasados de la Edad de Piedra se dieron la vuelta para encontrarse con que la persona con la que hablaban ya no estaba allí.
La escritura, también, cuando finalmente apareció, puede haber jugado su parte en el despertar final del sentimiento de uno mismo. Mientras que el lenguaje hablado es generalmente comunal, el lenguaje escrito es invariablemente personal. El único intérprete de una secuencia dada de símbolos escritos es la menta que la explora, así que la lectura es esencialmente una conversación entre el individuo y el texto. Para el escritor, el sentido de sí mismo se encuentra más enfatizado porque la mente que está escribiendo tiene que construir concientemente una representación externa de sus propias mecánicas internas.
La propia conciencia seguramente se desarrollo, en su mayor parte, muy gradualmente. No existieron avances instantáneos; nadie que despertase por primera vez en la historia del mundo pensó de si mismo como “Yo”. Ni siquiera podemos cuantificar o hacer comparaciones de la conciencia, como sí podemos, por ejemplo, comparar la capacidad craneal del hombre moderno y sus antepasados. Así que, inevitablemente, todas nuestras propuestas acerca de como y cuando se desarrollaron todas estas etapas de conciencia son meramente conjeturales.
Aún así esto no hace que el juego de adivinanza sea menos fascinante. Sabemos que la conciencia personal ha crecido: un ratón es manifiestamente más consciente que un pez; nosotros somos más conscientes que un mono. De ahí que sea pertinente el preguntarse si existieron realmente períodos en la historia y la prehistoria cuando la visión del mundo por el hombre y de sí mismo se desarrolló más rápidamente de lo usual. Quizá una pequeña pista nos venga de la leyenda popular Sumeria conocida como la Épica de Gilgamesh, la cual nos lleva en su más antigua conservación de doce tablillas de arcilla de cinco mil años de antigüedad de la biblioteca de Ashurnasirpal en Nínive. En esta historia antiquísima podemos leer que la muerte del compañero de Gilgamesh, Enkidu, ha dejado estupefacto al héroe. Gilgamesh se lamenta: “Enkidu, lloro por ti como una plañidera. Eras como el hacha a mi costado, la espada en mi cinto, el escudo frente a mí. Yo también muero y los gusanos comerán mi carne. Ahora temo a la muerte y he perdido mi coraje.”
Es el hombre, el ego de sí mismo, que se lamenta. Y nos quedamos con la impresión de que su pena refleja un doloroso y recién adquirido sentimiento de aislamiento personal en la gente en general de ese tiempo. El mito continua diciendo como Gilgamesh, mediante la realización de ciertos rituales, obtiene permiso de los dioses del mundo subterráneo para que el espíritu de Enkidu regrese con el a informarle acerca del muerto. Enkidu habla de la Casa de la Oscuridad en la cual los habitantes están forzados a permanecer para siempre, alimentándose de polvo y arcilla y llevando alas de pájaro como prendas. Y, nuevamente, nos asombra la absoluta pérdida de comunidad, una pérdida contemplada por una nueva esperanza – de que cada hombre o mujer tiene un espíritu inmortal propio. Al igual que la conciencia de la tribu se ha fragmentado en egos separados dentro de la ciudad-estado, así aparentemente el alma tribal colectiva se ha separado en las almas de los individuos.
Las opiniones pueden discrepar. Puede ser que nunca sepamos cuando y a través de qué período de tiempo, el hombre, a diferencia de otros animales, se volvió totalmente consciente de su ego. Pero de esto si podemos estar seguros: cuando finalmente la conciencia personal llegó, inevitablemente nos condujo a la búsqueda de la supervivencia de uno mismo después de la muerte.
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De: Athena |
Enviado: 26/08/2012 19:36 |
La Búsqueda de la Eternidad
Ni un hombre ni una nación pueden vivir sin una idea superior, y hay una sola idea en la tierra, la de un alma humana inmortal; todas las otras grandes ideas por las cuales vive el hombre parten de esta.
- Fyodor Dostoyevsky
Allá por el año 3000 a.C. todo el asunto de la vida después de la muerte y la preservación del alma se habían convertido en una preocupación monumental para las civilizaciones pre-Occidentales. De hecho, con el énfasis cambiado ahora hacia el individuo y la ineludible realidad de la muerte personal, estas preguntas se volvieron una obsesión. ¿De que otra forma podemos explicarnos la asombrosa escala y extravagancia de la Gran Pirámide de Keops? Construida en el 2720 a. C. con más de 2 millones de bloques de piedra con un peso promedio de dos y media toneladas, se eleva 146 metros por sobre las arenas del desierto – un enorme reto tanto al tiempo como a la muerte misma.
La parte central del culto al más allá, de los egipcios, era la participación que tenían en la momificación. Sin embargo, este proceso era tan costoso que no fue si no hasta el segundo milenio a. C., que la práctica comenzó a extenderse más allá de la casa real. Visto que el faraón era el intermediario entre los dioses y la tierra, en una sociedad cuya supervivencia dependía de una agricultura organizada, el culto era la clave no sólo en el orden social si no también en la fertilidad. De ahí que cuando los egipcios conectaban la inmortalidad de su faraón con el culto al dios de la vegetación, Osiris, ellos simbolizaban la muerte y la resurrección en el ciclo anual del mismo alimento que comían.
Durante el segundo milenio, el culto a Osiris ganó fuerza, y los puntos de vista de las gentes respecto al más allá tendieron a cambiar. Mientras que la momificación implicaba inmortalidad física para el cuerpo en este mundo, Osiris llegó a convertirse en la regla de los muertos en otro reino. Por ello, cada vez más, se pensó que el alma tenía una existencia separada del cuerpo.
De acuerdo con la teología egipcia, una persona no sólo tenía un alma si no dos o más, diferentes en naturaleza entre cada una de ellas. Principalmente, estaba el ka, o “guardián del espíritu,” mostrado en las pinturas de las tumbas rondando por encima de la momia con la apariencia de una pequeña ave con cara humana. Y también estaba el ba, o “aliento,” que le daba animación al cuerpo. Ambos el ka y el ba se creía que abandonaban el cuerpo al morir – pero sólo temporalmente. Durante la extraña ceremonia conocida como la Apertura de la Boca, la boca y los ojos del cuerpo eran forzados a abrirse por medio de un instrumento especial sostenido por un sacerdote. Supuestamente, esto permitía al alma del aliento reingresar en la momia y conmemoraba el mito de que Osiris, después de que Seth lo había matado y desmembrado, era vuelto a la vida de la misma manera que su hijo Horus. Con el ba reintegrado a su dueño real, se le dejaba para que el ka volase de regreso y se reuniera con su compañero. Esto se creía que ocurría en una segunda ceremonia paralela en el siguiente mundo. Siendo lo más importante el reconocimiento del cuerpo por el ka, era esencial para la apariencia de la persona fallecida, el ser conservado fielmente por medio del embalsamamiento.
Por supuesto, se fomentan toda clase de mitos acerca de lo que los sacerdotes embalsamadores de Egipto hacían en las frías profundidades de las tumbas faraónicas. Así que la verdad está destinada a ser un poco prosaica. Haciendo a un lado los hechizos mágicos, el proceso de momificación era realmente algo al grano – de hecho, en términos químicos, relativamente brutal. Los egipcios adobaban básicamente a sus muertos con natrón, (sal del carbonato de sodio) de un depósito natural encontrado en el Valle del Nilo consistente principalmente de carbonato de sodio y bicarbonato de sodio (polvos de hornear), y cantidades variables de otras sustancias, incluidos el sulfato de sodio y el cloruro de sodio (sal de mesa). Esta mezcla deshidrataba el cadáver y así inhibía la actividad enzimática que normalmente causa el deterioro.
Al mismo tiempo, removían la mayoría de los órganos internos, comenzando por el cerebro, el cual era sacado a piezas por las fosas nasales con un gancho de hierro y luego se desechaba. Las vísceras como los pulmones, el hígado y los intestinos se sacaban completos y eran almacenados por separado en jarras selladas, en que cada una mostraba la aceptación de un dios patrono particular. El estómago era, ya bien sacado de la misma forma o bien era limpiado interiormente con vino y rellenado con productos aromáticos, mientras que el corazón, ó se dejaba intacto (ya que se creía que era el lugar de la inteligencia y de la conciencia), o era reemplazado con un escarabajo sagrado. Terminados los preliminares, seguía un vendaje cuidadoso del cuerpo con vendas empapadas en resinas y rociadas de aromas.
Era un procedimiento muy tardado – en más de una manera: una momia desenvuelta en 1940 en el Museo de Arte Metropolitano de Nueva York, aportó más de 800 metros cuadrados de vendas de lino. Era un ritual escrupulosamente llevado a cabo. El vendaje de Nekhebt tuvo que ser colocado sobre su frente muy bien aceitada, el vendaje de Hathor en la cara, y un impresionante conjunto de objetos preciosos (143 en el caso de Tutankamón) en posiciones estratégicas colocados entre los vendajes. Las uñas se doraban, un cristal pendía para iluminar la cara y material especial era aplicado para fortalecer los pasos de los muertos en el mundo de las tinieblas. Finalmente, después de setenta días de preparación exhaustiva, los sacerdotes culminaban su trabajo con la Apertura de la Boca.
Así, el faraón quedaba listo para su transformación en una imagen divina e incorruptible. La momificación y las ceremonias concurrentes ayudaban a asegurar la reunión entre el cuerpo y el alma en el más allá. Pero aún con estas precauciones, el rey muerto no tenía garantizada la inmortalidad. Para ello, aún necesitaba la conformidad de las deidades mayores. Una vez dentro del mundo espiritual, los difuntos serían conducidos por el dios con cabeza de chacal, Anubis, a la balanza del juicio, en donde su corazón sería pesado contra una pluma que simbolizaba a Maat la diosa de la justicia y de la verdad. Si la báscula quedaba equilibrada, Osiris indicaría que el hombre había llevado una vida sin tacha y que por ello merecía ser inmortal. Por el contrario, si el corazón resultaba ser más pesado, un destino menos atractivo le esperaba: el infortunado pecador sería otorgado como comida al hambriento monstruo-perro Amemait que muy cerca se encontraba al acecho.
Es una pena que los sacerdotes, que trabajaban tan laboriosamente para preservar a sus muertos, no pudieran nunca saber que se había hecho de tantos de sus, cuidadosamente preparados, cadáveres. Las poquísimas momias bien conservadas que han llegado hasta nosotros son excepciones; una gran cantidad o fueron saqueadas o estropeadas y hace mucho que se descompusieron mediante enjambres de insectos. Miles de otras fueron destrozadas a través de los siglos para hacer pócimas de curanderos contra varios malestares (la palabra momia viene del Persa mumiai, que significa “brea” o “asfalto,” que en un tiempo se pensó que era un remedio y con el cual se confundió a la resina ennegrecida de las envolturas). Algunas de las momias fueron pulverizadas para producir “marrón momia”, un pigmento para pintura al agua. Y, lo más extraordinario, gran cantidad de momias fueron utilizadas como combustible en los primeros ferrocarriles egipcios, ya que aparentemente sus vendajes impregnados de resina, servían como un excelente sustituto para el carbón.
Hoy en día, embalsamar sigue siendo un arte bien practicado y de mucha habilidad. En los Estados Unidos, más del 90 por ciento de los nuevos fallecimientos pasan por este proceso. Sin embargo hoy en día se ha venido a cumplir un propósito muy distinto. Mientras que en el antiguo Egipto los muertos se conservaban exclusivamente por el beneficio del muerto y su bienestar en el más allá, en el mundo moderno el embalsamar se realiza casi siempre para el beneficio de los vivos. La única excepción es en el caso de aquéllos individuos que escogen (y pueden pagar por adelantado) el ser puestos en congelamiento para una posible resucitación a futuro o, alternativamente, a ser momificados por las más recientes tecnologías, que involucran, en sus pasos finales, el ser recubiertos con un sellado hermético de poliuretano.
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Para aquéllos que hoy en día creen en una vida posterior, existe la tendencia a enlazar la noción de la vida después de la muerte con la de un dios en particular. Pero la teología y las conjeturas acerca del alma humana no han ido siempre de la mano. En la Grecia antigua, donde mucha gente llegó a cansarse de los demasiado-humanizados contemporáneos de Zeus y sus compañeros, los filósofos comenzaron a discutir acerca de la naturaleza del alma desde un punto de vista puramente académico y secular. Su planteamiento fue el de hacer una revisión por separado del mundo a su alrededor, casi de una manera arrogante y después teorizar. La palabra teoría, de hecho, viene del griego y representa “conocimiento”
Pitágoras, en la última parte del siglo sexto a. C., fue el primero en establecer una escuela del pensamiento basada en este método de investigación. El quedó impresionado por la forma en la que el mundo físico parecía apoyarse en relaciones entre números puros. La naturaleza, aparentemente, tenía una infraestructura matemática. Al mismo tiempo, Pitágoras señalo que las entidades matemáticas son de alguna manera más sutiles que sus contrapartes en el mundo “real” de los sentidos. Un círculo dibujado en la arena podrá parecernos a la distancia ser exactamente circular, pero, al ser inspeccionado más de cerca, siempre acaba por tener pequeños abultamientos y hoyuelos. Un círculo matemático, por otro lado, es perfecto en todas las formas y solamente puede, por lo tanto, ser imaginado en la mente. A partir de esta línea de pensamiento brotó la teoría de las ideas (idea es en griego “imagen”), o de las formas, la cual fue desarrollada por Sócrates, Platón y otros.
Pitágoras fue de igual manera un gran matemático como un incurable místico. Entre sus muchos descubrimientos, encontró que las notas armónicas de una cuerda en vibración siempre ocurren en longitudes que son simples proporciones numéricas con respecto a la fundamental (esto es, la nota formada por la cuerda vibrante inicial). Para otros, esto parecería ser una simple curiosidad, un agradable suceso de la naturaleza. Pero para Pitágoras fue la expresión de una profunda verdad mística. De ella, concluyó que el alma era una armonización del cuerpo. Un cuerpo debidamente balanceado cargará con un alma armónica, al igual que una cuerda debidamente afinada emitirá un sonido armónico.
Sócrates (h. 470-399 a. C.) tomó un camino diferente. Su teoría del alma se basaba en una doctrina Pitagórica anterior, respecto a que existen tres formas de vida. Esto era ejemplificado por las tres clases de personas que asistían a los juegos Píteos en Delfos: los atletas, los espectadores y aquellos que compraban y vendían. Por analogía, Sócrates argumentó que el alma tiene, en orden descendiente, una parte racional, una emocional y una adquisitiva. En el alma simple, están debidamente ordenadas, ocupándose cada una de sus propios deberes y obedeciendo y siguiendo la formación antes mencionada. Razonamiento, arriba, rige a la emoción. Esta su vez, ayuda a inspirar las acciones que dicta la razón.
Debido a que el alma simple está regida por el razonamiento, Sócrates la unió al campo de las Formas. Una Forma se consideró como una contraparte inmutable perfecta de algo real. Sócrates enseñó que un “detalle,” por ejemplo una taza, lo es por virtud de participar en la Forma, o imagen, de la taza – el prototipo constante y exclusivo que existe en el conjunto de ideas. Este punto se hace eco, por la forma en como empleamos el lenguaje: existen muchas tazas de muchas formas, tamaños, texturas y colores, pero sólo hay una palabra taza, la cual usamos para referirnos a todas ellas. Aunque una taza pudiera romperse, la Forma permanece intacta, al igual que la palabra.
Se creía que el campo de las Formas tenía una estructura exacta y una jerarquía. En la cúspide se encontraba la Forma de lo Bueno, bajo la cual todas las otras Formas estaban dispuestas. De esto, Sócrates dedujo que la mente informada se encuentra ligada a lo bueno, consistiendo su existencia en contemplar la Forma de lo Bueno. De ahí que la Maldad, surge de la ignorancia, que brota cuando el alma está gobernada por el cuerpo. Ya que el alma buena está conectada a las Formas, mientras que el cuerpo pertenece al mundo de los “detalles”, el alma dura pero el cuerpo no.
Desafortunadamente, las conjeturas de Sócrates al respecto de la naturaleza del alma apenas y si lo sobrevivieron – gracias a Platón. Habiendo pregonado inicialmente la teoría de las Formas, Platón (h. 427 - 347 a. C.) se dedicó a demolerla totalmente en un diálogo denominado Parménides. El marco es una reunión entre los filósofos Sócrates, Parménides y Zeno, en Atenas, alrededor del 450 a. C. En aquel entonces, Parménides, uno de los padres de la filosofía griega, era un hombre viejo, su discípulo Zeno estaba al máximo de sus poderes y Sócrates era joven y (convenientemente para Platón) aún algo inexperto. En el diálogo, Parménides señala que las Formas fallan en dar cuenta de lo que vemos porque no hay manera de ligarlas con detalles. La unión tendría que ser ya fuese otra Forma u otro detalle y por lo mismo debería de estar igualmente unido y así interminablemente sin resolución.
Habiéndose lógicamente deshecho de las Formas, Platón continuó desarrollando su idea del alma como la fuerza motriz. En otras palabras, el alma es lo que produce el movimiento, tanto de sí misma como de otros objetos. Ya que esto sucede sólo en los seres vivos, debe de ser su principio básico, por lo que el alma viene antes que el cuerpo y los sentimientos del alma antes que las cualidades materiales del cuerpo. Las cualidades éticas – aquellas que determinan la conducta –surgen por lo mismo del alma. Esto prevalece no sólo para las cualidades éticas positivas sino que también para las opuestas; la maldad, al igual que la bondad, tiene sus orígenes en el alma.
Con Aristóteles (384-322 a. C.) la base de la especulación cambió al fin de la pura teoría a la observación biológica. Aristóteles no era exactamente un científico en nuestro sentido moderno actual ya que nunca se tomó la molestia de probar sus ideas mediante la experimentación. Pero sin lugar a dudas fue un gran observador y enciclopedista. A partir de sus estudios de la flora y la fauna, él, al igual que Sócrates, vio la necesidad de tres tipos diferentes de alma. – en su caso conocidos como el nutritivo, el sensitivo y el racional. Todas las cosas vivas requieren de alimentación, así que las plantas, animales y el hombre por igual deben de tener un alma nutritiva. Los animales y el hombre tienen funciones nutritivas y sensitivas por igual. Pero sólo el hombre es racional. La relación Aristotélica entre el cuerpo y el alma es la misma que la que hay entre materia y forma. El alma convierte al hombre en lo que es pero no tiene existencia independiente del cuerpo. Es como una marca grabada en una barra de metal. Cuando el cuerpo se desintegra, igualmente lo hace el alma. Sólo la función racional no se pierde totalmente. Regresa al lugar de donde vino – una especie de depósito de proporciones, un mar común de conciencia intelectual.
Los dioses personales no encuentran cabida en las filosofías de Pitágoras, Sócrates, Platón o Aristóteles. Aun así existen implicaciones claras para la moral. Sócrates considera que una buena vida fue aquélla utilizada en la persecución de la Forma de lo Bueno. Para Aristóteles, la bondad estaba directamente unida con el uso correcto y consistente de la razón – escogiendo siempre el apropiado justo medio entre los extremos de la acción. El alma buena esta balanceada, es armónica y por sobre todo, racional.
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De: Athena |
Enviado: 26/08/2012 19:39 |
Con todo lo extraño que pueda parecernos hoy en día, los grandes pensadores de la Era Dorada de Grecia tenían ideas muy confusas acerca del papel que desempeña el cerebro. Aristóteles, el más influyente de todos ellos, nunca consideró al cerebro como un posible asentamiento del alma o de la mente. El creyó que era un sistema de enfriamiento, relleno de flemas – la mucosa de la nariz siendo un ejemplo. Aunque, el intelecto y el alma, decía el, residían en el corazón – un pensamiento voluble expresado hoy en día como nuestras “corazonadas” y, simbólicamente, con un signo en forma de corazón. (Los egipcios también mantenían este punto de vista, que es por lo que descartaban el cerebro pero conservaban o sustituían el corazón de manera que pudiera pesarse ante Osiris en la balanza del juicio.)
Fue tan solo hasta el segundo siglo d. C. que el doctor, griego de nacimiento, Galeno (h. 130-200 d.C.), apuntó, sin lugar a dudas, al cerebro como el lugar de la actividad mental. Galeno, quien llegó a la fama después de su exitoso tratamiento al emperador romano Marco Aurelio, hizo disecciones de los nervios en el cuello de un cerdo vivo, en público. A medida que estos iban siendo cortados, uno por uno, el cerdo continuaba chillando; sin embargo, cuando Galeno cortó uno de los nervios de la laringe (hoy en día conocidos como “nervios de Galeno”), los chillidos cesaron abruptamente, para el asombro de la multitud. De esta horrenda manera, Galeno demostró sin lugar a dudas de que era el cerebro, por medio de una red de nervios, la que estaba a cargo del resto del cuerpo.
Aunque discrepaba de Aristóteles respecto al desempeño del cerebro, Galeno si aceptó la teoría del alma tripartita – inclusive, la embelleció. A los tres elementos básicos, el les agregó la imaginación y la memoria, al igual que todas las funciones motrices y sensoriales. Más adelante, la iglesia católica romana se apropió de las ideas de Galeno (junto con muchos otros puntos clásicos acerca del universo), aún llegando tan lejos como el sugerir puntos específicos en el cerebro en donde podrían residir las diferentes funciones del alma. Y ahí quedó el tema. Por más de mil años, nadie se atrevió a arriesgarse con una teoría alterna, tal era el “todo-persuasivo” e intimidante poder de la Iglesia en Europa.
Entonces llegó el Renacimiento y, con él, la renovación del espíritu de investigación, Giordano Bruno, un explícito monje Dominico que fue quemado en la hoguera. Galileo fue amenazado con torturas. Pero la ola de nuevas ideas era imparable y muy pronto se forzó a la Iglesia a abandonar sus ideas sostenidas por tanto tiempo sobre el cosmos material.
El propio Galileo apuntaló el futuro territorio para la ciencia en 1623. La ciencia, aseveró, sólo estaba preocupada por las cualidades “primarias”, en otras palabras, aquellos aspectos del mundo externo que pueden sospesarse y medirse. Las cualidades “secundarias”, tales como la belleza, el amor, el significado y el valor, eran por implicación, de menor importancia y podían dejarse en las manos de los artistas y los teólogos.
El filósofo francés René Descartes (1596-1650) también expresó un sentimiento similar. Existían, según dijo, dos clases radicalmente diferentes de cosas en el universo. La primera, consistiendo de sustancia física o alargada (res extensa), que tiene longitud, anchura y profundidad, y por lo mismo puede medirse y dividirse. La segunda, o sustancia puramente mental (res cogitans), es tanto intangible como indivisible. El mundo exterior, incluyendo el cuerpo humano, pertenece a la primera categoría, mientras que el mundo interior de la mente pertenece a la segunda.
Estas nuevas distinciones, plenamente bien definidas entre las cualidades primarias y secundarias, materia y mente, objetivo y subjetivo, tuvieron el efecto de excluir a la conciencia humana del modelo científico del mundo. Como remarcó el historiador E. A. Burtt, a los ojos de la ciencia del post-renacimiento, “el hombre era cuanto apenas un paquete de cualidades secundarias” y “no un sujeto conveniente para un estudio matemático.”
En tanto el hombre era casi nada, era una máquina biológica. El único punto que quedaba a debatir era si, conectada a esta máquina de carne-y-sangre, existía un espíritu inmaterial o alma.
Descartes tenía ideas muy bien definidas al respecto. Habiendo recibido la mejor educación que se podía en su época, Descartes rechazó la mayoría de los dogmas Escolásticos presentados por sus profesores Jesuitas y se dispuso a reconstruir el conocimiento en lo que el consideraba una base más firme. Sus esfuerzos lo llevaron a ser reconocido como uno de los fundadores de la filosofía moderna.
En la sinopsis de Principios de la Filosofía, publicado en 1641, Descartes escribió: “Lo que he dicho es suficiente para mostrar claramente que la extinción de la mente no sigue a partir de la corrupción del cuerpo, y también para dar al hombre la esperanza de otra vida después de la muerte.”
Para alcanzar esta audaz conclusión, Descartes pasó muchas horas en reclusión – simplemente pensando (un hábito que adquirió cuando de niño su frágil salud lo hizo permanecer en cama en muchas mañanas de escuela.) El pensó acerca de lo que podía estar seguro y de lo que no. El, indudablemente, no podía dudar de que estaba pensando, y que por lo mismo existía. Cogito ergo sum (Pienso, luego existo): esta simple y memorable frase nos ha llegado como el filosófico equivalente de las leyes del movimiento de Newton, el trampolín aparentemente seguro para conjeturas futuras. Aún un omnipotente impostor no habría podido engañar a Descartes acerca de su propia existencia. Pero tal impostor, pensó, ¡si fuese lo suficientemente malicioso, podría haberlo engañado respecto de todo lo demás! No existía nada en el indudable hecho de su pensamiento que garantizara que existía un mundo allá fuera o ni siquiera de que tuviese un cuerpo (un sentir que encuentra eco en el punto de vista del mundo de la mecánica cuántica moderna). La única conclusión segura era la de saberse un ser puramente mental y que esta mente era totalmente diferente de su cuerpo. Siendo esto así, entonces su mente debería de ser capaz de continuar existiendo independientemente después de que su cuerpo hubiese muerto y hubiese sido enterrado. Por lo tanto, el hombre tenía alma.
Apenas y si parece una idea revolucionaria. Después de todo, el “dualismo” de Descartes, o teoría de las dos sustancias, tiene algunos puntos obvios en común con el punto de vista tradicional de la Iglesia acerca del cuerpo y del alma. Pero Descartes cortó tajantemente con la ortodoxia religiosa al menos en un respecto importante – su creencia de que la lógica podría revelar los secretos del alma.
Filósofos de todos los credos se unieron en el debate, no convencidos (si no es que no influenciados) por las enseñanzas de la Iglesia. ¿Tenemos, como sostenía Descartes, un alma que es distinta y separada del cerebro? Si es así, la muerte corporal no puede ser el final si no una simple fase de transición, un evento metafórico en el cual nos liberamos de materia como un preludio para seguir adelante. O, ¿son la mente y el alma verdaderamente efímeras – artefactos del cerebro viviente, condenados a morir cuando el cerebro muere?
Uno de los principales problemas del dualismo es encontrar un mecanismo – cualquier mecanismo – mediante el cual el alma y el cerebro puedan interactuar. Esto es como el dilema de Platón tratando de unir las Formas a los detalles. Es el acoplamiento real lo que es un aspecto delicado. Si el alma es inmaterial y el cerebro está hecho de materia ordinaria, entonces ¿cómo pueden los dos establecer contacto e influenciarse?
Descartes tenía una respuesta muy ingeniosa para contestar a esto. El aceptó el anterior descubrimiento de William Harvey, doctor de Elizabeth primera, respecto de la circulación de la sangre pero rechazó la idea de Harvey de que el corazón era una bomba. Por el contrario, el siguió la creencia de Aristóteles de que el corazón era como hogar donde se calentaba la sangre. Este calentamiento producía un vapor (los denominados “espíritus animales”) que dilataban el cerebro y lo volvían receptivo a las impresiones de los sentidos y del alma. Como órgano de interacción – el asiento físico del alma – Descartes escogió la glándula pineal. Esta diminuta estructura, concluyó, se encontraba idealmente colocada (en la base del cráneo) para ser capaz de regular el flujo del vapor del y hacia el cerebro.
Descartes pudo haber estado equivocado respecto de la glándula pineal, pero abrió las compuertas a un debate racional sobre el tema del alma. El filósofo inglés John Locke (1632-1704) reflexionó ampliamente sobre el tema del dualismo y no quedó convencido por la explicación de Descartes de como se comunican el alma y el cerebro. Quizá, argumentó, la mente es material y Dios le concedió a la materia, en el caso del hombre, el poder para pensar y conocer.
Locke siguió siendo un dualista – solamente. Pero no así su compatriota Thomas Hobbes (1588-1679). Hobbes era un determinista rotundo, un hombre que había sido muy fuertemente influenciado en su juventud por la nueva “filosofía mecánica” de Galileo. Para Hobbes todas las cosas podían ser explicadas como si fuesen máquinas. Para él, el alma no era más que un cuerpo pensante. Es una opinión de la cual se han hecho eco muchas veces desde entonces, muy memorablemente en 1949 por el filósofo inglés Gilbert Ryle quien se burló de la noción de la mente de Descartes como “un fantasma en la máquina.”
¿Ha sido, finalmente, exorcizado el fantasma por el reducto científico? Entre los rangos de filósofos y biólogos de hoy en día, no hay duda que los materialistas mantienen el balance. El cerebro se encuentra bajo el microscopio como nunca antes lo estuvo y la esperanza de muchos investigadores parece ser de que todas sus funciones – todo de lo que son capaces nuestras mentes – algún día será entendido en términos puramente físicos.
Y aún así, la voz de los disidentes es insistente y quizá, una vez más, esta siendo difícil de ignorar. Tal y como Lewis Thomas, el distinguido administrador de investigaciones sobre el cáncer y escritor, dijo elocuentemente:
Existe aún ese desvanecimiento permanente de la conciencia a tomarse en cuenta. ¿Vamos a estar atrapados por siempre en este problema? ¿A dónde se va? ¿Muere simplemente en sus huellas, perdido en el humus, desperdiciado? Considerando la tendencia de la naturaleza en encontrarle usos a los mecanismos complejos e intricados, a mí me parece innatural. Prefiero pensar de ello como algo separado de los filamentos de su atadura, y luego conducido como un aliento de regreso a la membrana de su origen, una memoria fresca para un sistema nervioso biosférico...
La gran pregunta prevalece, después de milenios de debate: ¿puede la mente sobrevivir de alguna manera sin su equipo neuronal – y si es así, de qué manera? ¿Es la mente sólo nuestra experiencia subjetiva del cerebro trabajando, o tienen la mente y el cerebro una existencia paralela por separado?
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