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Respuesta  Mensaje 1 de 15 en el tema 
De: Marti2  (Mensaje original) Enviado: 08/11/2009 07:47
Leyendas autóctonas recopiladas de los distintos rincones de América Latina
 
 
"La Azucena del bosque"

Hace muchos, muchos años, había una región de la tierra donde el hombre aún no había llegado. Cierta vez pasó por allí I-Yará (dueño de las aguas) uno de los principales ayudantes de Tupá (dios bueno). Se sorprendió mucho al ver despoblado un lugar tan hermoso, y decidió llevar a Tupá un trozo de tierra de ese lugar. Con ella, amasándola y dándole forma humana, el dios bueno creó dos hombres destinados a poblar la región.

Como uno fuera blanco, lo llamó Morotí, y al otro Pitá, pues era de color rojizo.

Estos hombres necesitaban esposas para formar sus familias, y Tupá encargó a I-Yará que amasase dos mujeres.

Así lo hizo el Dueño de las aguas y al poco tiempo, felices y contentas, vivían las dos parejas en el bosque, gozando de las bellezas del lugar, alimentándose de raíces y de frutas y dando hijos que aumentaban la población de ese sitio, amándose todos y ayudándose unos a otros.

En esta forma hubieran continuado siempre, si un hecho casual no hubiese cambiado su modo de vivir.

Un día que se encontraba Pitá cortando frutos de tacú (algarrobo) apareció junto a una roca un animal que parecía querer atacarlo. Para defenderse, Pitá tomó una gran piedra y se la arrojó con fuerza, pero en lugar de alcanzarlo, la piedra dio contra la roca, y al chocar saltaron algunas chispas.

Este era un fenómeno desconocido hasta entonces y Pitá, al notar el hermoso efecto producido por el choque de las dos piedras volvió a repetir una y muchas veces la operación, hasta convencerse de que siempre se producían las mismas vistosas luces. En esta forma descubrió el fuego.

Cierta vez, Moroti para defenderse, tuvo que dar muerte a un pecarí (cerdo salvaje - jabalí) y como no acostumbraban comer carne, no supo qué hacer con él.

Al ver que Pitá había encendido un hermoso fuego, se le ocurrió arrojar en él al animal muerto. Al rato se desprendió de la carne un olor que a Morotí le pareció apetitoso, y la probó. No se había equivocado: el gusto era tan agradable como el olor. La dio a probar a Pitá, a las mujeres de ambos, y a todos les resultó muy sabrosa.

Desde ese día desdeñaron las raíces y las frutas a las qué habían sido tan afectos hasta entonces, y se dedicaron a cazar animales para comer.

La fuerza y la destreza de algunos de ellos, los obligaron a aguzar su inteligencia y se ingeniaron en la construcción de armas que les sirvieron para vencer a esos animales y para defenderse de los ataques de los otros. En esa forma inventaron el arco, la flecha y la lanza. Entre las dos familias nació una rivalidad que nadie hubiera creído posible hasta entonces: la cantidad de animales cazados, la mayor destreza demostrada en el manejo de las armas, la mejor puntería... todo fue motivo de envidia y discusión entre los hermanos.

Tan grande fue el rencor, tanto el odio que llegaron a sentir unos contra otros, que decidieron separarse, y Morotí, con su familia, se alejó del hermoso lugar donde vivieran unidos los hermanos, hasta que la codicia, mala consejera, se encargó de separarlos. Y eligió para vivir el otro extremo del bosque, donde ni siquiera llegaran noticias de Pitá y de su familia.

Tupá decidió entonces castigarlos. El los había creado hermanos para que, como tales, vivieran amándose y gozando de tranquilidad y bienestar; pero ellos no habían sabido corresponder a favor tan grande y debían sufrir las consecuencias.

El castigo serviría de ejemplo para todos los que en adelante olvidaran que Tupá los había puesto en el mundo para vivir en paz y para amarse los unos a los otros.

El día siguiente al de la separación amaneció tormentoso. Nubes negras se recortaban entre los árboles y el trueno hacía estremecer de rato en rato con su sordo rezongo. Los relámpagos cruzaban el cielo como víboras de fuego. Llovió copiosamente durante varios días. Todos vieron en esto un mal presagio.

Después de tres días vividos en continuo espanto, la tormenta pasó.

Cuando hubo aclarado, vieron bajar de un tacú (algarrobo) del bosque, un enano de enorme cabeza y larga barba blanca.

Era I-Yará que había tomado esa forma para cumplir un mandato d e Tupá.

Llamó a todas las tribus de las cercanías y las reunió en un claro del bosque. Allí les habló de esta manera:

Tupá, nuestro creador y amo, me envía. La cólera se ha apoderado de él al conocer la ingratitud de vosotros, hombres. Él los creó hermanos para que la paz y el amor guiaran vuestras vidas... pero la codicia pudo más que vuestros buenos sentimientos y os dejasteis llevar por la intriga y la envidia. Tupá me manda para que hagáis la paz entre vosotros: iPitá! iMoroti! ¡Abrazaos, Tupá lo manda!

Arrepentidos y avergonzados, los dos hermanos se confundieron en un abrazo, y tos que presenciaban la escena vieron que, poco a poco, iban perdiendo sus formas humanas y cada vez más unidos, se convertían en un tallo que crecía y crecía ...

Este tallo se convirtió en una planta que dio hermosas azucenas moradas. A medida que el tiempo transcurría, las flores iban perdiendo su color, aclarándose hasta llegar a ser blancas por completo. Eran Pitá (rojo) y Morotí (blanco) que, convertidos en flores, simbolizaban la unión y la paz entre los hermanos.

Ese arbusto, creado por Tupá para recordar a los hombres que deben vivir unidos por el amor fraternal, es la "AZUCENA DEL BOSQUE".

Recopiladoras de "Petaquita de Leyendas" , Ed. Peuser.
Azucena Carranza y Leonor Lorda Perellón.



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Respuesta  Mensaje 3 de 15 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 08/11/2009 07:56
LA ALGARROBA
LEYENDA QUICHUA
VOCABULARIO
bullet INCA: Príncipe, Hijo
del Sol.
bullet VIRACOCHA: Dios de
los peruanos. Nombraban
también así a
los españoles, a los
blancos.
bullet PACHAMAMA: Madre
Tierra. Diosa a la que
adoraban.
bullet COCA: Planta, cuyas
hojas, secas, masticaban
los indios.
bullet LLICTA: La masa de
ceniza o de cal con
que se mastica la
coca.
bullet CHICHA: Bebida
fermentada, generalmente
de maíz.
bullet URPILA: Palomita
torcaza.
bullet KUSIYA: ¡Ayúdame!
bullet INTI: El Sol.

Era en tiempos de los Incas. Los quichuas adoraban con sumo respeto y con las principales honras a Viracocha, señor supremo del reino. También adoraban a Inti, a las estrellas, al trueno y a la tierra.

Conocían a esta última con el nombre de Pachamama, que es como decir “Madre Tierra” y a ella acudían para pedir abundantes cosechas, la feliz realización de una empresa, caza numerosa, protección para las enfermedades, para el granizo, para el viento helado, la niebla y para todo lo que podía ser causa de desgracia o sinsabor.

Levantaban en su honor altares o monumentos a lo largo de los caminos.

Los llamaban apachetas y consistían en una cantidad de piedras amontonadas unas encima de las otras, formando un pequeño montículo.

Allí se detenía el indio a orar, a encomendarse a la Pachamama, cuando pasaba por el camino al alejarse del lugar por tiempo indeterminado o simplemente cuando se dirigía al valle llevando sus animales a pastar.

Para ponerse bajo la protección de la Pachamama, depositaba en la apacheta, coca, Ilicta, o cualquier alimento que tuviera en gran estima, seguro de conseguir el pedido hecho a la divinidad.

Respetuoso de la tradición y de las costumbres, el pueblo quichua jamás había olvidado sus obligaciones hacia los dioses que regían sus vidas.

Pero llegó un tiempo de gran abundancia en que los campos sembrados de maíz eran vergeles maravillosos que daban copiosa cosecha, la tierra se prodigaba con exuberancia y la ociosidad fue apoderándose de ese pueblo laborioso que, olvidando sus obligaciones, abandonó poco a poco el trabajo para dedicarse a la holganza, al vicio y a la orgía.

Se desperdiciaba el alimento que tan poco costaba conseguir, y con las espigas de maíz, que las plantas entregaban sin tasa, fabricaban chicha con la que llenaban vasijas en cantidades nunca vistas.

Fue una época sin precedentes.

El vicio dominaba a hombres y mujeres. Ellos, en su inconsciencia, sólo pensaban en entregarse a los placeres bebiendo de continuo y con exceso, comiendo en la misma forma y danzando durante todo el tiempo que no dedicaban al sueño o al descanso.

Los depósitos repletos proveían del alimento necesario y nadie pensó que esa fuente que les proporcionaba granos y frutos en abundancia, se agotaría alguna vez.

El desenfreno continuaba y nada había que llamara a ese pueblo a la reflexión
y a la vida ordenada y normal.

Llegó la época en que se hacía imprescindible sembrar, si se pretendía cosechar.

Pero nadie pensaba en ello.

Inti, entonces, al comprobar que el pueblo desagradecido olvidaba los favores brindados por la Pachamama, queriendo darles su merecido, resolvió castigarlos.

Con el calor de sus rayos, que envió a la tierra como dardos de fuego, secó los ríos y lagunas, los lagos y las vertientes, y como consecuencia, la tierra se endureció, las plantas perdieron sus hojas verdes y sus flores, los tallos se doblaron y los troncos y las ramas de los árboles, resecos y polvorientos, parecían brazos retorcidos y sin vida.

En los graneros aun quedaban alimentos, y en los cántaros, chicha. ¿Qué importancia tenía, entonces, para esas gentes, que las plantas se secaran y que el río hubiera dejado de correr, y seco y sin vida, mostrara las paredes pedregosas de su lecho ?

Mientras durara la chicha no podría desaparecer la felicidad ni la alegría. Pero un día llegó en que, con asombro, comprobaron que los graneros no eran inagotables y que para servirse de sus granos y de sus frutos, era necesario depositarlos primero.

El alimento comenzó a escasear, y con ello las penurias, la miseria y el hambre hicieron su aparición.

Recapacitaron entonces los quichuas, decidiendo volver a trabajar los campos y a sembrarlos.

Pero el castigo de Inti no había terminado y la tierra, cada vez más reseca y dura, no se dejaba clavar los útiles con que pretendían labrarla y así era imposible poner la semilla.

La desolación y la miseria fueron las soberanas de ese pueblo que, en un instante, olvidó las leyes de sus dioses y sus obligaciones con la vida.

Los animales, flacos, sin fuerzas, morían en cantidad y parecía mentira que esos campos, que al presente se asemejaban al más desolado de los páramos, hubieran podido ser, alguna vez, praderas alegres cubiertas de hierbas y de árboles o de extensas plantaciones de maíz, en las que los frutos se ofrecían generosos.

Los niños, pobres víctimas inocentes de los pecados y de la disipación de los mayores, débiles, flacos, con los rostros macilentos, los ojos grandes y desorbitados, verdaderos exponentes de miseria y de dolor, sólo abrían sus bocas resecas para pedir algo que comer.

Los más débiles morían sin que nadie pudiera hacer algo por ellos.

El sol caía a plomo. De una de las casas de piedra que se hallaban en los alrededores de la población, una mujer salió, corriendo desesperada.


Respuesta  Mensaje 4 de 15 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 08/11/2009 07:56

Era Urpila, que, enloquecida porque sus hijos morían de hambre y de sed, arrepentida de las faltas cometidas en los últimos tiempos y enrostrando a todos su vergüenza, su pecado y su olvido de Inti y de la Pachamama, corría a la primera apacheta del camino a pedir protección a la Madre Tierra y a depositar su ofrenda de coca y de Ilicta, últimas porciones que había podido conseguir.

Llegó a la apacheta y casi sin fuerzas, comenzó:

Pachamama,
Madre Tierra,
Kusiya... Kusiya...

Lloró y se desesperó ante el altar de la diosa, prometiendo enmienda y sacrificios.

Extenuada, sin fuerzas para continuar, se sentó en el suelo, apoyando su cuerpo cansado en el tronco de un árbol que crecía a pocos pasos y cuyas ramas secas parecían retorcerse en el espacio. Tan grande era su fatiga, tanta su debilidad, que, vencida, bajó la cabeza y no tardó en quedarse profundamente dormida. Tuvo sueños felices. La Pachamama, valorando su arrepentimiento, llenó su alma de visiones de esperanza y acercándose a ella, con toda la grandeza que como diosa le concernía, le habló generosa:

— No te desesperes, mujer. El castigo ha dado sus frutos y el pueblo, arrepentido como tú misma, de su ocio y de su desenfreno, retornará a su existencia anterior, que es la justa, la verdadera. La vida renacerá sobre la tierra que volverá a brindar sus frutos y su belleza.

Cuando despiertes, y antes de irte, abre tus brazos y recibe las vainas que ha de regalarte este “Árbol”, desde hoy sagrado. Que las coman tus hijos y los hijos de las otras madres, que con ellas calmarán su hambre y apagarán su sed. Tu humildad y tu arrepentimiento han hecho posible este milagro que Inti realiza para ti.

Cuando Urpila despertó creyó morir, tal era su decepción. El aspecto de la tierra en nada había variado y la visión había desaparecido.

Se convenció de que su sueño había sido sólo eso: un sueño.

Pero, recapacitando, volvieron a su mente las palabras de la Pachamama y recordó al “Árbol”. Levantó entonces sus ojos hacia las ramas que parecían secas, y tal como la diosa lo anunciara, las vainas doradas se ofrecían a su desesperación como una esperanza de vida.

Cambió en un instante su estado de ánimo dándole fuerzas extraordinarias.

Se levantó ansiosa y cortó los frutos generosos hasta que entre sus brazos no
cupieron más.

Entonces corrió al pueblo, hizo conocer la nueva y todos se lanzaron a buscar las milagrosas vainas color castaño, mientras ella repartía entre sus hijos el tesoro que encerraban sus brazos de madre y que le había concedido la Pachamama...

El pueblo volvió a la vida y veneró desde entonces al “Árbol Sagrado” que fue su salvación y que, a partir de ese día, les brindan pan y bebida que ellos reciben como un don.

Ese árbol venerado es el algarrobo, que tiene la virtud, además de las nombradas, de ser, en tiempos de grandes sequías, el único alimento de los animales.

REFERENCIAS

La algarroba es el fruto del algarrobo, del que se conocen dos clases: el blanco y el negro.

Ambos son árboles, pertenecientes a la familia de las leguminosas. El nombre científico del algarrobo blanco es: “Prosopis alba”.

Es este un árbol que proporciona grata y hermosa sombra, merced a su copa en forma de sombrilla, cubierta de espeso follaje. El tronco es grueso y rugoso. Las hojas, caducas, son compuestas, formadas por gran número de hojuelas de color verde oscuro.

Las flores que cubren el árbol en primavera son pequeñas, amarillentas y se dan en espigas tupidas. Contrariamente a lo que sucede en la generalidad de las plantas, en el algarrobo la parte más vistosa de la flor no es la corola, sino los estambres. El fruto es una legumbre de color claro. Cuando maduran las semillas que contiene, se torna más o menos carnoso, de agradable sabor y muy comestible.

Molido, se transforma en una harina con la que se fabrica el patay, que es un pan o torta de alto valor alimenticio por contener albúmina y gran cantidad de azúcar, provenientes de la algarroba. Dejando fermentar la algarroba pisada, mezclada con cierta cantidad de agua, se hace una bebida alcohólica llamada aloja. Este fruto constituye uno de los principales alimentos de los naturales que habitan la región donde crece el algarrobo.

Como la producción de algarroba es muy abundante, se recogen las vainas en gran cantidad y se conservan durante mucho tiempo, recurriendo a esta reserva en la época en que escasean los alimentos. Para el ganado, es nutritivo y muy eficaz.

Otra de las grandes utilidades del algarrobo reside en su madera dura, que se emplea en carpintería, en ebanistería —sobre todo en trabajos de torno—, en construcciones, para la fabricación de adoquines, etc..... Se la emplea como leña y para la fabricación del carbón de leña.

Existe, además del algarrobo blanco, como hemos dicho, el algarrobo negro, cuyas características son similares al que acabamos de describir, con la diferencia que el fruto maduro es una vaina negra.

Crecen ambas especies en nuestro país, en las provincias de Córdoba, San Luis, La Rioja, Catamarca, Tucumán, Salta, Entre Ríos, Chaco y en la provincia de Formosa.

El algarrobo, planta que brindó a los primitivos habitantes de nuestro suelo, tanta y variada utilidad y sobre todo, completa alimentación, fue conocido en algunas regiones simplemente con el nombre de: “EL ÁRBOL” y se lo consideró árbol sagrado.

Los quichuas lo conocían con el nombre de TACU; los guaraníes lo llaman IVOPÉ y al algarrobo blanco: “IVOPÉ MOROTÍ”.


Respuesta  Mensaje 5 de 15 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 08/11/2009 07:58
EL BENTEVEO
LEYENDA GUARANÍ
VOCABULARIO
bullet AKITÁ: Terrón.
bullet MONDORÍ: Cierta clase
de abeja.
bullet TUYÁ: Anciano, viejo.
bullet PIRAYÚ: Dorado (pez).
bullet PACÚ: Pez grande de
agua dulce.
bullet PATÍ: Pez grande sin
escamas.
bullet SURUBÍ: Especie de
bagre grande.
bullet SAGUA-Á: Arisco.
bullet CUMINÍ: Niño.
bullet TEMBIRECÓ: Esposa.
bullet IGA: Canoa.
bullet INIMBÉ: Lecho.
bullet PITO GüÉ: Cachimbo
que fue.
bullet TUPÁ: Dios bueno.
bullet OGA MÍ: Casita.

Cuando Akitá y Mondorí se casaron, ocuparon una cabaña construida con varios horcones clavados en la tierra y cubiertos con ramas y con hojas de palmera. La nueva oga mí estaba en plena selva misionera.

Cerca, el gran Paraná pasaba impetuoso formando pequeños saltos en las piedras que encontraba al paso.

Al morir la madre de Akitá, su padre, que quedara solo, les pidió albergue en su cabaña y, como buenos hijos, recibieron con cariño al pobre tuyá a quien la edad y las enfermedades habían restado energías y capacidad para trabajar. A pesar de ello él trataba de no ser una carga para sus hijos, a los que ayudaba en lo que le era posible.

Para entonces ya había nacido Sagua-á, que al presente contaba ocho años.

Una de las tareas del abuelo, y que por cierto cumplía con sumo agrado, era atender al pequeño mientras sus padres, por su trabajo, se veían obligados a alejarse de la cabaña.

Foto: Luisa Herrera Grandes compañeros eran el abuelo y el nieto. Jugando, aquél le enseñaba a manejar el arco y la flecha y nada había que distrajera más al niño que ir con él a pescar a la costa del río.

Cuando sus padres volvían, era su mayor orgullo mostrarles el surubí, el pirayú, el pacu o el patí que habían conseguido y que muchas veces ya se estaba asando en un asador de madera dura.

Otras veces, era una vasija repleta de miel de lechiguana que lograran en el bosque no sin grandes esfuerzos.

Para el pobre tuya no había más deseos que los de su nieto y, aunque a costa de grandes sacrificios, muchas veces, su mayor felicidad era complacerlo.

Valido de tanta condescendencia, el niño era un pequeño tlrano que no
admitía peros ni réplicas a sus exigencias.

Sólo en presencia de sus padres que, compadecidos de la capacidad del abuelo, restringían sus pretensiones, Sagua-á se reprimía.

A medida que el tiempo transcurría, las fuerzas fueron abandonando al pobre viejo que ya no podía llegar hasta la orilla acompañando a pescar a su nieto, ni hasta el bosque a recoger dulces frutos o miel silvestre.

Pasaba la mayor parte de su tiempo sentado junto a la cabaña, haciendo algún trabajo que su poca vista le permitía: tejiendo cestos de fibras vegetales o puliendo madera dura que transformaba en flechas o en anzuelos para su nieto.

Sagua-á correteaba sin cesar, alejándose de la oga mí con cualquier pretexto y dejando solo y librado a sus pocas fuerzas al abuelo, que nada decía por no contrariar al niño ni privarlo de sus diversiones.

Cuando los padres regresaban, encontraban siempre a su hijo junto al abuelo, de modo que, confiados en que el niño no se movía de su lado, dejaban tranquilos la cabaña para cumplir su trabajo en el algodonal.

El anciano, por su parte, jamás había dicho una palabra que pudiera delatar al cuminí, ni intranquilizar a sus hijos.

Pero sucedió que un día, Sagua-á se detuvo más que de costumbre en sus correrías por el bosque con otros niños de su edad y al llegar Akitá y su tembirecó Mondorí a la cabaña, hallaron al abuelo que no había probado alimento por no haber tenido quien se lo alcanzara.

Sus piernas ya no le respondían y era incapaz de moverse sin la ayuda de otra persona.

Indignado Akitá quiso conocer el comportamiento de su hijo en días anteriores, haciendo preguntas al abuelo; pero éste, pensando siempre en el nieto con benevolencia y cariño, contestó con evasivas, evitando acusarlo y encontrando en cambio disculpas que justificaron su alejamiento.

Cuando Sagua-á llegó corriendo y sofocado, tratando de adelantarse al arribo de sus padres, Akitá lo reprendió duramente, enrostrándole su mal proceder, su falta de piedad y de agradecimiento hacia el pobre abuelo que tanto le quería y que no había hecho otra cosa que complacerlo siempre.

Sagua-á nada respondió. Bajó la cabeza y su rostro adquirió una expresión de ira contenida.

En su interior no daba la razón a su padre sino que, por el contrario, juzgaba injusto su proceder. ¿Por qué él, sano y fuerte, que podía correr por el bosque, trepar, coger frutos y miel silvestre, o llegar a la costa, echar el anzuelo y pescar apetitosos peces, debía quedarse allí, quieto, junto a una persona inmóvil? ¿Acaso al abuelo, cuando podía caminar, no le gustaba acompañarlo en sus excursiones? ¿Qué culpa tenía él, ahora, de que no pudiera hacerlo? Y en último caso, si no podía caminar, que se quedara el abuelo en la cabaña, que él, por su parte, nada podía remediar quedándose también.

El tirano egoísta había aparecido en estas reflexiones, que si bien no exteriorizó con palabras, lo decían bien a las claras su ceño fruncido y su expresión airada que en ningún momento trató de disimular.

Desde entonces, varios días se quedó la madre en la cabaña. El padre iba solo a trabajar.

El abuelo se había agravado y ya no podía abandonar el lecho de ramas y de hojas de palma.

Era necesario atenderlo y alcanzarle los alimentos, pues él era incapaz de
moverse por su voluntad.

Ese día muy temprano, cuando las estrellas aun brillaban en el cielo, Akitá salió a trabajar.

Su tembirecó iría algo más tarde pues era imprescindible su ayuda ese día. Sagua-á quedaría cuidando al abuelo.

Cuando despuntaba la aurora, Mondorí consideró que era hora de salir. Antes de hacerlo, despertó a su hijo que dormía profundamente.

El niño despertó de mala gana, refregándose los ojos con el dorso de sus manos.

Malhumorado al tener que dejar el lecho tan temprano, respondió irritado al llamado de la madre:

— iQué quieres! ¿No puedes dejarme dormir?

— No seas egoísta, Sagua-á. Tu abuelo no puede quedar solo y además es necesario atenderlo. Su enfermedad le impide moverse por su voluntad y es justo que se lo cuide. Tu padre y yo debemos trabajar y tu tienes la obligación de dedicarte al pobre abuelo enfermo.

— ¿Por qué tengo que atenderlo? —insistió iracundo—. ¡Yo había decidido ir al río a pescar y por culpa de él debo quedarme acá como si estuviera prisionero! ¡Ya he preparado la igá y yo iré a pescar! ¡El abuelo no necesita nada!

—¡No seas malo, Sagua-á! Recuerda que tu abuelo fue siempre muy bueno contigo y que sólo bondades y mimos has recibido de él. Ahora te necesita, ¡es justo que le dediques tu atención! ¡Te prohíbo que te muevas de casa! ¡Ya irás a pescar cuando hayamos vuelto tu padre y yo!

—¿Exiges que me quede? Muy bien... ¡me quedaré! ¡Pero te aseguro que no me obligarán a hacerlo otra vez!— concluyó amenazante el despechado Sagua-á.

Triste se fue Mondorí al reconocer los sentimientos mezquinos que dominaban a su hijo.

Mientras iba caminando, pensó en Sagua-á cuando era pequeñito y recordó la bondad que albergaba entonces su corazón...


Respuesta  Mensaje 6 de 15 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 08/11/2009 07:59

Con su manecita tierna acariciaba a los animalitos que se acercaban a la cabaña en busca de alimento y a los que era capaz de dar lo que él estaba comiendo... Y no olvidaba el día cuando, entre dos de sus deditos traía una florecilla silvestre cortada por él mismo que le entregó mirándola con expresión tan alegre y orgullosa como si le hubiera dado un tesoro...

¡Cómo había cambiado su hijo! ¡Qué malos sentimientos se habían apoderado de su alma! ¿Cuál sería la causa de este cambio?

Temió la madre por él. Tupá, el Dios que premiaba a los buenos, no dejaba sin castigo a los malos. ¿Qué tendría reservado para Sagua-á?

Dominada por tan tristes pensamientos hizo el camino hasta la plantación de algodón, donde su marido ya estaba trabajando desde temprano, y lamentó que la inminencia de la recolección no le hubiera permitido quedarse junto al abuelo enfermo. No tenía confianza en que Sagua-á le prestara la atención necesaria.

Mientrs tanto, allá, en la cabaña de la selva misionera, su triste presentimiento se cumplía.

Sagua-á obedeció a su madre: no se movió de la casa; pero se dedicó a arreglar sus útiles de pesca y a preparar los elementos que utilizaría al día siguiente cuando pudiera ir al río como él deseaba.

Del pobre abuelo ni se acordó siquiera.

En cierto momento oyó que lo llamaba con voy débil y entrecortada:

— ¡Sagua-á...! ¡Sa... gua...á...!

Malhumorado el niño al verse molestado e interrumpido en su ocupación, de mala gana respondió:

— ¿Qué quieres? ¡Ya voy!

Pero ni se movió.

El anciano, mientras tanto, se debatía en su lecho con un desasosiego que crecía por momentos.

Sagua-á oyó que lo volvía a llamar:

— ¡Ven... Sa...gua...á...! ¡Ven... por... favor...!

Acudió por fin el niño de mala gana. Cuando estuvo junto al inimbé donde yacía el enfermo, airado volvió a preguntar:

— ¿Qué quieres?

— ¡Alcánzame un poco de agua...! Tengo sed... Mi vida se apaga...

— ¿Tu vida se apaga? ¿Se apaga como un cachimbo? — y continuó riendo divertido por la gracia que le habían hecho sus propias palabras.

—Sí... mi vida se apaga... como un pito güé... Alcánzame un poco de agua... Hazme ese favor...

Pero el desalmado, sólo pensaba en reír y repetía sin cesar:

—Pito güé... Pito güé...

El viejo, mientras tanto, llegados sus últimos momentos, con los labios resecos, vencido por una sed abrasadora, expiró.

Al mismo tiempo el niño, que asistía impasible a la escena, continuaba repitiendo las palabras que le habían hecho tanta gracia:

—Pito güé... Pito güé...

Nada le hizo pensar en la transformación que se producía en esos momentos en él.

Su cuerpo se achicaba, se achicaba más y más, cubriéndose de plumas de color pardo. Su cabeza, ya pequeñita, se alargaba y su boca se transformaba en un pico con el que hallaba cierta dificultad para seguir gritando:

—Pito güé... Pito güé...

Momentos después, en la cabaña, sobre su lecho de palma yacía exánime el anciano, mientras en un rincón, junto a la ventana, un pájaro de lomo pardo y pecho amarillo, que tenía una mancha blanca en la cabeza, no cesaba de repetir:

—Pito güé... Pito güé...

Era Sagua-á, que, castigado por su egoísmo y su mal proceder, fue transformado en ave por uno de los genios buenos que enviaba Tupá a la tierra. Ellos eran los encargados de premiar a los buenos y dar, a los malos, su merecido.

Cuando Akitá y Mondoví volvieron, encontraron al anciano muerto en su inimbé.

En el momento de entrar, un pájaro de plumaje pardo y amarillo voló pesadamente, saliendo de la habitación por la abertura de la puerta.

Una vez en el exterior, parado en una rama del jacarandá que crecía junto a la cabaña, no dejaba de gritar con tono lastimero:

—Pi.:.to güé... Pi...to güé... Pi...to güé...

Este, decían los guaraníes, había sido el origen de nuestro benteveo, al que ellos llamaban pito güé, imitando su grito, en el que creían ver reproducidas las palabras que causaran tanta gracia al pequeño egoísta cuando las oyó de labios del abuelo moribundo.

REFERENCIAS

El benteveo es un pájaro americano de treinta centímetros de longitud, más o menos.

Tiene el lomo y la cola de color pardo verdoso; la cabeza negra con dos listas blancas, que, partiendo del pico, adornan ambos lados de la cara; la garganta y parte del pecho son blancos; el resto de este último y el abdomen ostentan un color amarillo vivo, color que luce también en el copete, que termina en negro.

El pico, de color negro, lo mismo que las patas, es tan largo como la cabeza, terminado en un gancho bien pronunciado. Las alas, alargadas, llegan hasta la mitad de la cola, que es, asimismo, alargada y además cuadrada.

Aunque se alimenta también de lombrices y de otros gusanos, es animal insectívoro, causa por la cual difícilmente puede vivir en cautividad. Prefiere atrapar los insectos al vuelo, o bien de las ramas y de las hojas.

Construye su nido, grande, en forma esférica, con lanas, ramitas y paja, en horquetas o en las ramas de los árboles, colocándole la entrada al costado. Pone huevos de color amarillento con manchas parduscas.

Vive en lugares donde hay arboleda, generalmente cerca de las poblaciones.

Su vuelo es recio, alcanzando mayores alturas que otros pájaros.

Es muy valiente, capaz de hacer frente a algunas aves rapaces, de las que se defiende con valor y a las que obliga a alejarse de las cercanías de su nido, favoreciendo así a otras aves indefensas y hasta a las aves de corral.

Su grito agudo y prolongado, en el que algunos creen oír: benteveo, otros pitogüé, o bichofeo, pitaguá, quetubí, pitojuán y otros, es el que da origen al nombre que lleva y que varía según las diferentes regiones que habita.

En nuestro país vive desde Buenos Aires, San Luis y Mendoza hasta el límite norte, de Jujuy a Misiones. En algunos lugares se tiene la creencia que cuando el benteveo grita a mediodía, junto a una casa, avisa la llegada de gente inesperada: parientes, amigos o personas extrañas.

En otras partes atribuyen su grito cerca de una casa a un anuncio de nacimiento.


Respuesta  Mensaje 7 de 15 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 08/11/2009 08:02
 

Vocabulario

bullet Sonko: Corazón
bullet Huasca: Soga
bullet Chirimoya: Fruto del chirimoyo, de sabor muy agradable
bullet Algarroba: Fruto del algarrobo
bullet Mazamorra: Comida hecha con maíz blanco muy cocido en agua
bullet Patay: Pan de harina de algarroba negra
bullet Lechiguana: Avispita que fabrica miel
bullet Turay: Hermano
bullet Puco: Escudilla
bullet Cachu'y: "Haz harina"
bullet Cacuy turay: "Muele harina, hermano"
bullet Ojota: Plantilla de cuero que se asegura a los pies por medio de tiritas de cuero
bullet Yacu: Agua
bullet Yacu-Chiri: Agua fría.
    

LEYENDA QUICHUA

EL CACUY
  Sonko y Huasca eran hermanos. Habían quedado huérfanos hacía muchos años, y desde entonces vivían solos en la selva, habitando el rancho que fuera de sus padres.
  Sonko era el menor. Alto, fornido y muy trabajador, poseía un corazón tierno, cuyo cariño se volcaba en su hermana, a quien quería como a la madre que perdiera siendo niño.
  Pero Huasca no retribuía ese afecto. Por el contrario, siempre se mostraba agresiva con el buen hermano, disputaba con él, lo maltrataba y le hacía padecer en toda ocasión la perversidad que la dominaba.
  A pesar de ello, Sonko seguía profesando un profundo cariño a esta hermana cruel.
  Tanto la quería, que al ver los jugosos frutos maduros, sólo tenía un pensamiento: recogerlos para Huasca.
  Así lo hizo ese día. De vuelta al rancho, cortó los más dulces y sabrosos, los depositó en un canastillo de fibras de yuchán, que él mismo fabricara, y feliz y contento con el tesoro obtenido, corrió hasta su choza a fin de entregarlos a la ingrata.
  Mientras corría, pensaba:
  "¡Qué contenta se pondrá Huasca! Ella habrá preparado la comida para mi almuerzo, pero yo, en cambio, le regalaré estas hermosas chirimoyas y estas sabrosas algarrobas. ¡Mi hermana es tan golosa! ¡Si su corazón fuera más dulce conmigo! Porque con los demás es muy buena... y es cariñosa... Sólo conmigo es brusca y es mala."
  Se detuvo un momento, para comprobar que las frutas no sufrían con la carrera, y continuó sus reflexiones:
  "¿Por qué Huasca se mostrará tan dura conmigo? Pero... ¡no importa! Yo conseguiré que me quiera. Con mi cariño lograré el de ella."
  Ilusionado por su fe llegó a la choza. Al lado de ésta había un telar rústico, con una manta de vivos colores empezada. Ello le demostró que Huasca había estado trabajando.
  Una canción muy suave le llegó desde el interior del rancho. Era su hermana que cantaba.
  Alentado y gozoso, al pensar en el regalo que le traía, llamó con voz dulce:
  -¡Huasca!... ¡Huasca!... ¡Hermanita!...
  Una linda doncella de piel cobriza apareció en la puerta de la choza. La canción se había apagado en sus labios, y una mirada hosca, cargada de rencor, acompañó a sus palabras. Dirigiéndose a su hermano, le respondió en el más brusco de los tonos:
  -¡Qué quieres!
  Sonko sufrió un desencanto. Le pareció que su corazón se achicaba y le dolía al sentir el desprecio de la perversa doncella. Sin embargo resistió el dolor y nada dijo. Él se había prometido conquistar el afecto de su hermana y no abandonaría la empresa al primer contratiempo.
  Con suave voz y tierna expresión, le dijo:
  -Mira, golosa, mira lo que he traído para ti.
  Al mismo tiempo abrió la cesta cargada de apetitosos frutos, y al verlos, la mala hermana sólo supo exclamar:
  -¡Chirimoyas y algarrobas! ¡Cómo me gustan!
  Sin una frase de agradecimiento al pobre muchacho, le arrebató la canastilla y entró en el rancho.
  El hermano la siguió. No agregó una sola palabra y se sentó dispuesto a almorzar:
  En una vasija de barro, la mazamorra se cocinaba al fuego.
  Tomó un "puco", y ya iba a llenarlo con el sabroso alimento, cuando su hermana lo detuvo dándole un manotón, al tiempo que le gritaba airada:
  -¡Deja eso! ¿O crees que yo cocino para ti? ¡Poca comodidad sería! ¡Pasar la mañana fuera y volver cuando ya está todo hecho! ¡Cuando no hay más que estirar la mano para servirse!
  Y, dominante, agregó:
  -¡Retírate turay! ¡Cacuy turay!
  Pero... Huasca... Yo también he trabajado. He estado recogiendo miel de lechiguana y labrando la tierra pra sembrar... Y ¿quien si no yo cuida nuestra majadita de cabras?
  Con el tono más humilde continuó:
  -Anda, sé razonable... Sírveme un poco de mazamorra y dame un trozo de patay...
  -¡Ya he dicho que no! Si quieres comer, tú te lo has de preparar. ¡Esto es mío! ¡Cacuy turay! ¡Cacuy turay!
  -Dame entonces unas chirimoyas de las que traje... -imploró el muchacho.
  -Ni una. Para mí dijiste que eran y yo las comeré -terminó inflexible Huasca.
  Triste la miró Sonko. Sus ojos brillaron colmados de lágrimas; pero nada respondió.
  Cabizbajo salió del rancho. ¿Cómo era posible que su hermana le negara una porción de mazamorra o un trozo de patay cuando él trataba siempre de complacerla? ¿Por qué sería así su hermana? ¿Qué podría hacer él para corregirla?
  Sus esperanzas de dulcificar el corazón de la perversa iban perdiendo fuerza. Se sentía incapaz de continuar. Sin embargo, haría una última tentativa.
  Ese día lo pasó vagando por el bosque y alimentándose con frutas silvestres.
  Entrada la noche, volvió al rancho y se acostó. Una idea fija le impedía conciliar el sueño: cómo lograr el afecto de su hermana.
  Por fin, el cansancio lo venció y se quedó dormido.
  A la mañana siguiente, muy temprano, volvió a salir de la choza.
  Llevaba la intención de conseguir, para su hermana, algo extraordinario, algo que le agradara mucho...
  Sonko pensaba:
  "Tal vez así, con una dedicación y un deseo de complacerla cada vez mayores, llegará un día en que Huasca corresponderá a este hondo cariño que por ella siento. ¡Qué felices seremos entonces!"
  Levantó sus ojos al cielo y, como si hablara con alguien, continuó:
  "Viviremos unidos por un afecto profundo y nuestros padres nos bendecirán desde la estrella donde están ahora..."
  A su paso, un ave asustada levantó el vuelo. Tan preocupado iba, que apenas prestó atención a este hecho. Tampoco oía el coro de los pájaros que a esa hora era una gloria.
  Persistía en su mente la misma idea: merecer el cariño de su hermana.
  De pronto, un fruto hermoso llamó su atención. Su color, su brillo y su tamaño lo hacían resaltar entre todos los otros.
  ¡Ése sería el regalo para su hermana!
  Pero, ¡qué alto estaba! Le costaría alcanzarlo... Mas, ¿qué importaban las dificultades cuando el premio iba a ser tan maravilloso?
  Y ya no pensó más. Aunque los riesgos eran muchos, lo alcanzaría.
  Con la agilidad de un muchacho acostumbrado a trepar árboles y a escalar montañas, Sonko apoyó en una rama baja sus pies calzados con ojotas, y ayudándose con manos, brazos y piernas fue subiendo... subiendo...
  Las espinas y las ramas secas arañaban su piel y desgarraban sus ropas. Pero nada importaba. Lo esencial era llegar hasta el hermoso fruto que se ofrecía allá en lo alto.
  Continuaba entusiasmado la ascención, cuando lanzó un grito. Una enorme espina se había clavado en su carne. El dolor que le producía era tan intenso que no le permitía sostenerse con la mano herida.
  Trato de arrancarse la espina, pero fue en vano. La mano comenzó a hincharse y a tomar un feo color morado.
  Debía darse por vencido y abandonar la empresa. Resuelto ya, comenzó a descender.
  Una vez en tierra, observó la herida con detención. En un último esfuerzo, arrancó la espina, y la sangre brotó de la lastimadura. Se sintió desfallecer. Su cabeza ardía y tenía la garganta seca.
  Con las fuerzas y la desesperación que le prestaba su estado, corrió a la casa. Su hermana sabía preparar un bálsamo con las hojas y las flores del molle... Ella lo curaría y le daría de beber...
  Ya le faltaba poco... Un último esfuerzo y llegaría a su rancho.
  De lejos divisó a Huasca trabajando en el telar. Cuando estuvo delante, le suplicó:
  -¡Huasca, por favor! Quise traerte un fruto hermoso que vi en el bosque, y cuando ya creía alcanzarlo, una espina que se clavó en mi mano me impidió lograr mi deseo. Huasca, hermanita, ¡sufro mucho y tengo sed! ¡Alcánzame un poco de agua!
  La hermana se levantó de inmediato. Lo tomó de un brazo y lo ayudó a sentarse.
  -¡Oh!. turay... ¡Cómo tienes la mano! Yo te la curaré y traeré agua y miel para apagar tu sed.
  Así diciendo, corrió al interior del rancho, y llevando en sus manos un cántaro de barro, fue a una vertiente cercana para llenarlo con agua fresca.
  Sonko creía soñar. Mentira le parecía la dedicación de la hermana. Llegaó a bendecir la espina que, al herirlo, le había permitido gozar del cariño y de los cuidados de su querida Huasca.
  Corriendo volvió la doncella. Con la carrera el agua que llenaba el cántaro saltaba y caía al suelo salpicando sus piernas desnudas.
  Entró al rancho para buscar un "puco" con miel. Con ambas manos ocupadas se presentó ante Sonko.
  La ansiedad y el reconocimiento se pintaron en el rostro del hermano. Un dulce bienestar lo invadió al oír que Huasca le decía con dulzura:
  -¡Pobre turay! Hermanito..., ¿sufres? ¿Tienes sed? Aquí hay yacu-chiri y miel en abundancia, ¿las ves?
  Hizo una pausa, y cambiando de expresión y con la voz ruda de otras veces, agregó:
  -¡Pero no son para ti! ¡Prefiero dárselos a la tierra!
  Y al tiempo que, ante los ojos azorados del muchacho, volcaba el contenido de las dos vasijas, lanzando una carcajada estridente y burlona, continuó:
  -¡Anda tú!... ¡Anda a la vertiente, que allí el agua sobra!... ¡Allí podrás tomar toda la que quieras!
  Esto bastó para que el cariño que sentía el muchacho se trocara en un odio intenso contra la perversa hermana.
  Un sentimiento de venganza nació en él, tan profundo y persistente, que ya no lo abandonó.
  Arrastrándose casi, llegó a la vertiente. Se hechó en el suelo y con avidez bebió el líquido fresco.
  Sumergió en el agua la mano herida y se sintió mejor. Un suave sopor lo invadió y a la sombra de un árbol corpulento se quedó dormido.
  Cuando despertó, el sol se escondía tras los cerros vecinos. Se levantó y caminó unos pasos. El dolor de la herida persistía.
  Decidió ver a la curandera para pedirle algo que aliviara su mal. Y echó a andar en dirección a lo de la "médica".
  El canto de los pájaros no se oía ya. Los rumores de la selva se habían apagado. Una estrella lejana brilló en el cielo. La media luz del crepúsculo, con reflejos rojos de incendio, iluminaba la paz de la tierra.
  Sólo en el alma del pobre turay rugía, como una tormenta, la venganza.
  Con conocimientos de hierbas y emplastos, el muchacho curó. A los pocos días estuvo completamente bien.
  ¡Cómo había cambiado Sonko! La mirada, antes tierna, era ahora hosca y dura. Su voz había perdido la dulzura de otros días.
  Callado y taciturno, continuaba preparando sus planes.
  Un día, de vuelta del valle, a donde llevara la majadita de cabras, se dirigió muy resuelto al rancho. Iba a poner en práctica su idea de venganza.
  Fingiendo sentimientos que ya no sentía, y con la misma voz de pasados días, llamó a su hermana:
  -¡Huasca!... ¡Hermanita! He encontrado para ti algo que te va a dar un gran placer, golosa.
  -¿Qué es, turay?
  -Una colmena. Si te animas y me acompañas, toda la miel será para ti. La recogeremos y en varias vasijas la traeremos a casa. ¿Me acompañas?
  -¡Sí! ¿Sí! En seguida. Ya lo creo que te acompañaré a buscar miel. ¡Si se me hace agua la boca!
  -No olvides de llevar un poncho para envolverte la cabeza. Ya sabes que las abejas no abandonan de buen grado la colmena y te picarían sin piedad.
  Muy preparados se fueron los dos hermanos. Caminaron entre plantas hermosas de grandes hojas y perfumadas flores. Los piquillines y los mistoles les ofrecían sus frutos dulces. La puya-puya les brindaba sus flores blancas y fragantes. La exuberante vegetación de la selva era allí un maravilloso espectáculo.
  Al llegar a un claro del bosque, el hermano se detuvo.
  -Aquí es -le dijo-. Envuélvete la cabeza con el poncho, defendiendo tu cara de las picaduras de las abejas. ¿Ves ese árbol tan alto? En la cima está la colmena. ¿Te animas a subir?
  -Ya lo creo. Tú me guiarás, pues yo no veré muy bien con mis ojos cubiertos con el poncho.
  -No tengas cuidado. Yo te conduciré -la conformó su hermano.
  Con mucho trabajo fueron subiendo al árbol que era el de mayor tamaño del lugar.
  Una vez que hubo instalado a la hermana, sentada en una horqueta, en lo más alto de la copa, Sonko, fingiendo acercarse a la colmena, sacó de su cintura un hacha y comenzó a descender cortando las ramas que abandonaba.
  Así dejó el tronco liso y sin puntos de apoyo para que no pudiera bajar la infeliz Huasca.
  Ella, confiada y ajena a lo que sucedía, esperaba que su hermano le indicara la tarea a cumplir.
  Cuando Sonko llegó a tierra, se alejó del lugar dejando abandonada y sin defensa a la ingrata hermana.
  Pasados algunos instantes, y en vista de que no oía al muchacho, Huasca empezó a temer.
  Apartó el poncho de su vista, y lo que vio le hizo temer algo desagradable. Anochecía y su hermano había desaparecido. Lo llamó, primero tranquila, pero al no obtener respuesta, el miedo la dominó.
  Con tono quejumbroso y desesperado, que era un lamento, gritó:
  -¡Turay! ¡Turay!
  Pero el hermano no apareció. Con gran sorpresa de su parte, sintió que sus miembros se endurecían, que toda ella cambiaba de forma y su cuerpo se cubría de plumas. En pocos instantes quedó convertida en un ave cuyo grito lastimero se oía en la quietud de la hora.
  -¡Turay! ¡Turay!
  Y como recordando la orden que le daba de continuo, repetía:
  -¡Cacuy turay! ¡Cacuy turay!
  Desde entonces, este llamado, que es un doloroso recuerdo, un verdadero lamento, y que tal vez sea un grito de arrepentimiento, se oye al anochecer, cuando el cacuy se acuerda que fue una hermana cruel y perversa.
  Así llama al hermano para pedirle perdón:
  ¡Turay!... ¡Turay!
  Y vuelve a repetir como en otros días:
  -¡Cacuy turay!... ¡Cacuy Turay!...
  Los que, al anochecer, oyen el grito de esta ave, se estremecen, pues creen escuchar el grito lastimero de una persona. Tal vez es su parecido con el gemido humano.

Referencias
  El cacuy es un ave nocturna. Duerme durante el día escondida en algún árbol y aparece cuando el sol se esconde.
  Tiene un aspecto desagradable. Su cuello, grueso y corto, sostiene una cabeza chata, en la que se destacan los ojos muy grandes y una boca enorme.
  Para posarse busca el extremo de las ramas secas. El color de la corteza es como el del plumaje, pardo con mezcla de negro. Estirada sobre ellas, parece una continuación de la misma rama. En esa forma trata de pasar inadvertida y fuera de la vista de los cazadores.
  Hace el nido en los huecos de los árboles con pequeñas ramas y recubre la parte interior con cerdas.
  Su canto es un grito quejumbroso y muy fuerte que se oye a gran distancia. Muchos lo confunden con el lamento de un ser humano.
  Esta forma de gritar: "¡ca... cuy! ¡ca... cuy!" ha originado el nombre con que la designan los pueblos de habla quichua. Los guaraníes le llaman urutaú.
  En la Argentina habita las zonas Norte y Nordeste.
  En Tucumán y Santiago del Estero se supone que su grito augura cambio de tiempo.
  En Catamarca se tiene la creencia de que, al gritar, anuncia la proximidad de alguna colmena.

  Es un ave mágica, se lo llamó antiguamente Kakó Kokó y luego Kakuy por deformación. En Tucumán entre los Lules: Tarpuí - llox; en el Litoral: Urutaú - gueimiene; entre los Jíbaros: Aohó, y en las tribus Guaicurúes: Nabopena - ga-naga. Sus distintas formas de pronunciación se deben a las diferentes lenguas aborígenes.
  Su nombre científico es " Nyctibius Griseus Cornutus ".


Respuesta  Mensaje 8 de 15 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 08/11/2009 08:04
ketré witrú lafquén
LEYENDA ARAUCANA
(La Laguna del Caldén Solitario)
VOCABULARIO

TRANAHUÉ: Martillo. 

KETRE WITRÚ: Caldén aislado, solitario.

CHO-CHA: Víbora. 

PEUÑÉN: Primavera. 

UZI: Veloz.

NGEN-PIN: Dueño de 1a palabra.

KETRE WITRV LAFQUEN: Laguna del Caldén Solitario.

MACHI: Hechicera, curandera.

 Los componentes de la tribu del cacique Tranahué, montados en sus caballos, cruzaban la extensión arenosa.
 Corrían en tropel manejando a las bestias con habilidad consumada, montados en pelo y formando, jinete y cabalgadura un todo indivisible.
Volvían luego de haber realizado un malón a las estancias próximas y transportaban el botín, conquistado entre gritos destemplados y carreras locas. 
 Como de costumbre, los hombres, montados en sus caballos, habían atacado a los pobladores con sus lanzas y boleadoras, mientras las mujeres y los muchachos indios, que siempre marchaban detrás, en el momento del asalto, habían entrado a las habitaciones, apoderándose de todo cuanto encontraron a mano. Confiados y contentos cruzaban el arenal cuando tuvieron una sorpresa por demás desagradable.
 Conocedores del lugar y de las costumbres, y poseedores de una gran agudeza visual, no pasó inadvertida para ellos una nube de polvo que se levantaba en la lejanía y que se dirigía a su encuentro.
Era un tropel de jinetes que se acercaban. Debían ser, sin duda, de la tribu de Cho-Chá, el temido  cacique que venía a atacarlos.
 Tranahué dio las órdenes necesarias para ponerse en guardia. Sus acompañantes se dispusieron a la defensa.
Los indígenas de pronto estuvieron sobre ellos con la fuerza de sus lanzas de caña tacuara y la ferocidad de sus instintos.
 Su propósito era apoderarse del botín logrado en el malón por sus tradicionales enemigos.
 Se trabaron en lucha feroz. Los atacantes, más fuertes y numerosos, consiguieron vencer, huyendo con los animales robados a la tribu enemiga.
 En el campo había quedado el cacique Tranahué malherido y desangrándose. Con él, devorados por la fiebre, muchos heridos a los que era necesario socorrer.
 El sitio en que se hallaban, inhóspito y solitario, los obligaba a salir cuanto antes de él.
 Anduvieron en busca de un lugar propicio, reparado; pero ni un árbol, ni un asilo donde cobijarse.
 Tranahué se quejaba y sus labios resecos se abrían para pedir:
- ¡A...gua...! ¡A...gua...!
 Pero el agua no existía en los alrededores. Ni un riacho, ni una vertiente, nada que les proporcionara el líquido anhelado.
 Siguieron andando. El paisaje era  desolador como antes. Continuaban sin encontrar agua, ni reparo, ni sombra.
 Peuñén, la esposa del cacique, que marchaba a su lado enjugando su frente y restañando sus heridas, viendo desfallecer a su esposo, propuso a los guerreros detenerse e invocar al Gran Espíritu para que los guiará a un lugar propicio.
 Los heridos, mientras tanto, vencidos por la fiebre y la sed, pedían sin cesar:
- ¡A...gua..:! ¡A...guá...!
 Conforme a los deseos de Peuñén que todos juzgaron acertados, se llamó a la machi para que preparara las rogativas.
 El sacerdote indígena, el Ngen-pin, presidió la ceremonia. Todos quedaron bajo sus órdenes.
 Los que estaban en condiciones de hacerla, danzaron alrededor del fuego sagrado, mientras los heridos, en pedido angustioso, no cesaban de clamar:
- ¡A...gua...! ¡A...gua...! La luna y las estrellas, desde lo alto, eran mudos testigos de tanta desesperanza y de tanta angustia.
 La ceremonia tuvo fin cuando el sol, apareciendo por oriente, envió sus rayos a las arenas calcinadas.
 Extendieron su vista en derredor y allá, en la lejanía, como en una bruma gris, creyeron vislumbrar una esperanza.
 Volvieron a mirar usando sus manos a modo de pantallas para defenderse del fuerte resplandor del sol que les impedía ver con claridad, y ya no hubo duda para ellos.
 Un grito de júbilo acompañó el descubrimiento: a lo lejos, como una señal de que sus súplicas habían sido oídas. distinguieron una cadena de médanos.
 
 La machi confirmó la suposición: -¡Médanos... a lo lejos! Eso indica que en el lugar hay agua dulce donde saciar la sed. ¡Marchemos hacia allá!
 Obedecieron impulsados por la desesperación y alentados por la esperanza y hacia allí dirigieron la marcha con la rapidez que el estado de los heridos requería. Tranahué había caído en un sopor del que sólo salía para pedir suplicante:
- ¡A...gua...! ¡A...gua...!
 Llegaron hasta los médanos pero, contra toda suposición, allí no había agua. Sólo crecía un enorme caldén, un ketré witrú que les dio esperanzas, pues todos conocían la virtud de este árbol cuyo tronco hueco retiene el agua de las lluvias, y desde el primer momento los cobijó bajo sus ramas defendiéndolos del fuerte sol de la pampa.
 Allí y con  cuidado acostaron al cacique y a los heridos que, bajo el follaje acogedor, descansaron tranquilos, atendidos por las mujeres que no dejaron de prodigarles los cuidados que les fue posible.
 Esta vez las esperanzas no fueron vanas. Uno de los guerreros de Tranahué, con su lanza de tacuara abrió un tajo en el troncó del caldén, del que comenzó a brotar agua pura y fresca.
 Gritos de alegría saludaron al líquido tan deseado y después de dar de beber al cacique y a los heridos , todos se abalanzaron a beber... a beber con avidez. El agua seguía manando de la herida abierta en el tronco del árbol solitario y quedaba depositada al pie, acumulándose en una depresión del terreno.
 Volvieron a reunirse en ceremonia los vasallos de Tranahué; pero esta vez fue el agradecimiento al Gran Espíritu, que había escuchado sus ruegos, el motivo de la celebración.
 Por fin el cansancio los venció, se echaron bajo las ramas del gran árbol solitario, y mecidos por el ruido del agua que continuaba cayendo, quedaron profundamente dormidos. A la mañana siguiente, él sol llegó a despertarlos. Uzi fue el primero en ponerse de pie y el primero en lanzar una exclamación de sorpresa.
 Un espejo de plata, entre los médanos, donde se reflejaba todo el oro del sol, hirió su vista
 El agua que guardara el caldén durante tanto tiempo había continuado cayendo toda la noche cubriendo una gran extensión de terreno y formando una laguna de agua clara y potable, que aparecía ante todos como una bendición. Uzi, impresionado aun ante la maravillosa visión , exclamó: -¡Ketré Witrú Lafquén! (¡La Laguna del Caldén Solitario!) Así la llamaron desde entonces. El caldén seguía erguido, ofreciendo el asilo de sus ramas generosas. La herida del tronco se había cerrado ya, una vez cumplida con creces la misión que le encomendara el Gran Espíritu. Merced al líquido providencial y a los cuidados prodigados, Tranahué curó de sus heridas y recobró la salud perdida. Reinó sobre sus súbditos como lo hiciera hasta entonces. Vueltos a la normalidad, el cacique decidió retornar con la tribu a sus dominios abandonados durante tanto tiempo, pero los principales jefes, interpretando el sentir de los vasallos de Tranahué, agradecidos al kétré witrú, pidieron al cacique que se levantaran allí los toldos, en el lugar donde habían salvado sus vidas juntos a la Ketré Witrú lafquén que les prometía campos fértiles y abundante alimento.
 Convencido Tranahué de la razón invocada por su pueblo y agradecido él mismo al solitario caldén, accedió al pedido que se le hacía y allí, al amparo de los médanos, junto a la Ketré Witrú Lafquén, levantaron su toldería que ocuparon desde entonces.
 Esa fue, según los araucanos de La Pampa, el origen de la Laguna del Caldén Solitario.
REFERENCIAS
 Dice el señor Lindolfo Dozo Lebeaud con respecto a la Laguna del Caldén Solitario:
 Ketré Witrú era el nombre de un paraje donde el coronel Manuel J. Campos, al mando de las fuerzas expedicionarias procedentes del fortín Kar-We, fundó el pueblo de General Acha - 12 de agosto de 1862-, primitiva capital de la entonces Gobernación de La Pampa.
 La cadena de médanos a que se hace referencia en la leyenda y junto a la cual crecía el solitario caldén, fue arborizada tiempo después por iniciativa del mismo militar, formando el Valle Argentino.
 La Laguna del Caldén Solitario es conocida hoy en día con los nombres de Laguna de General Acha o Laguna del Valle Argentino.

Respuesta  Mensaje 9 de 15 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 08/11/2009 08:07

Vocabulario

bullet Pusquillo: Cardón
bullet Ancali: Hombre valiente
bullet ¡Acchachay!: ¡Qué hermosa!
bullet Vilca: Ídolo
bullet Chasca: Lucero
bullet Mama Quilla: La luna
bullet Imilla: Doncella
bullet Tanga: Toca usada por los hechiceros
bullet Suri: Avestruz
bullet Inca: Emperador
bullet Anta: Cobre
bullet Machi: Curandero, hechicero
bullet Zúpay: El demonio
bullet Kusiya: Ayúdame
bullet Llamta: Leña
bullet Cunti: Lana de alpaca
bullet Tutusca: Grasa de pecho de llama
bullet Yuto: Molido
bullet Puco: Escudilla
bullet Chuspa: Bolsa o talega
bullet Endecheras: Plañideras
bullet Chiqui: Divinidad de la fortuna adversa. La Fatalidad
bullet Guasca: Soga.
Anca: Águila
bullet Tala, Mistol, Jarilla, Algarrobo, Guayacán, Chañar, Pacará, Yuchán, Samohú, Tarco: Nombres de árboles a excepción de la jarilla que es un arbusto
bullet Alilicucu: Ave nocturna cuyo grito como un lamento causa un temor supersticioso
bullet Cumbi: Tela muy fina, generalmente de vicuña, usada para confeccionar la ropa del Inca y de los nobles
bullet Abasca: Tela burda usada en los vestidos de la gente del pueblo
bullet Topo: Alfiler largo de plata terminado en uno de sus extremos con un disco trabajado en el mismo metal o cobre
bullet Nevado de Pisca Cruz: Cerro que se halla al norte de Argentina, cerca de la frontera con Bolivia.

LEYENDA CALCHAQUÍ

EL CARDENAL

  Cuando el añil y el rojo, el amarillo y el anaranjado, tiñeron el cielo y el cerro con los colores del crepúsculo, pintando con tonos de incendio las talas, los mistoles, las jarillas, los algarrobos y los guayacanes, los guerreros de Pusquillo, el valiente cacique calchaquí, descendían por los senderos de la montaña abrupta.
  La brisa suave del atardecer llevaba hasta el valle el perfume de la jarilla, del ucle y de la flor del aire.
  La distancia que separaba a aquellos hombres de su aldea indígena era grande aún. Tendrían que caminar toda la noche para llegar antes del amanecer.
  El sol terminó de ocultarse por completo en occidente y el cielo perdió los brillantes colores que le prestaban sus rayos.
  Comenzó a oscurecer.
  Por oriente apareció la luna iluminando con luz tenue la bóveda azul.
  Apuraban el paso los guerreros indígenas aprovechando la claridad de la noche de luna, que les permitía marchar con seguridad por los peligrosos senderos de la montaña.
  Llegaron al bosque. El verde de los añosos chañares, de las talas espinosas, de los yuchanes de amplia copa, de los viejos algarrobos, se intensificaba al ser alcanzado por los rayos de la luna que, al filtrarse por entre el follaje, dibujaban en la tierra caprichosas figuras de plata.
  Entraron al bosque los guerreros de Pusquillo. Marcharon por estrechos senderos acompañados por el misterioso rumor de la selva, por el suave rozar de las alimañas que la pueblan, por el vuelo de algún pájaro cuyo sueño interrumpió el paso de los intrusos...
  Un deseo los animaba: llegar cuanto antes a su pueblecito del valle de donde salieran hacía ya cuatro lunas.
  Marchaban callados. Sólo se oían sus voces cuando alguno de ellos, advertido de algún peligro, daba el alerta a los demás.
  Al frente iba Ancali, el hijo mayor de Pusquillo, valiente como él y como él querido y respetado por su pueblo.
  Llegaron a un claro del bosque. Ancali se detuvo de improviso, indicando a los demás, con un gesto, que suspendieran la marcha. Su mirada sorprendida estaba fija en una figura extraña que su sagacidad había descubierto.
  Se acercó a ella con toda precaución temiendo que se desvaneciera, y pudo comprobar que era real. Una hermosa joven, recostada contra un corpulento pacará, dormía plácidamente. Un rayo de luna iluminaba su rostro pálido, y arrancaba destellos de plata de la túnica con que cubría su esbelto cuerpo. En su regazo descansaba un manojo de rosadas flores de samohú cuyo perfume tenue percibieron los recién llegados.
  Rumores de admiración de sus compañeros escuchó Ancali. Se acercó sigiloso para no despertar a la niña y, cuando se hallaba cerca, no pudo reprimir su entusiasmo:
  -¡Acchachay! -exclamó muy bajo.
  Como al conjuro de una orden misteriosa, despertó la joven y al verse rodeada por desconocidos, los miró azorada. Se levantó con presteza y su mirada sorprendida se fijó en Ancali, alto, fornido, de rostro recio y expresión cordial que en ese momento con voz afable le preguntaba:
  -¿Quién eres y qué haces en los dominios de Pusquillo?
  -Soy Vilca, hija de Chasca y de Mama Quilla. Mi madre me envía a la tierra para que siembre bondad entre los hombres -respondió la niña con dulce voz y expresión humilde.
  Era tanta su belleza, tanta sumisión había en el tono y tanta ternura en las palabras, que Ancali se sintió atraído por la desconocida. Siguiendo un impulso generoso le ofreció:
  -Ven a la tribu de mi padre donde serás bien recibida. Ven con nosotros...
  Un rayo de luna dio de lleno en el rostro de Vilca. Ella, entonces, creyendo ver en el hecho una demostración de la conformidad de Mama Quilla, su madre, aceptó agradecida.
  Se unió a los guerreros y al frente del grupo, al lado de Ancali, marchó por el sendero del bosque entre lianas y plantas trepadoras que caían desde las ramas de los árboles semejando cascadas de verdura.
  La calma era total. De improviso, un lamento extraño, doloroso, surgido del interior del bosque cruzó el aire sobrecogiendo de espanto, con el maléfico augurio de su grito, al grupo que marchaba desprevenido.
  -¡El alilicucu! ¡El alilicucu! -dijeron en voz baja los guerreros de Pusquillo, capaces de las proezas más inverosímiles, pero que temían como si fueran niños los misterios que consideraban sobrenaturales.
  Un nuevo lamento agudo y desesperado hendió el aire y otra vez se oyó como un murmullo, el temor pintado en cada sílaba:
  -¡El alilicucu! ¡El alilicucu!
  Al mismo tiempo, un solo pensamiento dominó a todos: "¿Qué desgracia presagian los gritos de esa ave nocturna que nadie ha podido ver, pero que a todos causa terror?" "¿Qué nos irá a suceder??
  Atemorizados, como bajo el peso de un vaticinio funesto, cruzaron el bosque.
  Cuando por fin salieron de él, el valle dormido les devolvió la tranquilidad perdida. La luna bañó con su luz de plata el sendero que debían recorrer...
  Hicieron el camino bajo un cielo sembrado de estrellas.
  Llegaron a los toldos cuando el lucero del alba brillaba con luz intensa en el firmamento. El sol asomó por oriente y las nubes se tiñeron de lila y de oro. Del bosque, convertido por influjo de la aurora en sonora caja musical, llegaban el trino alegre de los pájaros y el arrullo tierno de las palomas que despertaban con la naturaleza.
  La brisa traía de la sierra esencias de tomillo y de azahar.
  La vida recomenzaba. En la toldería fácil era comprobarlo. Todos estaban en movimiento. Madrugadores por naturaleza, los primeros rayos del sol marcaban el comienzo de la actividad diaria y desde ese instante cada uno cumplía con la tarea que tenía señalada.
  Ancali y sus compañeros fueron recibidos con alborozo.
  Los cazadores se despojaron de armas y flechas entregando a sus familiares el producto de tantos días dedicados a la caza: venados, guanacos, suris, plumas vistosas de raro colorido, pieles de jaguar...
  Vilca, mientras tanto, permanecía ignorada. Nadie había reparado en ella. Junto a un arrayán florecido era muda espectadora de la escena que se desarrollaba ante sus ojos.
  De improviso oyó, a su lado, una voz que le preguntaba:
  -¿Quién es la imilla que con asombro asiste a la llegada de nuestros cazadores?
  Dióse vuelta la niña y  vio, junto a ella, a un hombre de cierta edad, de tez cobriza, cabello lacio y mirada penetrante. Llevaba en su cabeza una toca redonda que caía hacia la espalda en un pliegue de forma triangular. Era la tanga usada por los hechiceros.
  Segura, por este hecho, de que se hallaba ante uno de ellos, iba a responderle, cuando oyó al desconocido que, al tiempo que clavaba su vista penetrante en ella, sonriendo volvía a preguntarle:
  -¿Quién eres, extranjera? ¿De dónde vienes?
  -Soy Vilca -respondió medrosa-. Soy la hija de Quilla y de su reinado vengo.
  -¿Cómo llegaste hasta los dominios del gran cacique Pusquillo? -inquirió curioso el hombre.
  -Los cazadores me encontraron en el bosque y con ellos he venido...
  En ese instante, del grupo de cazadores se separó uno de ellos. Era Ancali, que con un precioso manojo de plumas de ave del paraíso se dirigía hacia donde se hallaba la extranjera.
  Asombrados miraron todos al hijo del cacique, y su sorpresa fue mayor cuando distinguieron a la desconocida que conversaba con Suri, el hechicero.
  Llegó Ancali hasta ella y ofreciendo a Vilca las hermosas plumas, la invitó:
  -Toma, Vilca... Adorna tus cabellos y acompáñame. Mi padre, el cacique Pusquillo, quiere verte. Ven.
  Obedeció la niña y pocos momentos después se hallaba ante el cacique quien, ganado por su simpatía y por su hermosura, la recibió afable y cariñoso considerando de buen augurio que Quilla, la reina de la noche, se hubiera dignado enviarles una hija suya.
  Mientras tanto Suri, el hechicero, despechado por lo que él consideró un desprecio, al no ser llamado para la presentación de la extranjera al curaca de la tribu, sintió por ella, que absorbía la atención de todos, una envidia sin límites. Sus sentimientos mezquinos lo incitaron a cometer una injusticia, sintiendo desde entonces una marcada aversión por la dulce Vilca, ajena por completo a tal sentimiento. La odió y se prometió hacerle imposible la vida en la tribu hasta conseguir que la abandonara.
  Ignorando tan bajos propósitos y sintiéndose, en cambio, querida por todos, Vilca era feliz, muy feliz en los dominios de Pusquillo.
  Suave y delicada por naturaleza, se granjeó de inmediato la simpatía y el cariño de la tribu. Participó de las tareas de las mujeres y se adiestró en el tejido del algodón que cosechaban en las extensas plantaciones de la región, constituyendo una de sus principales riquezas. Aprendió a hilar la lana y a tejerla.
  Esa mañana, muy temprano, Vilca, instalada frente a su telar, tejía una tela destinada a hacer una túnica por encargo del curaca, cuando llegó Ancali.
  -Buen día, Vilca. ¿Qué tejes tan temprano? -la saludó.
  -Buen día Ancali. ¡Qué pronto has vuelto! Tu padre me ha encargado que teja una túnica de cumbi para enviar a su Señor.
  -Hermoso está quedando tu trabajo, Vilca. Su brillo y su finura harán que mi padre se sienta orgulloso de presentarla al Inca.
  -Es un placer trabajar con lana de vicuña. La prefiero a la de guanaco que debo emplear para tejer nuestros vestidos de abasca, tan burdos y gruesos. Y tú ¿qué traes en tu llama cargada? ¿De dónde vienes?
  -Acabo de llegar de Andalgalá, donde he ido en busca de anta.
  -¿Lo conseguiste?
  -¡Ya lo creo! Es metal que abunda en esa región, de modo que he traído en gran cantidad. Mira la carga de mi llama y dime si no tengo razón. Voy a descargarla, que el viaje ha sido largo y el animalito merece descansar; pero antes quiero darte esto que he traído para ti... -terminó diciendo, al tiempo que le entregaba un objeto de plata que Vilca tomó con cuidado.
  -¡Oh, Ancali! ¡Qué topo precioso! Es de plata y de cobre -agregó colocándolo sobre su pecho como deseosa de ver el efecto que causaba.
  Era un disco de metal del que se desprendía un alfiler.
  -¿Te agrada mi regalo?
  -¡Tanto...! que espero ansiosa que llegue la primera fiesta para lucirlo y con él prender mi manta. Eres muy bueno, Ancali. Muchas gracias
  Ninguno de los dos suponía que en ese momento alguien, oculto muy cerca, observaba la escena con fastidio.
  Era Suri, el hechicero, que, despechado y con odio, murmuró para sí:
  "No te ha de durar mucho esta felicidad, Vilca, ambiciosa. ¿Crees que llegarás a ser la esposa del hijo del cacique? Ya verás que no podrás lograrlo. Yo lo impediré, intrusa..."
  Ancali, mientras tanto, había ido a descargar su llama.
  De allí volvía cuando lo alcanzó un muchacho que lo llamaba pues su padre deseaba verlo. Al pasar junto a Vilca, le dijo:
  -Mi padre me llama. En cuanto pueda, volveré. Tengo deseos de conversar contigo. Hasta luego.
  -Hasta luego, Ancali. Aquí estaré esperándote.
  No creyó encontrar así a su padre. Estaba muy débil y su aspecto, su palidez y su falta de energía, decían bien a las claras que estaba enfermo. Ancali, sorprendido y ansioso, le preguntó:
  -¿Qué te sucede, padre? ¿No te encuentras bien?
  -Así es, hijo mío. Las fuerzas me faltan... ¡Me siento tan débil!
  -Pero ¿qué ha sucedido durante mi ausencia? No estabas enfermo cuando me fui...
  -No... Tienes razón. De pronto me he sentido débil... Las piernas no me sostienen y creo que cada día que pasa estoy peor. Temo que nuestros antepasados me llamen a su lado al País de las Almas...
  -¡Eso no puede ser, padre! Te habrás descuidado. ¿Tomas los remedios que te indicó Suri?
  -Sí... hijo... sí -balbuceó el viejo curaca.
  -No serán suficientes. Si es necesario llamaremos a otro machi...
   -No... No habrá necesidad. Suri me cuida con esmero. Todos los días a la caída de la tarde y mirando los últimos rayos esconderse detrás del horizonte, tomo en presencia del hechicero la poción de hierbas que él prepara para mí... Pero ya lo ves, nuestros dioses quieren llevarme de la tierra y yo siento que voy a morir...
  -¡No será, padre! ¡Te curarás!
  -Se cumplirá la voluntad de nuestros genios tutelares; pero es necesario estar preparado. Por eso te he llamado, Ancali. Tú has de sucederme en el poder y no quiero morir sin que hayas elegido a la compañera de tu vida. Elige entre nuestras doncellas... Que sea buena y justa como tu madre lo fue... Sólo así te hará feliz y hará la felicidad de tu pueblo. Y yo moriré tranquilo...
  -Padre, mi elección está hecha y sólo aspiro a tu aprobación -respondió Ancali-. Quiero a Vilca, padre, y si no me he animado antes a confesártelo, es que, por tratarse de una extranjera, temí tu desaprobación. Pero ahora sé que la quieres y que aprecias sus condiciones. ¿Conscientes, padre, en que ella y no otra sea mi compañera? Es buena, justa y humilde. Es la única capaz de hacerme feliz. ¿Lo consientes padre?
  -No sólo lo consiento, sino que lo apruebo, hijo mío. Vilca es buena y afable y es hija de Quilla. Debemos sentirnos orgullosos de que nos haya entregado a su hija. Los dioses han querido favorecernos. Estoy muy contento con tu elección, hijo... Ve a buscar a Vilca... Quiero que conozca mi aprobación... Será necesario que la ceremonia se lleve a cabo cuanto antes... -terminó el curaca, desfallecido.
  -No será tan pronto, padre. Antes quiero ir al Nevado de Pisca Cruz en busca de la raspadura de piedra de la cumbre, del lugar donde caen los rayos, que curará tus males. Vilca te cuidará durante mi ausencia y a mi vuelta, cuando te halles completamente restablecido, me uniré a ella para siempre. mama Quilla nos protegerá desde el cielo. Voy en busca de mi novia, padre.
  Al salir de la casa, Ancali se cruzó con Suri que llegaba, como todas las tardes, con la poción destinada a su padre.
  En el horizonte, encendido en fulgores de incendio, el sol escondía sus últimos rayos.
  Corrió Ancali en busca de su prometida. Cuando volvió con ella, feliz al poder realizar su mayor deseo, la presentó a su padre.
  El anciano se hallaba tendido en el lecho, con los ojos cerrados, respirando con dificultad.
  Desde un rincón en sombras, observaba Suri. Ancali tuvo un sobresalto. Su padre estaba peor que cuando él lo dejara hacía unos instantes. Vilca frotó la frente del anciano con hierbas aromáticas y el viejo cacique abrió los ojos. Después, con dificultad, levantó una mano y con voz desfallecida balbuceó:
  -Que seáis felices, hijos míos. Que nuestros dioses os protejan...
  Cerró los ojos nuevamente y recostó pesadamente la cabeza.
  Vilca y Ancali se miraron consternados.
  El hijo tomó una resolución:
  -Quédate con él, Vilca. No te separes de su lado. Yo corro al Nevado de Pisca Cruz a buscar la piedra que cura...
  Al oír estas palabras salió el machi de la sombra y encarándose con los jóvenes, profetizó:


Respuesta  Mensaje 10 de 15 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 08/11/2009 08:07
  -Los dioses no están contentos, por eso quieren la muerte del curaca. Hay en la tribu alguien que provoca la ira de nuestros antepasados. Alguien a quien debe haber enviado Zupay... ¡Ten cuidado, Ancali!
  Con paso mesurado y una significativa mirada cargada de odio dirigida a Vilca, salió el hechicero.
  -¿Qué ha querido decir el machi, Ancali? ¿Por qué me miró con encono? ¿Por qué sospecha que soy enviada de Zupay?
  -Nada puedo explicarme -repuso consternado el joven-. Pero en cambio desconfío... Desconfío de Suri. Sus pócimas empeoran a mi padre. Creo que en lugar de buscar la salvación de su vida, trata de darle muerte. Y mi padre, en cambio, ¡confía en él! ¡Con qué fe sigue sus consejos y toma los brebajes preparados por él! Yo, por mi parte, he creído comprender que Suri nos odia... Pero, ¿por qué? -terminó ansioso.
  -Ancali... escucha... Nunca quise hablarte de esto porque no hallé razón para hacerlo. Pero ahora es necesario que sepas... A quien odia el machi es a mí... Me lo dijo hace tiempo... para convencerme de que abandonara la tribu... Y me amenazó con males irreparables... de los que habría de sentirme culpable... No lo creí. Sin duda ha llevado la venganza contra tu padre por haberme admitido en sus dominios...
  -¡Cómo es posible! -le interrumpió Ancali indignado-. ¿Qué razón puede tener?
  -Supone que yo, hija de Quilla, poseo facultades superiores a las suyas y desea arrojarme de aquí. El no ve con buenos ojos nuestro matrimonio. Cree que es la oportunidad que busco para ejercer luego mis poderes contra él y quiere vengarse en ti para que me arrojes de tu lado. ¡No permitas que continúe atendiendo al cacique!
  -Tú confirmas mis sospechas... No abandones a mi padre mientras dure mi ausencia. Correré tan rápido como el venado y dentro de dos días, cuando Inti envíe sus rayos más cálidos a la tierra, estaré de vuelta con la piedra milagrosa que salvará a mi padre...
  Se despidió Ancali y desde ese momento Vilca no se separó del anciano curaca. Este, agobiado por la fiebre yacía inconsciente, mientras de sus labios brotaban palabras entrecortadas pronunciadas en el delirio.
  La noche fue terrible. Entre estertores y gemidos pasó el enfermo sus horas.
  Vilca, con el cariño y la suavidad que le eran propios, cubría la frente ardorosa con hierbas aromáticas.
  Un rayo de luna penetraba por la abertura de la entrada.
  A la madrugada creyeron que el enfermo reaccionaba. Su lucidez era completa y aunque se expresaba con dificultad, sus ideas eran claras. Llamó a la futura esposa de su hijo para decirle:
  -Vilca, hija... ya puedo llamarte así porque te considero hija mía... Voy a morir... Lo presiento... Nuestros antepasados me llaman a su lado y mi hora llega. Haz feliz a Ancali y dile, cuando llegue, que espero que su gobierno sea justo... que no descanse hasta lograr la mayor felicidad y el completo bienestar de su pueblo... Ahora, hija mía, llama a Llamta. Es el más adicto de mis guerreros. Quiero morir mirando el cielo... Quiero que me lleven bajo los árboles...
  Los deseos de Pusquillo se cumplieron. Entre varios fornidos guerreros lo transportaron fuera, colocándolo bajo la sombra de un añoso y corpulento chañar cuyas flores amarillas caían como lluvia de oro sobre el cuerpo del cacique.
  Rodearon el lecho del enfermo con flechas clavadas en el suelo para evitar que la muerte pasara.
  Luego, el machi, presidiendo las ceremonias para rogar por la salud del curaca, invocó a Yastay, diciendo con voz monótona y dolorida:

 
Yastago, abuelo viejo,
  perdone si le han hecho mal,
  ¡padrecito viejo, kusiya! 

  De inmediato, con tutusca y maíz bien yuto, amasaron una figura de guanaco, lo bañaron en chicha y lo cubrieron con hojas de coca.
  Una vez así preparado, pasaron el pequeño guanaco por el cuerpo del enfermo haciéndolo con especial cuidado sobre la cabeza. Limpiaron con cunti la grasitud dejada sobre la piel del curaca por la figura del animalito, y una vez cumplido este rito, enterraron al pequeño guanaco en un lugar cercano a donde se hallaba el cacique moribundo, y lo rociaron con abundante chicha. Mientras tanto, grandes orgías acompañadas por cantos y súplicas se realizaban en las proximidades de este sitio, ofrecidas a los dioses para que tomaran a su cargo la salvación del enfermo.
  Al lado de éste se encontraba Vilca, que, como lo prometiera, no abandonó un instante al padre de su novio.
  En el cielo temblaban las estrellas...
  La respiración del viejo curaca era penosa y entrecortada. De vez en cuando un rictus de dolor se dibujaba en su rostro. Sus manos se crispaban sobre la manta que lo cubría, y sus labios resecos balbuceaban apenas:
  -Agua...
  Vilca, entonces, con suma dificultad lo incorporaba y valiéndose de un puco le daba de beber.
  Así pasó la noche.
  Al amanecer, cuando el cielo comenzaba a trocar los oscuros tintes por los celestes grisáceos de la aurora; cuando la vida volvía a renacer, el alma del anciano cacique voló a la región de lo desconocido. Al aparecer los primeros rayos del sol, abriéndose camino en las tinieblas, Pusquillo murió.
  Al mismo tiempo se oyeron estridentes gritos, alaridos podría decirse. Eran los súbditos del anciano curaca que así exteriorizaban su dolor.
  Los plañideros contratados para el caso no tardaron en hacerse presentes, y a poco de llegar dieron comienzo a su obligación consistente en llantos ruidosos y tristes cantos, en los que se hacía referencia a las hazañas cumplidas en vida por el difunto, y se ensalzaba su obra, sus condiciones y sus bondades.
  Cerca del cadáver, en una fogata encendida al efecto, quemaron hojas que despedían espesas columnas de humo.
  Mientras tanto, hombres y mujeres, uniéndose al duelo, saltaban y danzaban a su alrededor.
  Suri, con expresión maliciosa, observaba desde lejos, comprobando satisfecho el logro de sus deseos. Una parte de su venganza se había cumplido: el veneno, suministrado diariamente al cacique en pequeñas dosis, había surtido el efecto esperado.
  Vilca, por su parte, pensaba desesperada en Ancali, cuyo viaje al Nevado Pisca Cruz resultaba inútil.
  El sol, mientras tanto, enviaba los rayos que hacen madurar la mies y germinar la semilla. Y como siempre, junto a la muerte, vibraba la vida en un canto de fe y esperanza infinitas...
  Dos días después regresó Ancali. Llegaba triunfante, después de haber arrancado a la cumbre mágica de la montaña el remedio maravilloso capaz de devolver a su padre la salud perdida.
  Poco duró la expresión alegre de su rostro. Al acercarse a los alrededores de su pueblo, fácil le fue adivinar la tragedia ocurrida durante su ausencia y convencerse de la inmensa desgracia que lo había alcanzado. Su padre había muerto. No tenía necesidad de preguntarlo. Lo leía en los rostros amigos que lo miraban con compasión, en las bocas cerradas de la tribu que no se animaban a darle la fatal noticia.
  Arrojó Ancali la chuspa que contenía las raspaduras de la piedra milagrosa y corrió al lugar donde yacía su padre muerto. Ya no le quedó ninguna duda.
  El plañidero coro de las endecheras, con sus cuerpos envueltos en mantas de colores, continuaba relatando con cantos y sollozos las hazañas y glorias del difunto, mientras el resto de los presentes, incansables, seguía acompañando la ceremonia con danzas, saltos y alaridos de dolor. De vez en cuando, sobresaliendo del coro, se oía algún grito estridente destinado a conjurar a Zupay o a Chiqui, que sin duda rondaban por allí.
  Frente al sepulcro preparado, colocadas en palos, estaban las ovejas asadas de las que se valía el machi para conocer el destino del difunto en el "país de los muertos".
  Encontró a Vilca, tal como se lo prometiera, junto al curaca muerto.
  Al llegar Ancali, cedió al hijo el puesto que le correspondía dirigiéndose ella a la orilla del arroyo que, con sus aguas, fertilizaba el valle. Se sentó en una piedra y quedó pensativa.
  De su abstracción la sacó una voz conocida y repulsiva que le decía:
  -¿Has venido a gozar de tu obra? ¿Tienes ya proyectos para el futuro?
  Era Suri, que con todo cinismo acusaba a la inocente Vilca de la muerte de Pusquillo.
  -¿Mi obra, has dicho? -preguntó a su vez, iracunda, la doncella.
  -Tu obra, ¡sí! En una oportunidad te dije que si no abandonabas la tribu, la desgracia caería sobre los que te quisieran, y he cumplido. Hoy vuelvo a decirte: Si no abandonas estos lugares, te juro que te arrepentirás y cuando lo hagas, ¡será tarde!
  -Nada podrás en contra de mí... Muy pronto seré la esposa de Ancali y él, como jefe, sabrá dar cuenta de tu osadía -respondió Vilca indignada.
  -Ya sabré impedir que tus planes prosperen -dijo con sorna el machi, y agregó: Yo indicaré quién ha de suceder al viejo curaca, y no será por cierto Ancali como tú mal supones -terminó el malvado hechicero con una mueca desdeñosa.
  Suri era muy respetado en la tribu. Los poderes sobrenaturales que se le reconocían hacían considerarlo un ser superior enviado por los dioses tutelares. Su palabra se oía con interés y sus consejos eran seguidos sin discusión.
  Valido de estas prerrogativas, el terrible hechicero, siguiendo un plan trazado de antemano, dejó a Vilca para dirigirse a la casa de Anca, el más anciano y más respetado de los que formaban el Consejo de Ancianos, que era el que debía designar al nuevo jefe de la tribu.
  Con palabra persuasiva y acento terminante, como si se tratara de la más cierta de las revelaciones, le dijo:
  -A tu gran sabiduría e inigualada experiencia, quiero librar el secreto que me han revelado los astros. Una gran desgracia se cierne sobre nuestra tribu... Horas amargas tendremos que pasar, pues estamos a merced de una impostora que miente, diciéndose hija de Quilla para ser admitida con confianza entre nosotros. Pero mi poder ha descubierto su superchería y yo puedo decirte, ¡oh gran Anca!, que la extranjera miente. ¡Es una enviada de Zupay llegada para labrar nuestra desgracia! Por lo tanto, debe ser condenada a morir. ¡Si así no lo hiciéramos, los mayores malos acabarán con nosotros como lo ha hecho con nuestro gran cacique!
  Impresionado por tales palabras, apresuróse Anca a convocar al Consejo de Ancianos que de inmediato resolvió condenar a muerte a la infortunada Vilca.
  Nada se le participó a Ancali, temerosos de que se opusiera al designio de los astros por salvar a su prometida, y esa noche, cuando todo era quietud y paz en la tribu, los que debían hacer cumplir la pena, amparados por la oscuridad de la noche sacaron a Vilca de la casa donde estaba descansando y la llevaron a la montaña en la cual le darían muerte, luego de cumplir ritos establecidos.
  Una vez allí, buscaron una piedra alta y angosta a la cual la ataron.
  De inmediato, a cierta distancia esparcieron hierbas olorosas y, mientras Suri hacía conjuros para alejar a Zupay, uno de los ancianos encendió las hierbas que desprendieron un humo denso de olor acre.
  La infeliz Vilca gritaba su inocencia y lanzaba desesperados llamados a su prometido a quien pedía socorro.
  La luna, desde el cielo, era mudo testigo de esta escena desgarradora.
  Suri, por el contrario, se sentía muy feliz. Todo sucedía de acuerdo a sus más íntimos deseos y a sus bien trazados planes. ¡Por fin iba a lograr la desaparición de la intrusa!
  Sin embargo, no contaba el malvado hechicero con el cariño y el respeto que sentían por Ancali sus subordinados.
  Uno de ellos, joven audaz y valiente era Guasca. Volvía de acompañar hasta el límite de los dominios de Pusquillo al cacique de una tribu vecina venido para asistir a las ceremonias fúnebres del difunto curaca.
  Al pasar cerca del lugar señalado para el sacrificio de Vilca, Guasca, favorecido por la luna que continuaba iluminando la escena, notó que algo insólito sucedía. Los angustiosos gritos de la doncella atrajeron su atención.
  Se acercó cauteloso tratando de no ser visto y observó. Reconoció a Vilca, y al oír que se repetían sus desesperados llamados a Ancali abandonó el lugar, corriendo a avisar a su jefe.
  Pronto estuvo ante él poniéndolo al tanto de lo que ocurría.
  De inmediato partió Ancali al frente de varios guerreros que no lo abandonaban nunca.
  Cuando llegó al lugar del sacrificio, los conjuros y las ceremonias continuaban. Vilca, desfalleciente, la cabeza caída sobre el pecho, lloraba su infortunio.
  Corrió Ancali a librarla de las ligaduras y cuando ya la creyó salvada, una lluvia de flechas partió del grupo de verdugos de la hermosa y dulce Vilca.
  Decididos, respondieron al ataque los jóvenes guerreros de Ancali y cuando descontaban la victoria, un grito angustioso de éste les indicó que su jefe había sido alcanzado por alguna flecha enemiga.
  Así era en efecto. De la cabeza del intrépido muchacho manaba abundante sangre que Vilca trataba de restañar con sus manos cariñosas.
  La vida huía por la herida abierta y Ancali comenzó a desfallecer.
  Angustiada, un gemido brotó de la garganta de la infortunada doncella que se abrazó a su prometido como queriendo infundirle la energía que le faltaba.
  Ese fue el momento que quiso aprovechar Suri para apoderarse de los jóvenes; pero cuando ya creyó tenerlos a su alcance, debió sufrir la más cruel de las derrotas.
  Los cuerpos de Vilca y de Ancali se achicaron y perdieron su forma humana tomando, en cambio, las de dos hermosos pajaritos grises, cuyas cabecitas blancas estaban adornadas con un llamativo penacho rojo, tan rojo como la sangre que manaba de la herida que la flecha traicionera causó a Ancali.
  Aun así, Suri quiso tomarlos, pero las dos avecillas, abriendo las alas echaron a volar hasta posarse, muy juntas, en la rama de un tarco para entonar desde allí una melodía muy dulce, conjunción de amor y libertad que pobló los aires con armonías de cristal.
  No desesperó el malvado Suri, y tomando el arco y las flechas arrojó una a las avecillas. Mas, ¡oh justicia de los dioses buenos!, la flecha mal arrojada se volvió contra el hechicero, incrustándose en su corazón y terminando con un ser tan perverso que sólo causó males entre los que le rodearon.
  Mientras, desde la rama del tarco en flor, llegaba el canto alegre de las nuevas avecillas...
  La luna continuaba enviando a la tierra sus rayos de plata.
  En esta forma, dicen los calchaquíes, nacieron los cardenales, que así acrecentaron el número de las aves que regalan nuestra vista y deleitan nuestros oídos con las más exquisitas melodías.

Referencias
 
El cardenal es un pájaro de tamaño mediano y de agradable aspecto que nidifica en los montes.
  De plumaje compacto, tiene el lomo de color gris acero; el pecho y el abdomen, blanco ceniciento; la garganta y la cabeza, rojo vivo, lo mismo que el penacho de suaves plumitas en que ésta termina. Una línea blanca separa el rojo de la cabeza del gris del lomo.
  El pico es casi recto, fuerte, con la particularidad de tener el maxilar superior que sobresale del inferior.
  Las alas son estrechas y puntiagudas y la cola, larga y cuadrada.
  Movedizo, ágil y vivaz, es muy cantor. Su canto, en forma de gorjeos o silbidos, es fuerte y muy agradable, y se asemeja a los sonidos que brotan de una flauta.
  El nido, de paja, plumas y cerda, muy liviano, lo construye en los árboles y arbustos.
  Los huevos son pardo verdosos con pequeñas manchas blancas.
  Habita lugares donde existen plantaciones de árboles y arbustos.
  Se alimenta especialmente de granos; pero come frutas, hortalizas, insectos y hasta carne.
  Los guaraníes lo llaman acá pitá (cabeza roja).


Respuesta  Mensaje 11 de 15 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 08/11/2009 08:09
EL CARDO
LEYENDA ARAUCANA
VOCABULARIO
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HUENU: Cielo

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GULMÉN: Cacique

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HUILTRÚ: Caldén

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HUECUVÚ: Demonio

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ALHUÉ MAPÚ: País de los muertos

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CULTRÚN: Tambor

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RAYEN: Flor

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PULCU: Chicha. Bebida fermentada

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CURÁ: Piedra

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MACHI: Hechicero, curandero  

El sol caía a plomo sobre la pampa, calcinando la tierra. Los pastos habían desaparecido y los árboles resecos mostraban sus ramas desnudas y pardas cubiertas con el polvo gris que se levantaba del suelo.

Los pocos animales que quedaban, escuálidos y desganados, hundían sus hocicos donde creían encontrar el suelo húmedo o se echaban sin exhalar un quejido, pues ya no les quedaban fuerzas ni para eso.

Se hicieron muchas rogativas, pero el huenu se negaba a enviar el agua bienhechora.

En la tribu del gulmén Huiltrú reinaba la desesperación y la muerte. Los nativos no recordaban haber pasado jamás una sequía semejante.

Varios pobladores de la aldea habían tratado de alejarse en busca de algún lugar donde no faltara el agua, pero fue en vano. Debieron volver porque en mucha distancia a la redonda el panorama era aún más desolador.

Gulmén Huiltrú decidió realizar esa mañana el hillatrún, la fiesta que se celebraba cada dos años para rogar por el bienestar del pueblo, y que aunque no correspondía, dado el tiempo transcurrido desde que se realizara la última, era necesario efectuar a fin de que los ruegos fueran escuchados por los espíritus bienhechores.

Toda la tribu acogió la idea con vivas muestras de satisfacción, y de inmediato comenzaron los preparativos.

Se improvisó la capilla en medio del campo. Allí se depositaron las más variadas imágenes a quienes se dedicaba el huillatrún.

Buscaron luego un indiecito y una indiecita de ocho años más o menos, a los que pintaron los rostros con celeste y blanco, dándoles un aspecto original y llamativo. Así debía ser, pues estaban destinados a ser los ídolos de la fiesta.

Ellos, con su inocencia, eran los encargados de interceder entre los indígenas y los espíritus a quienes iban dirigidos los ruegos.

Se oyó a lo lejos el redoble de un cultrún. Un grupo de gente se acercaba encabezado por el machi más anciano de la tribu, que era quien ejecutaba el redoble monótono e interminable.

Llegó el grupo a la capilla improvisada. y allí, de pie, rogaron todos por el perdón de las malas acciones cometidas y pidieron con toda unción el agua bienhechora que los salvara de la muerte.

Después de pasado un tiempo bastante largo se hizo una pausa para dar oportunidad de descansar a los que realizaban las rogativas, pausa que aprovecharon no sólo para reposar sino para beber pulcu de. manzana y para comer carne de guanaco.

Varios descansos como este realizaron durante la mañana y todos con la misma finalidad.

A mediodía se dio por terminada la ceremonia.

Esa noche, mientras una suave brisa refrescaba el ambiente caldeado e insoportable, volvió el machi a invocar a los dioses haciendo conjuros para expulsar a Huecuvú, que era, sin duda, el culpable de los sinsabores y las desgracias que los habían alcanzado.

Los animales, extenuados, que se tiraban en el campo reseco y endurecido, no se volvían a levantar. Víctimas de una completa inanición, se dejaban morir...

Los hombres, vencidos por el calor y la fatiga, se echaban sobre la tierra desnuda, de la que se desprendía un calor de infierno.

El hechicero no dejaba de invocar a los dioses tutelares, previendo, con toda razón, que si una lluvia abundante no caía sobre la región; el fin de todos estaría muy próximo.

Después de medianoche, cuando el lucero del alba se hizo visible a sus ojos cansados, lanzó un grito de júbilo. El Espíritu del Agua, sensible a sus ruegos, se hizo presente y prometió. acceder a las súplicas de la tribu. Enviaría la tan esperada lluvia... Pero a cambio de un sacrificio que exigía.
No había sacrificio que los indígenas no estuvieran dispuestos a realizar a cambio del agua, que era para ellos esperanza de vida.

Sin embargo, no creyeron que las exigencias del Espíritu del Agua fueran tan terribles.

El hechicero, consciente de la magnitud de la demanda, repitió apesadumbrado las duras palabras del Genio de las Aguas:
-La más hermosa de las doncellas deberá acompañarme a las regiones ignotas del más allá, donde sólo tienen cabida las almas de los mortales. Para que su transformación
sea posible, toma este líquido. El será el encargado de quitarle la vida permitiendo al alma desprenderse de él y volar al Alhué Mapú.

Consternados escucharon los indígenas y un murmullo de asombro acompañó las últimas palabras del machi. No cabía la menor duda: la doncella más hermosa era Rayen, la hija preferida del cacique.

Temerosos pronunciaron su nombre:
-Rayen. .. Rayen...

El cacique nada dijo. Oyó imperturbable la sentencia. Su hermosa hija, presente en ese momento, se adelantó y acercándose al hechicero, le pidió:
-Dame, Curá... El veneno ha sido destinado para mí y yo me siento orgullosa de sacrificar mi vida por salvar la de mi padre y la de mi pueblo.


Respuesta  Mensaje 12 de 15 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 08/11/2009 08:10

El cacique, desesperado al tener que perder a su hija predilecta, a cambio de la salvación de la tribu, con gesto rebelde y palabra amarga, mirando a los astros, se quejó:
-¿Por qué para conseguir la vida de unos, es necesario el sacrificio de la vida de otros?

Para conformarlo, el hechicero le respondió:
-Mi señor, los mandatos del Genio del Agua deben ser cumplidos sin protestas si no queremos que su venganza recaiga sobre todos. Pensad en vuestro pueblo, señor...

-En él pienso... Pero también pienso que para que mi pueblo se salve, debo sacrificar a mi hija, a quien no hay otra doncella que iguale en belleza ni la aventaje en bondad. ¡Yo no puedo sacrificar a mi hija!

Rayen, que sin que su padre lo notara había oído sus desconsoladas palabras, se acercó a él y acariciando su cabeza vencida por el dolor lo conformó:
-No te doblegue la pena, padre mío. Bello destino es el de mi vida si con ella logro salvar a mis hermanos. A ellos la ofrezco. A ellos y a ti, para quien deseo una existencia muy larga dedicada al bien y a la felicidad de tu pueblo al que gobiernas con tanta bondad y justicia.

Y sin que su padre pudiera evitarlo acercó a sus labios el recipiente que le entregara el machi, y de un sorbo, apuró el contenido.

-¿Has visto padre? Fue fácil y ya está. Que mi sacrificio sea la felicidad de los míos...

- Dio unos pasos por el campo seco y a poco cayó sin vida.

El cacique dio un grito y los que lo rodeaban bajaron la cabeza impresionados por tanto dolor.

La aurora, que había comenzado a teñir el cielo por oriente de rosado y añil, se vio interrumpida en su tarea de distribuir luz y colores por negros nubarrones que cubrieron el firmamento.

Un trueno resonó a lo lejos, acompañado de agudas lenguas de fuego que parecían hendir las nubes.

Desde ese momento no cesaron los truenos ensordecedores y los relámpagos impresionantes. Cayeron grandes gotas que desaparecían al instante absorbidas con ansias por la tierra reseca.

Resonó un trueno más fuerte que los otros y una cortina de agua unió, al instante, el cielo con la tierra. Una lluvia copiosa y refrescante no cesó de caer. Ávidos bebían los indígenas, y en un arranque de exaltación y de locura corrían bajo el agua hasta empaparse, mientras destemplados gritos de júbilo saludaban la llegada del agua salvadora.

Cuando la tormenta amainó, la tierra mojada prometía vida y bienestar.

El cacique, entonces, queriendo dar un último abrazo al cuerpo exánime de su hija, corrió al lugar donde cayera... pero no la halló.

Rayen había desaparecido.

En el lugar donde la bella y valiente hija del cacique, había exhalado su último suspiro, una planta nueva, espinosa, elevaba sus hojas verdegrisáceas sobre la superficie.

Entre ellas surgían unas hermosas flores azules que guardaban en su tallo el agua que tanto había costado conseguir.

Así nació el cardo.

Esta planta previsora guarda en su seno el agua vivificante que la ayuda a sobrevivir y que se ofrece al ganado cuando la sequía devasta los campos, la hierba desaparece y las llanuras desoladas son un páramo donde la vida se extingue.

Y vuelve así a repetirse el sorprendente milagro por el que inmoló su vida la hermosa y
abnegada hija del cacique Huiltrú.

REFERENCIAS

El cardo es una planta perenne, espinosa, de grandes hojas verdegrisáceas muy recortadas y provistas ellas también de espinas.

La inflorescencia en capítulo reúne hermosas flores de color azul violáceo rodeadas por un verticilo de brácteas formado por escamas espinosas del mismo color de las hojas y el tallo.

Florece en primavera y principios de verano.

Los frutos son aquenios provistos de vilanos, que al ser arrancados por el viento son llevados por el aire, que así favorece su reproducción. Vulgarmente se los conoce con el nombre de "panaderos".

Es el cardo una planta que invade los campos no cultivados, estando considerada entre las malezas a la que es necesario perseguir sin descanso. Su verdadera utilidad está en que los bovinos comen las partes tiernas del tallo y de las hojas, resultando un inmejorable alimento en épocas de escasez y de sequía.

Los tallos y las hojas cocidos constituyen un alimento para el hombre. Los primeros, secos, son usados por la gente humilde como combustible.

Las flores se emplean para cortar la leche; las raíces son diuréticas.

Las aves de corral comen las semillas.

Hay varias clases de cardo, siendo el más conocido entre nosotros el llamado "Cardo de Castilla".


Respuesta  Mensaje 13 de 15 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 09/11/2009 07:13

El Ceibo, también denominado seibo, seíbo, o bucare, es la Flor Nacional de la República Argentina. Esta elección surgió en las primeras décadas del siglo XX, después de muchas discusiones y controversias, pero finalmente, el 23 de diciembre de 1942, el Poder Ejecutivo Nacional, mediante el Decreto Nº 138.974, consagró oficialmente,  el ceibo como la Flor Nacional Argentina.

El Ceibo es un árbol originario de América, de la zona subtropical, no muy alto, de tronco retorcido, pertenece a la familia de las leguminosas, por lo que las semillas se guardan en vainas encorvadas. Sus flores son rojas, de un rojo carmín.

Crece en las riberas del Paraná y del Río de La Plata, pero se lo puede hallar en zonas cercanas a ríos, lagos y zonas pantanosas a lo largo del país.

La madera de ceibo es muy liviana y porosa, y se la utiliza para la construcción de balsas, colmenas, juguetes de aeromodelismo.

Su presencia en parque y jardines argentinos, pone una nota de perfume y color.  Y el admirador evita arrancar sus flores, debido a que sus ramas poseen una especie de aguijones.

LEYENDA DEL CEIBO:

Cuenta la leyenda que en las riberas del Paraná, vivía una indiecita fea, de rasgos toscos, llamada Anahí. Era fea, pero en las tardecitas veraniegas deleitaba a toda la gente de su tribu guaraní con sus canciones inspiradas en sus dioses y el amor a la tierra de la que eran dueños... Pero llegaron los invasores, esos valientes, atrevidos y aguerridos seres de piel blanca, que arrasaron las tribus y les arrebataron las tierras, los ídolos, y su libertad.

Anahí fue llevada cautiva junto con otros indígenas. Pasó muchos días llorando y muchas noches en vigilia, hasta que un día en que el sueño venció a su centinela, la indiecita logró escapar, pero al hacerlo, el centinela despertó, y ella, para lograr su objetivo, hundió un puñal en el pecho de su guardián, y huyó rápidamente a la selva.

El grito del moribundo carcelero, despertó a los otros españoles, que salieron en una persecución que se convirtió en cacería de la pobre Anahí, quien  al rato,  fue alcanzada por los conquistadores. Éstos, en venganza por la muerte del guardián, le impusieron como castigo  la muerte en la hoguera.

La ataron a un árbol e iniciaron el fuego, que parecía no querer alargar sus llamas hacia la doncella indígena, que sin murmurar palabra, sufría en silencio, con su cabeza inclinada hacia un costado. Y cuando el fuego comenzó a subir, Anahí se fue convirtiendo en árbol, identificándose con la planta en un asombroso milagro.

Al siguiente amanecer, los soldados se encontraron ante el espectáculo de un hermoso árbol de verdes hojas relucientes, y flores rojas aterciopeladas, que se mostraba en todo su esplendor, como el símbolo de valentía y fortaleza ante el sufrimiento.

Tomada de la narración oral.

En Paraguay está la leyenda hecha canción:

ANAHÍ (CANCIÓN PARAGUAYA)
(Leyenda de la flor del ceibo)

Anahí...
las arpas dolientes hoy lloran arpegios que son para ti 
recuerdan acaso tu inmensa bravura, reina guaraní,
Anahí, 
indiecita fea de la voz tan dulce como el aguaí.
Anahí, Anahí,
tu raza no ha muerto, perduran sus fuerzas en la flor rubí.

Defendiendo altiva tu indómita tribu fuiste prisionera 
Condenada a muerte, ya estaba tu cuerpo envuelto en la hoguera
y en tanto las llamas lo estaban quemando 
en roja corola se fue transformando...
La noche piadosa cubrió tu dolor y el alba asombrada
miro tu martirio hecho ceibo en flor. 
Anahí,  las arpas dolientes hoy lloran arpegios que son para ti 
recuerdan acaso tu inmensa bravura, reina guaraní,
Anahí, 
indiecita fea de la voz tan dulce como el aguaí.
Anahí, Anahí,
tu raza no ha muerto, perduran sus fuerzas en la flor rubí.


Respuesta  Mensaje 14 de 15 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 09/11/2009 07:20

"La Cruz de los Milagros"

 Hay en la Iglesia del Milagro, en Corrientes, una rústica cruz que es venerada con el nombre de "Cruz de los Milagros". Una curiosa leyenda justifica ese nombre.

 Cuenta la tradición que los españoles, cuando fundaron San Juan de Vera de las Siete Corrientes, llamado hoy Corrientes, después de elegir el lugar y antes de levantar el fuerte, decidieron erigir una gran cruz, símbolo de su fe cristiana.

 La construyeron con una rama seca del bosque vecino, la plantaron luego, y a su alrededor edificaron el fuerte, con ramas y troncos de la selva.

 Construido el fuerte y encerrados en él, los españoles se defendían de los asaltos que, desde el día siguiente, les llevaban sin cesar las tribus de los guaraníes, a los cuales derrotaban diariamente, con tanta astucia como denuedo. Los indios, de un natural impresionable, atribuían sus desastres a la cruz, por lo que decidieron quemarla, para destruir su maleficio. Se retiraron a sus selvas, en espera de una ocasión favorable, la cual se les presentó un día en que los españoles, por exceso de confianza, dejaron el fuerte casi abandonado.

 La indiada, en gran número, rodeó la población, en tanto que huían los pocos españoles de la guardia, escondiéndose entre los matorrales.

 Con ramas de quebracho hicieron los indios una gran hoguera, al pie de la cruz que se levantaba en medio del fuerte. las llamas lamían la madera sin quemarla; un indio tomó una rama encendida y la acercó a los brazos del madero; entonces, en el cielo límpido, fue vista de pronto una nube, de la cual partió un rayo que dio muerte al salvaje.

  Cuando los otros guaraníes lo vieron caer fulminado a los pies de la cruz, huyeron despavoridos a sus selvas, convencidos de que el mismo cielo protegía a los hombres blancos. Los españoles, que escondidos entre la maleza presenciaban tan asombrosa escena, divulgaron luego este suceso, que no cayó, por cierto en el olvido. En la Iglesia del Milagro, en Corrientes, se encuentra hoy la Cruz de los Milagros: se la guarda en una caja de cristal de roca, donada por la colectividad española.

Respuesta  Mensaje 15 de 15 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 09/11/2009 07:23

La Leyenda del Chajá:

VOCABULARIO
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TACA: Luciérnaga 

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PIRA – Ú : Pescado negro 

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ARA- ÑARÓ : Rayo 

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PETIG: Tabaco 

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CARUMBÉ: Tortuga 

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PINDÓ: Palmera 

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AGUARÁ: Zorro 

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SAEYÚ: Amarillo 

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TIPOY: Túnica 

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CHUMBÉ: Faja 

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LECHIGUANA: Abeja silvestre que 
produce una miel comestible 

El Chajá es un ave zancuda del sur de Sudamérica, en especial de Argentina. Su cuerpo de regular tamaño, está recubierto por plumas de color gris plomizo. En su cuello una línea de plumas negras forma un collar, y dos manchas blancas se destacan en el dorso. Sus alas están provistas de espolones, y luce un copete en la nuca. Habita en lugares húmedos, pantanosos o en las orillas de ríos o arroyos. Entra al agua, pero no sabe nadar. 

Sólo se los caza vivos y en pareja, pues si así no se hiciera, el animalito moriría al ser separado de su compañero. 

Es tal el cariño que se profesan entre sí los que forman cada pareja, que si uno se enferma, el otro no se aparta de su lado y trata de auxiliarlo en todo momento con mucho cariño. Si llega a morir, no es extraño que al poco tiempo muera el otro también. 

Construyen el nido ayudándose los dos, y cuando llega el momento de empollar, lo hacen también los dos alternativamente. Una vez nacidos los polluelos, ambos se encargan de ellos: la hembra los cuida y el macho les proporciona alimento y los defiende. 

Es un ave vigilante, y a la menor señal de peligro, levanta el vuelo y grita: "Chajá!" o "Yahá". De este grito se ha tomado el nombre con que la distinguimos. 

Vuela a gran altura describiendo círculos y puede mantenerse mucho tiempo en el aire. Persigue a las aves de rapiña, siendo por ello una excelente guardiana de gallineros y rebaños, reemplazando muchas veces al perro. 

Se domestica con facilidad, llegando a reconocer a su amo y a las personas de la casa. 

El hombre no la persigue para comer, pues su carne no es comestible. Al cocinarla se transforma, en su mayor parte, en espuma. 

De aquí el dicho "Pura espuma como el chajá". 

El Chajá
Leyenda Guaraní

El anciano Aguará era el Cacique de una tribu guaraní. En su juventud, el valor y la fortaleza lo distinguieron entre todos; pero ahora, débil y enfermo, buscaba el consejo y el apoyo de su única hija, Taca, que con decisión acompañaba al padre en sus tareas de jefe. 

Taca manejaba el arco con toda maestría, y en las partidas de caza, a ella correspondían las mejores piezas, constituyendo el trofeo de su arrojo ante el peligro. Todos la admiraban por su destreza y la querían por su bondad. Muchas veces había salvado a la tribu en momentos de peligro, reemplazando al padre que, por la edad y por la salud resentida, estaba incapacitado para hacerlo. 

Aparte de todas estas condiciones, Taca era muy bella. De color moreno cobrizo su piel, tenía ojos negros y expresivos, y en su boca, de gesto decidido y enérgico, siempre brillaba una sonrisa. Dos largas trenzas negras le caían a los lados del rostro. Un tipoy cubría su cuerpo hasta los tobillos, y con una faja de colores que los guaraníes llamaban chumbé, lo ceñía a la cintura. 

Las madres de la tribu acudían a ella cuando sus hijos se hallaban en peligro, seguras de encontrar el remedio que los salvara. Era la protectora dispuesta siempre a sacrificarse en beneficio de la tribu. 

Los jóvenes admiraban su bondad y su belleza, y muchos solicitaron al Cacique el honor de casarse con tan hermosa doncella. Pero Taca rechazaba a todos. Su corazón no le pertenecía. 

Ará-Naró, un valiente guerrero que en esos momentos se hallaba cazando en las selvas del norte, era su novio y pensaban casarse cuando él regresara. Entonces el viejo Cacique tendría, en su nuevo hijo, quien lo reemplazase en las tareas de jefe. 

La vida de la tribu transcurría serena; pero un día, tres jóvenes: Petig, Carumbé y Pindó, que salieron en busca de miel de lechiguana, volvieron azorados trayendo una horrible noticia. Al llegar al bosque en busca de panales, cada uno de ellos había tomado una dirección distinta. Se hallaban entregados a la tarea, cuando oyeron gritos desgarradores. Era Petig, que, sin tiempo ni armas para defenderse, había sido atacado por un jaguar cebado con carne humana y nada pudieron hacer los compañeros para salvarlo, pues ya era tarde. El jaguar había dado muerte al indio y lo destrozaba con sus garras. Carumbé y Pindó no tuvieron más remedio que huir y ponerse a salvo. Así habían llegado, jadeantes y sudorosos, a dar cuenta de lo sucedido. 

Esta noticia causó estupor y miedo en la tribu, pues hasta entonces ningún animal salvaje se había acercado al bosque donde ellos acostumbraban ir a buscar frutos de banano, de algarrobo y de mburucuyá, que les servían de alimento. 

Desde ese día no hubo tranquilidad en la tribu. Se tomaron precauciones; pero el jaguar merodeaba continuamente y muchas fueron las víctimas del sanguinario animal. 

El Consejo de Ancianos se reunió para tomar una determinación que pusiera fin a semejante amenaza de peligro para todos. 

Y decidieron: era necesario dar muerte a quien tantas muertes había producido. 

Para conseguirlo, un grupo de valientes debía buscar y hacer frente a la terrible fiera, hasta terminar con ella. 

El Cacique aprobó la determinación de los Ancianos. Pidió a los jóvenes de la tribu que quisieran llevar a cabo esta empresa, se presentaran ante él. 

Grande fue la sorpresa del jefe cuando vio aparecer en su toldo a un solo muchacho: Pirá-U. 

De los demás, ninguno quiso exponer su vida. 

Pirá-U sentía gran admiración y un gran reconocimiento hacia el viejo Cacique. En cierta ocasión, hacía muchos años, Aguará había salvado la vida de su padre, de quien era gran amigo. Fue un verdadero acto de heroísmo el cumplido por el valiente Cacique, con peligro de su propia vida. 

Desde entonces, nada había que Pirá-U, agradecido, no hiciera por el viejo Aguará. Por eso, ésta era una espléndida oportunidad para demostrarlo. Él sería el encargado de librar a la tribu de tan terrible amenaza. Así fue que Pirá-Ú, sin ayuda de nadie, confiando en su valor y en la fuerza que le prestaba el agradecimiento, partió a cumplir tan temeraria empresa. Gran ansiedad reinó en la tribu al siguiente día. Todos esperaban al valiente muchacho, deseosos de verlo llegar con la piel del feroz enemigo. 

Pero las esperanzas se desvanecieron. Pasó ese día y otros más y Pirá-U no regresó. 


Respuesta  Mensaje 16 de 15 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 09/11/2009 07:23
Había sido una nueva víctima del jaguar. Nuevamente se reunió el Consejo y nuevamente se pidió la ayuda de los jóvenes guerreros. Pero esta vez nadie respondió... nadie se presentó ante el Cacique. Era increíble que ellos que habían dado tantas veces pruebas de valor y de audacia, se mostraran tan cobardes en esta ocasión. 

Taca, indignada, reunió al pueblo, y en términos duros y con ademán enérgico, les dijo: 

Me avergüenzo de pertenecer a esta tribu de cobardes. Segura estoy de que si Ará-Naró estuviera entre nosotros, él se encargaría de dar muerte al sanguinario animal. Pero en vista de que ninguno de vosotros es capaz de hacerlo, yo iré al bosque y yo traeré su piel. Vergüenza os dará reconocer que una mujer tuvo más valor que vosotros, cobardes! 

Así diciendo entró en su toldo. El padre, que se hallaba postrado por la enfermedad, se oponía a que su hija llevara a cabo una empresa tan peligrosa. 

- Hija mía -le dijo- tu decisión me honra y me demuestra una vez más que eres digna de tus antepasa­dos. Mi orgullo de padre es muy grande. Te quiero y te admiro; pero la tribu te necesita. Mi salud no me permite ser como antes y sin tu apoyo no podría gobernar. 

Padre, los dioses me ayudarán y yo volveré triunfante. Si permitimos que el sanguinario animal continúe con sus desmanes no podremos llegar al bosquecillo en busca de alimentos, y la vida aquí será imposible. 

Hija mía; otros deben dar muerte al jaguar. Tú eres necesaria en la tribu y no es muy seguro que te libres de morir entre las garras de la fiera. 

Padre... tus súbditos han demostrado ser unos cobardes. Creen que el yaguareté es un enviado de Añá para terminar con nosotros, y temen enfrentarlo. Yo debo salvar a la tribu. ¡Permite que vaya, padre mío! 

El anciano tuvo que acceder. Las razones que le daba su hija eran justas y claras ­ y no había otra manera de librarse de enemigo tan cruel. 

Y Taca empezó los preparativos para ponerse en viaje ese mismo día al atardecer. 

Cuando se disponía a partir, varios jóvenes trajeron la noticia de que los cazadores que partieran hacía una luna, se acercaban. Estaban a corta distancia de los toldos. 

Fue para Taca una noticia que la lleno de placer y de esperanza. Entre los cazadores venía Ará-Ñaro, su novio, y él podría acompañarla para dar muerte al jaguar. Impacientes esperaban la llegada de los bravos cazadores, los que se presentaron cargados de innumerables animales muertos, pieles y plumas, conseguidos después de tantos sacrificios y de tantos peligros. 

Fueron recibidos con gritos de alegría y de entusiasmo por toda la tribu que se había reunido cerca del toldo del Cacique. Junto a la entrada se encontraba éste con su hija Taca, rodeados por los ancianos del Consejo. 

El viejo Aguará saludó con todo cariño a los valientes muchachos, que se apresuraron a poner a sus pies las piezas más hermosas. 

- Ará-Naró, después de agasajar al Jefe, se dirigió a Taca, y como una prueba de su gran amor, le ofreció el presente que le tenía dedicado: una colección de las más vistosas y brillantes plumas de aves del paraíso, de tucán, de cisne, de garza y de flamenco. El gozo y la satisfacción se pintaron en el rostro de la doncella, que con una suave sonrisa agradeció el obsequio. 

Después... cada uno se retiró a su toldo. Aguará, Taca y Ará-Naró quedaron solos. El sol se había ocultado detrás de los árboles del bosquecillo cercano. Un reflejo rojo y oro teñía las nubes, y como venido de lejos se oyó el grito lastimero del urutaú. 

En ese momento, el viejo Cacique comunicó a Ará-Naró la decisión de su hija. 

-Hijo mío- le dijo - un jaguar cebado con sangre humana ha hecho muchas víctimas entre nuestro pueblo. El primero fue Petig, que tomado desprevenido, murió deshecho por la fiera. Después Saeyú y otros que, confiados, fueron al bosque en busca de alimentos. Se decidió dar muerte al sanguinario animal; pero Pirá-Ú, encargado de ello, no ha vuelto. Fue, sin duda, una víctima más... Y ahora nadie quiere hacer frente a tan terrible enemigo. Todos le temen creyéndolo un enviado de Añá, imposible de vencer. 

Taca, por su parte, ha decidido ser ella quien termine con el jaguar, y piensa partir ahora mismo. 

-Taca, eso no es posible- dijo resuelto Ara-Ñaro-. Esa no es empresa para ti. Y los guerreros de nuestra tribu: ¿qué hacen? ¿Cómo permiten que una doncella los aventaje en valor y los reem­place en sus obligaciones?. -Los jóvenes temen a Añá, y no quieren atacar a quien creen su enviado. -Taca, ¡no irás! Seré yo quien dé muerte al jaguar, y su piel será una ofrenda más de mi amor hacia ti. 

-No podrá ser, Ará-Ñaró. ¡He dado mi palabra y voy a cumplirla!... Dentro de un instante saldré en busca del jaguar, y cuando vuelva gritaré una vez más su cobardía a los súbditos del valiente Aguará. 

-No has de ir sola, Taca. Espera unos instantes y yo te acompañaré. 

­ Ya debo partir, Ará-Ñaro; “yahá!”…, “yahá!”…(¡vamos!, ¡vamos!). 

Pronto se reunió Ará-Ñaró a su prometida, y cuando la luna envió su luz sobre la tierra, ellos marchaban en pos del enemigo de la tribu. La esperanza de terminar con él los alentaba. Cuando llegaron al bosque, Ará-Ñaró aconsejó prudencìa a su compañera, pero ella, en el deseo de terminar de una vez por todas con el carnívoro, adelantándose, lo animaba: 

- “yahá!”…, “yahá!”… 

Cerca de un ñandubay se detuvieron. Habían oído un rozamiento en la hierba. Supusieron que el jaguar estaba cerca. Y no se equivocaban. Saliendo de un matorral vieron dos puntos luminosos que parecían despedir fuego. Eran los ojos de la fiera, que buscaba a quienes pretendían hacerle frente. Con paso felino se iba acercando, cuando Ara­Naró, haciendo a un lado a su novia y obligándola á guarecerse detrás de un añoso árbol, se dirigió, decidido, hacia la fiera. 

Fueron momentos trágicos los que se sucedieron. ¡El hombre y la fiera luchando por su vida! Ará-Naró era fuerte y valiente, pero el jaguar, con toda fiereza, lanzó un rugido salvaje. Taca, que desde su escondite seguía con ansiedad una lucha tan desigual, se estremeció. 

Un zarpazo desgarró el cuello del valiente indio y lo arrojó a tierra. Con él rodó la fiera enfurecida y poderosa. 

Taca dio un grito, y de un salto estuvo al lado del animal ensangrentado, que se trabó en pelea con su nueva atacante. 

Pero fue en vano. En esa prueba de valientes, ninguno salió triunfante. 

Taca, Ará-Ñaró y el jaguar pagaron con su vida el heroísmo que los llevó a la lucha. 

Pasaron los días. En la tribu se tuvo el convencimiento de la muerte de los jóvenes prometidos. 

-El viejo Cacique, cuya tristeza era cada vez mayor, fue consumiéndose día a día, hasta que Tupá, condolido de su desventura, le quitó la vida. 

Todos lloraron al anciano Aguará, que había sido bueno y valiente, y de quien la tribu recibiera tantos beneficios. 

Prepararon una gran urna de barro, y después de colocar en ella el cuerpo del Cacique, pusieron sus prendas y, como era costumbre, provisiones de comida y bebida. 

En el momento de enterrarlo, en el lugar que le había servido de vivienda, una pareja de aves, hasta entonces desconocidas, hizo su aparición gritando: -- “yahá!”…, “yahá!”… 

Eran Taca y Ará-Naró, que convertidos en aves por Tupá, volvían a la tribu de sus hermanos. 

Ellos los habían librado del feroz enemigo, y desde ahora serían sus eternos guardianes, encargados de vigilar y dar aviso cuando vieran acercarse algún peligro. 

Por eso, el chajá, como le decimos ahora, sigue cumpliendo el designio que le impusiera Tupá, y cuando advierte algo extraño, levanta el vuelo y da el grito de alerta: ; "Yahá!..., " "Yahá!"... 


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