Las costumbres antiguas de las bodas judías son bastante difíciles de determinar, según los expertos. No disponemos más que de referencias dispersas y fragmentarias que nos impiden configurar una visión completa. Además, las costumbres variaban de un distrito judío a otro.
Así lo confirma Joachim Jeremías en su libro “Las parábolas de Jesús”:
La idea errónea ha surgido porque no poseemos una descripción de una fiesta nupcial conectada con la época de Jesús, sino colecciones modernas de material que intentan construir un mosaico conectado al margen de las alusiones dispersas encontradas en la literatura rabínica. Hay evidencias de que estas colecciones de material son incompletas. Esto no es sorprendente en vista de la situación con respecto a las fuentes; el material es limitado y muy disperso, y la imagen es extraordinariamente variada; entonces y ahora, las costumbres de las bodas diferían de un distrito a otro; más aún, tras la destrucción del Templo, bajo el repetido impacto de los desastres nacionales, los judíos sufrieron grandes restricciones; pero sobre todo, los informes ocasionales que poseemos están muy distribuidos en el espacio y en el tiempo: en el espacio vienen de Palestina y Babilonia, mientras que en el tiempo se extienden en muchos siglos.
Teniendo presente estas limitaciones intentaremos recopilar de forma resumida el típico proceso de una boda de aquel tiempo.
El joven pretendiente solía acudir a casa del padre de la novia portando una gran suma de dinero, un contrato de esponsales, llamado shitre erusin (redactado por las autoridades y costeado por el futuro novio), y un pellejo de vino.
En cuanto entraba en una casa un joven portando estas cosas ya se sabía a qué venía. Entonces el pretendiente discutía con el padre de la chica y con los hermanos mayores el precio acordado para poder desposar a su hija. El coste solía ser de al menos doscientos denarios para un doncella y cien denarios para una viuda, mientras que el consejo sacerdotal de Jerusalén fijó cuatrocientos denarios para casar con la hija de un sacerdote. Por supuesto, estas cifras indican sólo el mínimo legal, y podían ser aumentadas a voluntad. Si finalmente el padre accedía, bebía con el pretendiente un trago de vino, y se invitaba a la hija a pasar. Si la hija accedía (rara vez se opondría a un acuerdo previo del padre), entonces había acuerdo, y la hija y el pretendiente sellaban su acuerdo de esponsales bebiendo de misma copa de vino, mientras se pronunciaba una bendición.
Desde ese momento y hasta doce meses después tenían lugar los esponsales. El momento del inicio de los esponsales se marcaba con un regalo de boda (o mohar, Gen 34 12, Ex 22 17, 1 Sam 18 25). Desde el momento de los esponsales, la novia era tratada como si realmente estuviera casada. La unión no podía disolverse excepto por un divorcio legal; el incumplimiento de la fidelidad era tratado como adulterio; y la propiedad de la mujer pasaba virtualmente a ser del esposo, a menos que expresamente renunciara a ello (Kidd. IX 1). Pero incluso en este caso él era el heredero natural.
Después del contrato de esponsales los novios continuaban separados cada uno en la casa de sus padres. Durante este período la novia se preparaba para su futuro papel de esposa y el novio se encargaba de conseguir el futuro alojamiento para su mujer, que podía ser incluso una habitación dentro de la casa de los padres.
Finalmente llegaba el día de la boda (nissuin). Alfred Edersheim, en sus “Bocetos de la vida social judía” (Sketches of Jewish Social Life), nos relata más detalles:
El matrimonio seguía después [de los esponsales] tras un período más o menos largo, los límites de los cuales estaban fijados por la ley. La ceremonia en sí consistía en conducir a la novia a la casa del novio, con ciertas formalidades, la mayor parte datadas de tiempos antiguos. El matrimonio con una doncella se celebraba comúnmente por la tarde de un miércoles, lo cual dejaba los primeros días de la semana para los preparativos, y permitía al marido, si tenía alguna acusación en contra de la supuesta castidad de su prometida, realizarla de inmediato ante el sanedrín local, que se reunía cada jueves. Por otra parte, el matrimonio con una viuda se celebraba en jueves por la tarde, lo que dejaba tres días de la semana “para gozarse con ella”.
Las procesiones previas a la ceremonia constituían una parte importante del ritual, como describe Joachim Jeremias:
A última hora de la tarde los invitados se entretenían en la casa de la novia. Después de horas de esperar al novio, cuya llegada era repetidamente anunciada por mensajeros, llegaba finalmente, media hora antes de la media noche, para encontrarse con la novia; iba acompañado de sus amigos; iluminado por las llamas de las candelas, era recibido por los invitados que habían venido a encontrarse con él. La comitivia de la boda se desplazaba entonces, de nuevo en medio de muchas luminarias, en una procesión festiva hasta la casa del padre del novio, donde tenía lugar la ceremonia del matrimonio y el agasajo.