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Respuesta  Mensaje 1 de 10 en el tema 
De: Marti2  (Mensaje original) Enviado: 09/11/2009 07:29

EL GIRASOL

 

Caía la tarde. El sol, como un disco de fuego, transmitía su color rojo al cielo, que cubierto de nubes  bordeadas de oro ofrecía los más variados tonos del índigo, del jacinto y del celeste en el crepúsculo estival.

 

Los indígenas  de la tribu de Guazú-tí, susceptibles a las bellezas de la naturaleza, atribuían este espectáculo maravillosos a la creencia de que el sol lucía sus mejores galas para recibir el alma del angelito que acababa de morir.

 

Se trataba de Miní,  el último hijo del cacique nacido hacía apenas tres lunas.

 

Cuando nada lo hacia suponer, una dolencia extraña había producido la muerte de la criatura.

 

Depositaron el cuerpecito del niño  en una urna de barro que colocaron en la oga guasú de los padres. A ella iban llegando hombres y mujeres, viejos y jóvenes,  para celebrar la muerte del angelito, cuya alma, por no haberse contaminado con los males y vicios de la tierra, estaba destinada a ocupar un lugar de privilegio en el reinado del sol. Subiendo por uno de los rayos que el astro envió con ese objeto, el alma ya había llegado al cielo.

 

En la tierra, en la casa de los padres, se dio comienzo a la fiesta con motivo de este acontecimiento.

 

Ya tenía Caranda-í y Guazú-Ti quien rogara por ellos junto a sus dioses.

 

Los festejos comenzaron. La chicha corrió en abundancia y cuando se empezaron a  notar sus efectos entre la concurrencia, se dio principio a los bailes y a los cantos entonados por los presentes.

 

En un claro del bosque, junto a la cabaña donde descansaba el cuerpecito del niño, se encendieron grandes fuegos alrededor de los cuales, acompañándose con gritos, mímica adecuada y movimientos de brazos, danzaban hombres y mujeres.

 

Toda la noche duró la celebración y continuó una vez enterrado el "muertito".

 

Guazú-tí y su tembirecó Caranda-í habían tenido varios hijos; pero todos habían muerto antes de llegar al eichú,  atacados por la misma rara dolencia que Miní.

 

Caranda-í estaba muy triste. Ella soñaba con tener una hija  que alegrara su vida y la acompañara a realizar las tareas propias de las mujeres de la tribu; le enseñaría a hilar y a  tejer algodón,  a labrar la tierra y a sembrar, a fabricar esteras, a tejer lindas chumbés... Hasta en su nombre había pensado. La llamaría Panambí porque iba a ser bonita y alegre, y como las mariposas iría de flor en flor...

 

Por su parte,  Guazú-tí deseaba tener un hijo fuerte y valiente como sus antepasados, que los acompañara en sus excursiones de caza, que manejara con destreza el arco y la flecha, que supiera construir y dirigir una canoa, pescar los mejores peces y defender  la tierra de sus antepasados con valor y con audacia. Él sería más tarde, a su muerte, el cacique de la tribu...

 

Pero contra estos deseos de ambos esposos,  estaban los designios del Sol que se negaba a concederles el ansiado hijo.

 

Días más tarde conversaron Caranda-í y Guazú-í llegando a la conclusión de que los dioses estaban enojados.

 

Decidieron entonces ofrecerles sacrificios y ofrendas que los reconciliaran  con ellos. Al mismo tiempo les pedirían el hijo soñado.

Se hicieron importantes rogativas de las que participó toda la tribu.

Las rogativas fueron oídas por el Sol. Un eichú después, en un día brillante, hacia mediodía, nació en el hogar del cacique una hermosa niña, hija de Caranda-í y de Guazú-tí a la que llamaron, tal como lo deseaba la madre, Panambí.

 

Todos los cuidados les parecieron pocos para dedicarlos a la recién nacida, pensando siempre con temor, en que la pequeña, tal como sucediera con sus hermanos, podría contraer la grave dolencia que los había llevado a las regiones donde impera el Sol.

 

Pasó el tiempo y la pequeña Panambí llegó a ser una hermosa criatura vivaz y juguetona. Sus ojos negros brillaban como dos cuentas de azabache y era muy gracioso oírla, en su media lengua, imitar el lenguaje de sus padres y de los niños que jugaban con ella.

 

En todos los que la rodeaban, y sobre todo en sus padres, había quedado imborrable el recuerdo de la primera palabra pronunciada por la niña y que ellos escucharon estupefactos.

 

Se hallaban junto a su oga, en una mañana de yasí-mo-coí, cuando la chiquita, levantando sus ojitos al cielo, hacia el lugar donde el disco del Sol lucía en toda su brillantez, dijo con suma facilidad, como si estuviera acostumbrada a pronunciarlo:                                       

Cuarajhí...

 

Todos se miraron asombrados, creyendo haber oído mal, pues eran muchas las dificultades que ofrecía la palabra para quien sólo había balbuceado hasta entonces.

 

Como para que no les quedara el menor asomo de duda, la pequeña Panambí volvió a repetir:

—Cuarajhí...

 

Desde ese momento, su lengüita de trapo no cesó en sus intentos de reproducir el lenguaje de los que la rodeaban, consiguiendo hacerse entender con medias palabras o con sonidos más o menos parecidos a los que trataba de pronunciar.

 

Sólo una palabra surgía perfecta de su boquita a la que asomaban los primeros dientes:

—Cuarajhí...

 

La pequeña Panambí crecía sana y fuerte. Su carita mofletuda, de color cobrizo, era el más claro exponente de su buena salud; pero la madre, que vivía con el temor de que la pequeña, al igual que sus anteriores hijos, enfermara de pronto, multiplicó sus cuidados y la rodeó de innumerables atenciones.

 

El invierno  había llegado con sus fríos intensos y con sus vientos continuos, que silbaban al pasar entre los juncos y las totoras, encrespando las aguas del río y agitando con fuerza las ramas de los zuiñandíes, de los aguaribais, de los chañares y de los piquillines.

 

Entonces se aumentaron los cuidados a la pequeña: se evitaba sacarla al aire, se trataba de que no tomara frío, terminaron no dejándola salir de la oga guasú, donde pasaba sus días y sus noches.

 

El tiempo desapacible pasó y la ará-ivotí llegó con su aire tibio y perfumes de flores.

 

Para la pequeña Panambí, sin embargo, la vida continuó como hasta entonces. En vista de los buenos resultados obtenidos merced a los cuidados a que se la sometiera durante esa temporada, decidieron continuar en la misma forma por temor de que el menor descuido fuera la causa de una enfermedad imprevista que les arrebatara a la hijita.

Por esa causa, mientras todos los niños correteaban por la pradera cortando los jugosos frutos que les ofrecían abundantes el mburucuyá, el ñangapirí y el chañar, o recogiendo miel silvestre que gustaban con fruición, la pequeña Panambí, víctima de cuidados exagerados, estaba condenada a no salir de su oga guasú.

 

Pasaron así varios años. Caranda-í y Guazú-tí, felices al haber conseguido conservar a su hijita que ya tenía seis años, vivían para cuidarla, evitándole el frío, el aire muy directo, el sol fuerte.

 

La preciosa criatura que era Panambí cuando apenas contaba un año había sufrido un cambio por demás  notable. Era una chica alta, muy delgada, pálida y de aspecto enfermizo, callada, taciturna e inapetente.

 

Pasaba su vida quietecita, sentada en un rincón de la cabaña, y al contrario de lo que sucede con los niños de su edad, ella jamás sentía deseos de jugar ni de reír.

 

Día llegó en que no quiso levantarse del lecho formado por una armazón de ramas, cubierta con hojas de palmera.

 



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Respuesta  Mensaje 2 de 10 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 09/11/2009 07:30

Con la vista fija en la pared que quedaba frente a ella y de la que colgaban el arco y las flechas de su padre, miraba sin ver. 

El padre y la madre, al comprobar el decaimiento de la niña, temieron que hubiera llegado la hora en que los dioses la llamaran a su lado y, desesperados, trataron de reanimarla, consiguiendo, después de muchos ruegos, que se levantara.

Poco duró la alegría que les produjo esta determinación de la niña, porque al poco rato se hallaba echada en una de las hamacas de algodón colgadas en el interior de la oga guasú.

Convencidos de que el extraño mal había alcanzado a su hija a pesar de los cuidados prodigados, Guazú-tí mandó llamar al hechicero a fin de conjurar el mal que había atacado a su hija.

Fantásticas ceremonias realizó el hechicero frente a la hamaca donde descansaba la niña, hasta que por fin, con el rostro congestionado y la mirada ausente, dijo, dirigiéndose al padre:

—Tu hija se muere víctima de su encierro. Ella te fue enviada por Cuarajhí y tú la privas de sus rayos que son para la niña, la vida y la salud. Panambí necesita aire, luz y sol... ¡sol en abundancia! No hay medicina ni cuidados que curen a tu hija. Panambí se muere porque le falta sol. Él es el único que puede devolverle la salud perdida...

Calló el hechicero y Guazú-tí, dispuesto a seguir cuanto antes sus consejos, llevó una de las hamacas y la colgó afuera, entre dos chañares cubiertos de flores amarillas.

En los brazos transportó a su hija y allí la depositó con cuidado. La madre, que seguía ansiosa las reacciones de la pequeña Panambí creyó descubrir en su rostro una imperceptible expresión de alegría al contacto del aire y del sol, que acariciaron su carita delgada.

También el padre notó el cambio en el semblante de su hija y sintió que, tal como lo predijera el hechicero, la salvación de la niña sería Cuarajhí.

En ese momento un rayo de sol, filtrándose por entre las ramas florecidas, llegó hasta el pobre rostro de Panambí para trasmitirle su calor y su energía.

Desde ese instante la felicidad volvió a la oga guasu del cacique. La niña recuperó su lozanía y contrariamente a lo que hiciera hasta entonces, vivió en plena naturaleza, gozando  del aire y del sol que la tonificaron y le devolvieron las fuerzas y la salud perdida.

Tal como lo hacía cuando era pequeña, sus ojos buscaban afanosos el disco brillante del sol al que miraba sin pestañear, demostrando una disposición especial para resistir su potencia y su brillo enceguecedor.

Clavaba en él la vista con adoración, y en un tono dulce y arrobado, susurraba:

Cuarajhí...

 

Poco hablaba con quienes la rodeaban limitándose casi a responder a las preguntas que le formulaban y sin demostrar mayor interés por nada que no se refiriera al sol.

 

Al atardecer, cuando el astro se escondía en el ocaso, Panambí volvía a la cabaña de la que no salía hasta el día siguiente cuando los primeros rayos retornaban para iluminar la tierra.

 

Durante los días nublados, nadie conseguía que la niña abandonara la oga guasú de sus padres.

 

Corrió el tiempo. La dulce niña se ha transformado en una doncella hermosa y atractiva a la que pretenden como esposa los más valientes guerreros de Guazú-tí y de otras tribus vecinas.

 

El cacique y su tembirecá temen ver llegar el día en que la cuñataí se decida a aceptar por esposo a alguno de los pretendientes y deba abandonar la oga guasú de sus padres.

 

Panambí, en cambio,  parece no pensar en ellos, pues no  demuestra interés por ninguno de los jóvenes que desean hacerla su esposa.  Como siempre, los momentos más felices son,  para ella, los que le permiten gozar de la tibia caricia de los rayos que le envía Cuarajhí.

Un día en que el sol, brillante y espléndido, dora la tierra, llega a la cabaña del cacique en busca de Panambí, Yasí-ratá, una jovencita de su misma edad con la que ha sido muy amiga desde pequeña.

 

Viene la niña a invitarla para hacer un paseo al bosque cercano donde recogerán apetitosos frutos.

 

Para llegar a él, deben cruzar el río, pues los árboles más hermosos, crecen en la otra ribera, un poco más al sur que las tierras del cacique Guazú-tí.

 

Acepta Panambí complacida, y las dos, con los cestos de fibras de palma enlazados en sus brazos, se dirigen a la orilla donde está amarrada la canoa que han de utilizar para cruzar el Paraná.

 

El sol brilla esplendoroso, reflejándose en las aguas del río que refulgen como espejo.

 

Panambí, realmente feliz, levanta su cara al cielo y clavando sus ojos en el disco incandescente, recibe, con expresión complacida, la caricia de sus rayos.

 

Suave se desliza la canoa sobre las aguas tranquilas, impulsada por los seguros golpes de pala que maneja con habilidad Yasí-ratá.

 

Algo alejados de la costa, pasan los camalotes florecidos llevados por la corriente. Las altas riberas, bordeadas de ceibos cargados de flores rojas y de sauces cuyas ramas flexibles cubiertas de hojas angostas se inclinan sobre el río formando cascadas de verdor, se espejan en las aguas tranquilas.

 

En el interior, los árboles se multiplican en tupidos bosques cuyas copas unidas entre sí por lianas florecidas, por hispíos y helechos, constituyen el jardín natural y maravilloso de las riberas de nuestro gran río en esa región.

 

Cuando llegan al lugar propicio para  bajar, las dos amigas acercan la canoa a la costa, desembarcando con pericia y habilidad.

 

Con cordeles hechos con fibras de hojas de caraguatá, la amarran a uno de los árboles que crecen en la ribera.

 

Contentas, gozando de un día tan hermoso, llevando enlazados en sus brazos los cestos de fibras de palmera, se internan en el bosque por caminos cubiertos de enredaderas en flor, de lianas trepadoras que se enroscan en los troncos fuertes y en las ramas, cayendo luego en guirnaldas florecidas o formando glorietas naturales que las flores engalanan con el variado colorido de sus pétalos.

 

El sol, abriéndose camino entre el follaje, consigue, aquí y allá, poner una mancha de luz en la umbría, alcanzando al mburucuyá y al taco de reina cuyas flores agradecidas le devuelven en colorido maravilloso el calor de sus rayos fecundos.

 

Junto a ellas, el guaviyú de flores blancas y el isipó de hermosas flores purpúreas, embalsaman, con sus perfumes delicados y persistentes, el aire agitado por suave brisa.

 

Panambí, al igual que las flores, busca la caricia del sol, y al conseguirla su rostro resplandece de felicidad.

 

Llegan, momentos después, al lugar donde el ñangapirí, el chañar y el arasá les ofrecen sus frutos sabrosos que ellas recogen con placer, depositándolos en los cestos.

 

Cuando terminan de llenarlos, resuelven volver. Panambí desea llegar cuanto antes a un lugar abierto donde los rayos del sol no encuentren obstáculos que intercepten su llegada a la tierra y pueda ella recibirlos sin dificultad.

 

Por eso se siente feliz cuando, sentadas en la canoa, vuelven a surcar las aguas del río.

 


Respuesta  Mensaje 3 de 10 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 09/11/2009 07:31

Hace unos instantes que navegan, cuando Yasí-ratá, atenta a los ruidos y a los acontecimientos, nota que una embarcación dirigida por dos apuestos muchachos, se acerca a ellas, como queriendo darles alcance.

 

Panambí, por completo dedicada a mirar al sol, nada ha notado, ni se interesa siquiera cuando su amiga le dice:

—Mira, Panambí... esa canoa se acerca. ¿Conoces a los que vienen en ella?

 

La aludida, que continúa ensimismada, no la oye. Yasí-ratá se ve obligada a repetir:

—Panambí... ¡escúchame! ¿Conoces a los que se acercan en esa canoa?

 

Como de un sueño sale la cuñataí. Mira al descuido, y sin mayor atención responde:

—No... no los conozco.

 

De inmediato vuelve a sumirse en la contemplación de Cuarajhí, único "ser" capaz de despertar y mantener su interés.

 

Instantes después, la otra canoa, dirigida por brazos jóvenes y vigorosos, se les pone a la par y uno de los mozos, deslumbrado por la belleza de Panambí, cuyas trenzas negras como el Jacaranda caen sobre sus hombros y cuya expresión de arrobamiento impresiona al joven guerrero, dirigiéndose a ella le pregunta:

 

—¿Quién es el cacique dichoso que gobierna una tribu de mujeres tan hermosas?

Panambí ni le ha oído siquiera, tan ensimismada sigue en la contemplación del sol. Por eso Yasí-ratá se ve obligada a responder:

—Somos de la tribu del cacique Guazú-tí.

—¿Quién es tu compañera? — pregunta a Yasí-ratá el joven, notando el desinterés de la hermosa cuñataí.

-Panambí es la hija del cacique que gobierna mi tribu

-¿Panambí es su nombre?

Inquiere el muchacho

-Así se llama...

 

Llegadas frente al lugar donde se levanta la toldería a la que pertenecen, las dos amigas tuercen su canoa en esa dirección, desembarcando instantes después en la orilla cubierta de sauces y de zuiñandíes.

 

Los dos muchachos han seguido en su igá, no sin antes dirigir una mirada de reconocimiento al lugar donde llegaron las dos cuñataís.

Yasí-ratá, parlanchina y comunicativa, cuenta en la tribu el encuentro tenido en medio del río, y todos, especialmente las otras doncellas, sienten gran interés y curiosidad por conocer quiénes han sido los desconocidos admiradores de sus amigas.

 

Varios días después Guazú-tí se ve sorprendido por la llegada de dos emisarios del cacique Corocho, acérrimo enemigo de su pueblo.

Su sorpresa es mayor cuando se entera de que los guerreros llegan como amigos, haciéndole entrega de valiosos regalos, consistentes en una coraza de cuero de pécari, pieles de jaguar y de venado, y para la dulce Panambí, ofrecen una chumbé de color púrpura, de la que pende una falda de blancas plumas de garza.

 

Este presente lo envía Pirayú, el hijo del cacique Corocho, quien, deslumbrado por la belleza de Panambí, a la que conoció días antes al encontrarse sus canoas en medio del río, desea hacerla su esposa.

 

El padre, al suponer que si su hija acepta deberá abandonar la tribu para seguir al esposo a sus lejanos dominios, va a responder con una negativa, cuando pensando que ésa puede ser la felicidad de la doncella, despojándose de todo egoísmo, decide que sea la niña quien responda a la demanda.

 

La felicidad de su hija es más importante para él que su propia ventura.

 

Llama a Panambí, y en presencia de los emisarios de Corocho le hace conocer los deseos de Pirayú.

 

Al ver que la doncella nada responde, agrega para instarla a contestar.

 —Panambí... los emisarios de Corocho esperan tu decisión. ¿Deseas ser la esposa de Pirayú? ¿Qué contestas, che tayira?

—Yo no deseo casarme y menos con un enemigo de nuestro pueblo. Respóndele que no acepto, padre.

Volvieron los emisarios con tan ingrata respuesta a los dominios de Corocho.

La ira dominó a Pirayú al conocerla, y enceguecido por el despecho y la imposibilidad de realizar sus deseos, dejándose llevar por su carácter dominante y belicoso, convenció a su padre para que declarara la guerra a sus odiados enemigos.

 

Una noche, cuando en la aldea indígena todos descansaban en sus toldos, llegaron a la orilla innumerables canoas repletas de guerreros que desembarcaron con presteza y cautela. Tenían el propósito de apoderarse de la bella Panambí, y en caso de ser descubiertos sin haberlo conseguido, presentar una lucha franca y decisiva que les permitiera lograr, para su jefe, la hermosa doncella de la que estaba enamorado.

 

El oído aguzado de los guerreros de Guazú-tí, siempre alertas a las sorpresas desagradables, descubrió a los intrusos en momentos en que por la playa se acercaban a la toldería.

 

Pronto cundió la noticia por la aldea indígena, entablándose un combate cruento y feroz entre los enemigos implacables.

La lucha, cada vez más cruel y despiadada, tenía como único objetivo

apoderarse de Panambí.

 

Conocedor de esta finalidad y con la idea de salvar a su pueblo de enemigos tan crueles, Tatá, uno de los guerreros de guazú-tí busca a la hija del cacique proponiéndole que huya y ofreciéndose él mismo para ayudarla en la empresa.

 

Convencida la doncella de la razón que asiste al guerrero, y considerando que su desaparición proporcionará la tranquilidad a su pueblo, se resuelve a seguir a Tatá, pero antes desea despedirse de sus padres por lo que siente inmenso cariño.

 

Cuando llega a la oga guasú cree morir de desesperación, pues en su lecho de palmas yace su padre, herido de muerte por una flecha enemiga que le ha atravesado el corazón. A su lado , caranda-í y la hechicera, con infusiones, tisanas y pomadas, tratan de conjurar los efectos funesto de las armas enemigas.

 

El cacique, valiente, se había batido con arrojo en una lucha cruel que terminó con su vida.  En un ultimo suspiro, cuando las palabras se negaban a brotar de sus labios, pudo con gran esfuerzo dedicar su postrer aliento a su hija tan querida, balbuceando apenas:

-Panambí....

 

Se abrazó ella al cuerpo exánime de su padre y en ese momento se hizo el firme propósito de huir, siguiendo los consejos de Tatá, para salvar por lo menos lo poco que quedaba de lo que fuera la tribu del valiente Guazú-tí.

 

Corrió desesperada tratando de borrar de su mente el triste y doloroso espectáculo al que acababa de asistir y que la sumía en la más cruel desesperación.

 

Cruzó montes tupidos, atravesó grandes llanuras, corrió... corrió sin cesar, impulsada por una fuerza desconocida que le multiplicaba sus energías. No sentía cansancio, ni hambre, ni sed... Sólo deseaba alejarse... alejarse más y más... a un lugar donde se viera libre del asedio de su enemigo y en el cual hallara la paz para su espíritu.

 

Ignoraba la pobre Panambí que, enterado Pirayú de su huida por uno de sus guerreros, la siguió muy de cerca durante la larga distancia recorrida, con el propósito, cada vez más firme, de hacerla su esposa, tal como se lo propusiera al conocerla.

 

La noche tocaba a su fin. Por oriente un resplandor de oro anunció el amanecer. Las estrellas se fueron borrando una a una y las nubes comenzaron a teñirse de lila y de rosado. El sol se abrió paso entre ellas pintando sus bordes con filetes dorados.

 

El trino de los pájaros, en armonioso concierto, despertó al bosque, y el sol llegó a la tierra con sus dardos de oro.

 

En ese instante Pirayú estuvo muy cerca de Panambí. Ella, dándose cuenta recién del peligro que corría, quedó, perdido todo movimiento, como clavada en el lugar donde se hallaba, el cuerpo tenso, los brazos caídos y una expresión de horror en su rostro hermoso.

 

Sintiendo la caricia del sol sobre sus miembros desnudos, levantó Panambí los ojos al cielo, y en muda y desesperada plegaria pidió su ayuda al astro que jamás la había abandonado.

 

Pirayú, tocado por el espectáculo que  tenía ante su vista, no pudo dar paso más. Panambí levantó sus brazos, mientras sus ojos, fijos en el sol, repetían el anhelante pedido de su alma:

—¡Socorro...!

 

Varios haces de luz deslumbrante envolvieron a la niña. Cuando la luz desapareció, con ella había desaparecido la dulce Panambí.

 

En su lugar quedó, en cambio, una planta de grandes y anchas hojas verdes y fuerte tallo, en cuyo extremo lucía una flor que semejaba un rostro vuelto hacia el sol y que debía seguirlo en su paso por el firmamento como si no le fuera posible sustraerse a su constante atracción.

 

Así nació el girasol que, a pesar del tiempo transcurrido, continúa adorando al astro, al que sigue siempre fiel, en su paso por la tierra.  

 

Vocabulario
Guazú-tí:Gamo
Mini: Chiquito
Caranda-i: palmera
Chicha:bebida fermentada
Oga guasu:Casa grande
Tembirecó: esposa
Eichu: Año
Chumbre: faja
Panambí: mariposa
Yasío-Mocoí: febrero
Cuarajhi: sol
Zuiñandí: Ceibo
Aguaribay: Molle
Ata-ivotí: Primavera
Cuñataí:Doncella
Yasí Ratá: Lucero
Caraguatá:Pita, Agave
Mburucuyá: Pasionaria
Guaviyo: Arrayán
Igá: Canoa
Corocho: Áspero
Pecari: Cerdo Salvaje
Pirayo: Dorado (pez)
Che Tayira: Hija Mía ( siendo el padre quien la nombra)
Jaguar: tigre americano
Tatá: Fuego.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Estas leyendas fueron adaptadas de la Biblioteca "Petaquita de Leyendas", de Azucena Carranza y Leonor M. Lorda Perellón, Ed. Peuser, Bs. As. 1952 y de "Antología Folklórica Argentina", del Consejo Nacional de Educación, Kraft, 1940.


Respuesta  Mensaje 4 de 10 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 09/11/2009 07:33

"La Flor de Lirolay"

 Este era un rey ciego que tenía tres hijos. Una enfermedad desconocida le había quitado la vista y ningún remedio de cuantos le aplicaron pudo curarlo. Inútilmente habían sido consultados sabios más famosos.  
 
 Un día llegó al palacio, desde un país remoto, un viejo mago conocedor de la desventura del soberano. Le observó, y dijo que sólo la flor del lirolay, aplicada a sus ojos, obraría el milagro. La flor del lirolay se abría en tierras muy lejanas y eran tantas y tales las dificultades del viaje y de la búsqueda que resultaba casi imposible conseguirla.  
 
 Los tres hijos del rey se ofrecieron para realizar la hazaña. El padre prometió legar la corona del reino al que conquistara la flor del lirolay.
Los tres hermanos partieron juntos. Llegaron a un lugar en el que se abrían tres caminos y se separaron, tomando cada cual por el suyo. Se marcharon con el compromiso de reunirse allí mismo el día en que se cumpliera un año, cualquiera fuese el resultado de la empresa.
 Los tres llegaron a las puertas de las tierras de la flor del lirolay, que daban sobre rumbos distintos, y los tres se sometieron, como correspondía a normas idénticas.
Fueron tantas y tan terribles las pruebas exigidas, que ninguno de los dos hermanos mayores la resistió, y regresaron sin haber conseguido la flor.
 El menor, que era mucho más valeroso que ellos, y amaba entrañablemente a su padre, mediante continuos sacrificios y con grande riesgo de la vida, consiguió apoderarse de la flor extraordinaria, casi al término del año estipulado.
 El día de la cita, los tres hermanos se reunieron en la encrucijada de los tres caminos.
 Cuando los hermanos mayores vieron llegar al menor con la flor de lirolay, se sintieron humillados. La conquista no sólo daría al joven fama de héroe, sino que también le aseguraría la corona. La envidia les mordió el corazón y se pusieron de acuerdo para quitarlo de en medio.
 Poco antes de llegar al palacio, se apartaron del camino y cavaron un pozo profundo. Allí arrojaron al hermano menor, después de quitarle la flor milagrosa, y lo cubrieron con tierra.
 Llegaron los impostores alardeando de su proeza ante el padre ciego, quien recuperó la vista así que pasó por los ojos la flor de lirolay. Pero, su alegría se transformó en nueva pena al saber que su hijo había muerto por su causa en aquella aventura.
De la cabellera del príncipe enterrado brotó un lozano cañaveral.
 Al pasar por allí un pastor con su rebaño, le pareció espléndida ocasión para hacerse una flauta y cortó una caña.  
 
 Cuando el pastor probó modular en el flamante instrumento un aire de la tierra, la flauta dijo estas palabras:

No me toques, pastorcito,
ni me dejes tocar;
mis hermanos me mataron
por la flor de lirolay.  
 
 La fama de la flauta mágica llegó a oídos del Rey que la quiso probar por sí mismo; sopló en la flauta, y oyó estas palabras:

No me toques, padre mío,
ni me dejes tocar;
mis hermanos me mataron
por la flor de lirolay.
Mandó entonces a sus hijos que tocaran la flauta, y esta vez el canto fue así:

No me toquen, hermanitos,
ni me dejen tocar;
porque ustedes me mataron
por la flor de lirolay.  
 
 Llevando el pastor al lugar donde había cortado la caña de su flauta, mostró el lozano cañaveral. Cavaron al pie y el príncipe vivió aún, salió desprendiéndose de las raíces.
 Descubierta toda la verdad, el Rey condenó a muerte a sus hijos mayores.
 El joven príncipe, no sólo los perdonó sino que, con sus ruegos, consiguió que el Rey también los perdonara.
 El conquistador de la flor de lirolay fue rey, y su familia y su reino vivieron largos años de paz y de abundancia.  
____________________________________________________  

Este cuento es conocido en la región norteña, en la región andina y en la región central. En Salta se lo llama "la flor lirolay"; en Jujuy "La flor del ilolay"; en Tucumán "La flor dl lirolá y también "del lilolá" y en Córdoba, La Rioja y San Luis "La flor de la Deidad".

 Se consultaron las versiones recogidas por los siguientes maestros: Sra. Carmen A. Prado de Carrillo, Carmen de Canarraze, de Jujuy; Srta. Angélica D´Errico, de Salta; Sra. Elena S. de Aguirre y Sr. Adrián Cancela, Srtas. María Isabel Chiggia, Esther López Güemes y Sra. Elena S. de Aguirre, de Tucumán; Srta. Tránsita Caneón, de La Rioja y Srta. María E. O. González Elizalde, de Córdoba; Srta. Dolores Sosa ("La flor de lilolay"), Sra. Emma Pallejá, de Entre Ríos; Sra. María Luisa C. de Rivero, Alda C. de Suárez, de San Luis; Srtas. Urbana E. Romero, Aldea A. Nuñez e Irma Carbaux, de Santa Fe.

El tema ha sido puesto en verso por Juan Carlos Dávalos.

Extraída de "Antología Folklórica Argentina


Respuesta  Mensaje 5 de 10 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 09/11/2009 07:35

EL PRÍNCIPE CONIYARA
Leyenda sudamericana

Hace mucho tiempo, en el gran océano que baña las costas del Perú no había peces. Había corales, esponjas, medusas, caracoles y otros animales, pero ningún pez nadaba en las azules aguas de dicho océano. Éstos habitaban únicamente los ríos, lagos y torrentes del Perú, pero eran tan pocos que no los pescaban.

Un día estos peces emigraron hacia el océano, y allí se multiplicaron. He aquí cómo ocurrió:

En esa época vivía en el Perú un joven príncipe, hermoso y gallardo. Era muy poderoso y conocía artes de magia. Alcanzaba un gesto suyo para que colinas y montañas se aplanasen y transformasen en prados verdes y fértiles llanuras; sumergía una caña en un río, y en el mismo instante las aguas aumentaban, desbordaban y regaban los campos de cultivo; pronunciaba unas fórmulas mágicas, y al momento quedaban desecados los pantanos y lagunas fangosas, cuyas cuencas se transformaban en fructíferas plantaciones de plátanos.

Este príncipe se llamaba Coniyara, y como era un hombre justo al que le gustaba hacer el bien, a menudo se disfrazaba de mendigo para mezclarse con la gente pobre y enterarse de sus necesidades y anhelos. Muchas veces acompañó a los pastores de llamas que recorrían los escabrosos senderos de los Andes. Entraba en las cabañas miserables y veía cómo se molía con esfuerzo el maíz conseguido con dedicación en las laderas rocosas.

Nadie reconocía a este príncipe, cuando se disfrazaba de mendigo.

Habitaba en aquellos tiempos esas tierras una princesa llamada Cavillaca, que rechazaba obstinadamente a todos los pretendientes que se le presentaban. Un día la hermosa princesa penetró en un bosque, se sentó a la sombra de un árbol y empezó a tejer una estera multicolor. En ese momento se posó sobre una de las ramas del árbol un pajarito de plumaje azul. Era el príncipe Coniyara, que había tomado aquel aspecto para explorar con mayor facilidad sus dominios y las tierras vecinas. Al ver a la princesa, se enamoró de ella, pero recordó que ésta era capaz de rechazarlo, como había hecho con tantos pretendientes. Recurrió entonces a la astucia. Comenzó a gorjear tan melodiosamente con su garganta de pajarito cantor, que la joven dejó a un lado el tejido para escuchar, fascinada por la música de aquella ave.

El pajarito se separó de la rama y voló de un árbol a otro, mirando a veces hacia atrás para cerciorarse de que la princesa lo seguía. Efectivamente, como impulsada por una fuerza invencible, la joven se internaba cada vez más en el corazón de la selva para no perder de vista al pajarito. Éste, que continuaba cantando a medida que volaba, llegó a una montaña en cuya ladera se abría una caverna tenebrosa. Entró en ella y Cavillaca lo siguió.

La caverna era inmensa. Estaba amueblada espléndidamente. Las llamas de un gran fuego iluminaban tapices y cojines de ricas telas, y sobre una mesa baja se veían manjares sobre recipientes de plata.

El pajarito se posó sobre una roca, miró largamente a la princesa y habló con voz dulce y suave:

-Bella Cavillaca: yo soy un príncipe dotado de mágicos poderes, pero no puedo decirte mi nombre. Quiero que sepas que te amo. Si aceptas casarte conmigo, viviremos en una gran caverna y yo dedicaré mi vida a hacerte feliz.

Cavillaca miró al pajarito azul enormemente conmovida por las palabras que acababa de oír, y aceptó la propuesta. En ese instante se abrió una hendidura de la roca y apareció un venerable sacerdote de blanca barba. Éste bendijo la unión de los esposos y luego desapareció silenciosamente.

Una vez que la princesa y el príncipe cenaron, éste dijo a su esposa:

-Apenas anochezca yo volveré a mi forma humana. Tú no debes intentar verme. La caverna quedará en la oscuridad más completa porque el fuego se irá apagando. Si desobedeces y tratas de verme, sufriremos muchos males.

Cavillaca estaba tan feliz que prometió obedecer la condición.

Pasó un año durante el cual los esposos vivieron felices. Al anochecer el pájaro azul dejaba los árboles del bosque, penetraba en la oscura caverna y en cuanto se extinguían las llamas de la chimenea, adquiría forma humana. Antes del alba volvía a su condición de pájaro y salía a vagar por la selva.

La princesa dio a luz a un niño y comenzaron sus preocupaciones: “No he visto nunca el rostro de mi marido. No es justo. Quiero saber quién es el padre de mi hijo”.

A partir de aquel día la princesa acribillaba a preguntas a su esposo cada noche. Éste nada respondía. Entonces Cavillaca decidió recurrir a la astucia.

“Regresaré a mi palacio y haré las averiguaciones necesarias. Quiero saber quién es el padre de mi hijo”. Con este pensamiento, una mañana, después que el pájaro azul se hubo alejado, la princesa salió de la caverna con su hijo en brazos.

Al llegar a su casa fue recibida con alegría por sus padres y amigos.

Un año después anunció que había decidido elegir esposo entre los príncipes de las comarcas vecinas.

El padre, feliz por esta decisión, la anunció a todas las familias nobles.

Príncipes, cazadores, guerreros y ricos mercaderes acudieron con la esperanza de ser elegidos. Cuando estuvieron reunidos en el gran salón de fiestas, Cavillaca se presentó llevando en brazos a su hijo:

-Os he reunido aquí –dijo la princesa- para revelar un secreto que no me da paz y sosiego. Hace dos años contraje matrimonio con un príncipe, que es el padre de este niño. Sin embargo, aún no he podido ver el rostro de mi esposo y tampoco sé su nombre. Tengo la esperanza de que se encuentre entre vosotros. Le ruego que se adelante y se haga conocer.

Al oír tales palabras los invitados se miraron, asombrados.

Viendo que ninguno se adelantaba, la princesa prosiguió:

-Puesto que el padre de mi hijo no quiere revelarse, el niño lo indicará. Lo traeré para que ande entre vosotros. Por instinto la criatura se dirigirá a su padre.

En efecto, en cuanto el pequeño se vio libre, se dirigió hacia uno de los presentes. Éste era un harapiento, que había entrado sin ser visto por la guardia del palacio y permanecía en el fondo del salón. Cuando el pequeño se le acercó, él se inclinó y lo acarició con ternura.

Cavillaca, aturdida por aquella escena inesperada, palideció. ¿Era posible que su esposo fuera aquel hombre con aspecto de mendigo? Avergonzada por todo eso, corrió hasta la criatura, la alzó y salió del palacio rápidamente. Se dirigió hacia la costa y se perdió de vista.

En vano fue llamada por su esposo que, volviendo a su condición de príncipe, intentó alcanzarla.

-¡Detente! ¡Soy yo, tu esposo!

La princesa, creyendo que el perseguidor era el harapiento que había acariciado a su hijo, apretó a éste contra el pecho y siguió corriendo. Cavillaca se decía:

“¡Yo, que he rechazado príncipes y nobles de alta alcurnia, terminé casándome con un mendigo! No volveré jamás entre los míos. Me esconderé lejos de mi tierra. Iré a donde nadie me conozca...!

El príncipe siguió andando en la dirección que había tomado la princesa. Encontró un cóndor sobre una roca y le preguntó:

-¿Puedes decirme, hermano cóndor, si pasó por aquí una joven con un niño en brazos?

-La he visto –respondió el cóndor-; no debe de andar lejos.

El príncipe anduvo varias horas sin éxito. Encontró un gato montés y le formuló la misma pregunta:

-Hermano, ¿ha pasado por aquí una joven con un niño?

-Sí, hace unas horas.

-¿Estará muy lejos?

-Sí, muy lejos; difícilmente podrás alcanzarla.

A pesar de esa respuesta desalentadora, el príncipe siguió corriendo. En un desfiladero encontró un puma.

-Hermano puma, ¿has visto a una joven con un niño?

-Sí, pasó por aquí hace poco tiempo. Su marcha era lenta. Parecía cansada. Si te apuras tal vez la alcances en pocas horas.

Cuando el príncipe llegó a la costa del océano se detuvo a observar la planicie marina. ¡Ni una huella de Cavillaca sobre la arena de la playa!

Cerca de la orilla jugueteaban dos jóvenes sobre las altas olas. Parecían sirenas, ya que sus movimientos eran idénticos a los de los peces de los lagos.

Cuando las hábiles nadadoras se acercaron al príncipe, éste les preguntó:

-¿Habéis visto a una bella joven con un niño en brazos?

-Sí, la hemos visto. Ha atravesado a nado este brazo de mar y se ha refugiado en aquel escollo, ¿lo ves?

Una gran tristeza invadió el ánimo de Coniyara. Él tenía poderes mágicos en tierra, pero en el ámbito marino se sentía desamparado ¿Cómo llegar al lejano escollo adonde se había escondido Cavillaca?

Las dos sirenas advirtieron la pesadumbre del príncipe y le prometieron auxiliarlo:

-Iremos nosotros hasta allá. Hablaremos con ella y te diremos cuáles son sus sentimientos.

Efectivamente, se dirigieron hacia el escollo y en pocos instantes se encontraron con la princesa. Ésta lloraba, sentada sobre una roca, porque se sentía desventurada. Al ver acercarse a las dos nadadoras se alzó para oír mejor sus voces. Pero al enterarse de que traían noticias de su esposo, respondió con una mueca despectiva:

-No me habléis de ese mendigo.

El engaño le fue indispensable para lograr tu mano. Tú rechazabas a todos los pretendientes.

-Pues yo no lo perdono. No quiero oír hablar de él.

Ante aquella decisión, las dos jóvenes volvieron a la costa y le contaron todo a Coniyara. A éste se le quemaron los ojos de lágrimas. Pensaba en su mujer, a la que él adoraba, y en su pequeño hijo, expuestos a las inclemencias en aquel escollo rocoso, y se le oprimía el corazón.

Las dos sirenas, compadecidas por aquel dolor, propusieron al príncipe:

-Si no tienes poder sobre las aguas del océano, debes servirte de los animales de la tierra. Si no puedes ir hasta el escollo, haremos que Cavillaca venga hacia ti. Estamos seguras de que te amará en cuanto te vea en tu figura de príncipe. Ven con nosotras.

Lo tomaron de la mano, lo llevaron a su casa, que estaba situada a orillas de un lago, y le dijeron:

-Ordena a los carpinchos y a las nutrias cavar un canal que una las aguas de este lago con las del océano.

Al quedar el lago comunicado con el océano, los innumerables peces se lanzaron hacia el océano y lo poblaron en poco tiempo. Muchos de ellos rodearon el escollo en que estaba la princesa con su hijito, y éste se entretuvo largo tiempo siguiendo los rápidos movimientos de aquellos ágiles nadadores.

Las dos jóvenes protectoras estaban agradecidas al príncipe por haber conseguido para los peces del lago un canal para llegar al océano.

-Así como los peces del lago han logrado llegar al inmenso océano, así también las poderosas aves de la tierra podrán ahora volar sobre las olas. Por lo tanto, poderoso príncipe, ordena a las garzas y a las grullas que vuelen hasta el escollo y te traigan a tu mujer y a tu hijo. Cuando Cavillaca y el pequeño fueron depositados sobre la costa por las aves, Coniyara se acercó y le dijo a su esposa:

-Princesa: para que no rechazaras mi amor, recurrí a la magia y me transformé en pájaro azul. Luego no podía concurrir al palacio de tu padre sino disfrazado de mendigo.

Cavillaca interrumpió el discurso de Coniyara diciendo:

-Príncipe: soy yo quien debe pedir perdón por haberte hecho sufrir tanto. Yo no podía pensar en los secretos de las artes de magia. Pero quiero aclararte algo que alegrará tu corazón: si en vez de transformarte en pájaro te hubieras presentado así, tal cual eres, es seguro que te hubiera aceptado igualmente.


Respuesta  Mensaje 6 de 10 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 09/11/2009 07:36

LA ISLA DEL TABACO
Leyenda sudamericana

Una pareja de edad avanzada tenía un solo hijo, hermoso y alegre llamado Curisihuari. Un día, mientras la madre tejía una hamaca, el pequeño se colgó de la cuerda suspendida y la estiró. La mujer, enojada, lo empujó y el niño se echó a llorar.

La madre no le hizo caso y continuó su quehacer. El padre también oyó el llanto del niño, pero tampoco le hizo caso. Entonces Curisihuari, ofendido, se alejó del hogar.

Se había puesto el sol, y el niño no volvía. Los padres comenzaron a preocuparse.

-Vayamos a buscarlo –dijo el padre-; es tan pequeño que seguramente se ha perdido.

-La culpa es mía –agregó la medre-; con mi hosquedad lo he alejado de mi lado.

Durante un buen rato los dos esposos buscaron por la selva, y cuando ya era una noche oscura, por fin lo encontraron. Esta jugando tranquilamente con otro niño.

-¡Curisihuari! –exclamó la madre.

Al oír la voz, los padres del otro niño salieron de la cabaña e invitaron a entrar a los dos desconocidos.

La invitación fue aceptada, y los cuatro se pusieron a conversar animadamente.

-Es tarde –dijo finalmente el padre de Curisihuari-; volvamos a nuestra choza con el niño.

Salieron los cuatro y advirtieron que los pequeños habían desaparecido.

-¡Curisihuari! –llamó desesperadamente la madre.

-¡Maturahuari! –gritó la otra madre.

Empezó la búsqueda de los niños.

Pasó la noche, y al salir el sol las dos madres exclamaron al unísono:

-¡Allí están!

Efectivamente, los pequeños estaban jugando tranquilamente con otro niño. No parecían cansados; por el contrario, correteaban alegremente.

A las exclamaciones de las dos mujeres acudieron los padres del tercer niño, y todos iniciaron una agradable conversación. Cuando se volvieron en busca de las tres criaturas, éstos habían desaparecido.

-¡Cahuaihuari! –gritó la tercera madre-. ¿Dónde te has escondido?

Ahora eran seis los que buscaban a los niños. La búsqueda duró mucho tiempo. La segunda madre y la tercera la abandonaron, pero la primera pareja siguió buscando.

-Buscaremos también a vuestros hijos y os los traeremos –dijeron a las otras dos parejas.

Aquella búsqueda duró mucho tiempo. Parecía que los tres niños habían desaparecido para siempre.

Pasaron muchos años. Una mañana los dos progenitores, ya viejos, paseaban a la orilla del mar, cuando vieron que de las ondas salían tres bellos jovencitos que jugaban alegremente. Éstos se dirigieron hacia los dos ancianos con expresiones sonrientes.

La mujer reconoció inmediatamente a su hijo a pesar de los años transcurridos.

-¡Curisihuari! ¡Hijo mío! ¡Por fin te encontramos!

-Sí –contestó el muchacho-, soy Curisihuari. Mis amigos son Maturahuari y Cahuaihuari. Quisiéramos volver a nuestros hogares, pero ahora nosotros vivimos en el mundo de los dioses; no podemos volver a andar entre los hombres.

-¿Nunca más podremos volver a veros?

-Sí, podéis vernos quemando hojas de tabaco. Cada vez que lo hagáis, aparecerán nuestras figuras.

En el mismo instante los tres jóvenes volvieron a sumergirse en las ondas marinas.

Con el alma desolada, los dos ancianos volvieron a su choza.

-¡Hojas de tabaco!... –repetía el hombre-. ¿Qué será eso? ¿Dónde podré encontrar esa planta?

-Probemos quemando hojas de todos los vegetales. Alguna será la indicada –respondió la vieja.

El anciano siguió el consejo de su mujer. Recogió hojas de papaya, de algodón y de otros muchos vegetales, y las quemó. El humo de aquellas hojas no trajo a los jovencitos.

Los vecinos sentían compasión por aquellos dos ancianos, dedicados a hacer humareda con cuantas hojas encontraban.

Finalmente, el viejo fue a buscar a un hombre que tenía fama de conocer el nombre de todas las plantas existentes.

-Mi hijo me habló de hojas de tabaco –dijo cuando llegó a la choza del hombre sabio-. ¿Podrías indicarme cuál es esa planta?

-Sí –respondió el hombre-; Curisihuari tiene razón. La planta del tabaco existe, pero crece solamente en la isla de las Mujeres. A nadie permiten desembarcar en sus costas.

-¿Qué puedo hacer?

-Podrías mandar allá algún pájaro, y tal vez éste lograra traer en su pico alguna ramita de tabaco con semillas...

El hombre agradeció el consejo del viejo, pero siguió con la desolación en el alma. No era sencillo adiestrar un ave que fuera a la isla de las Mujeres y trajera una rama de una planta desconocida. Sin embargo, a poco andar se encontró con una garza que entendió el pedido y partió enseguida hacia la isla.

Pasaron algunos días y como la garza no volvía el hombre se convenció de que toda espera sería vana.

Todos se enteraron del motivo que llevaba al pobre viejo a quemar hojas. Un día un joven se presentó con una grulla y dijo al atribulado anciano:

-Es posible que la garza no sea suficientemente robusta como para llegar hasta la isla de las Mujeres. Mi grulla, en cambio, puede volar siete días seguidos sin cansarse.

El hombre agradeció, conmovido, y ayudó a la grulla a posarse sobre un escarpado escollo, junto al mar. Luego volvió a su choza lleno de esperanza. Ahora tenía una posibilidad.

Esa misma tarde un colibrí se acercó a la grulla y le preguntó qué hacía allí, sobre aquel escollo.

-Estoy descansando antes de emprender un largo vuelo. Mañana iré a la isla de las Mujeres y, si puedo, traeré una rama con semillas de tabaco.

-¡Ah, qué imprudencia! ¿No sabes que las guardianas de esa isla matan  a flechazos a toda ave que se atreve a acercarse?

-Lo sé; pero he prometido aventurarme y mantendré mi promesa.

-Entonces yo iré contigo. Tal vez pueda serte útil.

No había salido el sol aún cuando el colibrí inició el vuelo. Las grulla todavía dormía. Cuando se despertó emprendió el vuelo. En la mitad del viaje alcanzó al colibrí, pero vio que éste luchaba con las olas del mar. El pobre pajarito, cansado, no podía sostenerse en el aire. La grulla descendió y lo colocó suavemente sobre un ala.

Cuando llegaron a destino el colibrí dijo:

-Tú debes continuar el vuelo en torno a la isla, sin descender demasiado, pero llamando la atención de las guardianas. Mientras tanto, yo entraré en la plantación de tabaco y me procuraré una rama con semillas.

Cuando las guardianas de la isla vieron a la grulla prepararon sus arcos. La siguieron atentamente con la vista esperando que bajase para herirla. Entretanto, el colibrí arrancó una rama de tabaco con semillas.

Cuando el pajarito se posó de nuevo sobre una de las alas de la grulla inició el vuelo de retorno.

Es de imaginarse la felicidad del anciano padre cuando por fin tuvo en sus manos la semilla de tabaco. La echó en los surcos y atendió dedicadamente el pequeño cultivo.

Cuando las plantas echaron hojas, éstas fueron arrancadas y secadas al sol. Luego el hombre las quemó y, en medio del humo, lleno de emoción, llamó a su hijo.

Curisihuari, Maturahuari y Cahuaihuari enseñaron a los hombres muchas cosas respecto al tabaco y fueron los protectores de las plantaciones.

“Ésta es la verdadera historia del tabaco”, dicen los indígenas de la ex Guayana venezolana, y todos los niños escuchan atentamente esta narración, que pasa de boca en boca y de generación en generación.


Respuesta  Mensaje 7 de 10 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 09/11/2009 07:38

EL MAINUMBÍ Y EL CURUCÚ
LEYENDA GUARANÍ

VOCABULARIO
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TUPÁ: Dios bueno

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AÑA: El demonio

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MAINUMBÍ: Picaflor

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CURUCÚ: Sapo  

Mientras  Tupá sé hallaba formando el mundo y poblándolo con los seres que hoy vemos en él, su tarea era ímproba e ininterrumpida. Las aguas lamían las tierras creadas y un firmamento muy azul limitaba el espacio con una bóveda de nubes. El sol, recién salido de las manos de Tupá, enviaba haces dorados de luz que daban calor y brillantes matices a las plantas terminadas de crear  y que embellecían la tierra con el  verdee de ramas y hojas, y los rojos, los blancos, los amarillos y los azules de sus pétalos de seda.

Tupá miró su obra y decidió poblar los aires y las aguas. Entonces formó las aves y los peces. Los aires se llenaron de alas y los árboles de nidos. Las más bellas y delicadas avecillas y las más fuertes y poderosas surgían de las manos todopoderosas de Tupá y buscaban el árbol o la montaña que las habría de cobijar. Tan entusiasmado estaba Tupá con su obra alada, que resolvió hacer una joya que surcara el aire despertando la admiración de todos por su belleza, por su color, por su aspecto, por su forma de volar.

Tomó un poco de arcilla, muy poca, y le dio una forma graciosa de leve aspecto; le agregó las alitas tenues y movedizas, una cola preciosa; un pico muy fino y largo para que la nueva avecita lo pudiera introducir en las flores en busca del néctar contenido en  su interior, y cubrió el cuerpecito de finísimas y sedosas plumas.

Mezcló luego los más bellos colores con rayos de sol para darles reflejos irisados y con ellos pintó las plumitas de la nueva avecilla que, ya terminada, batió sus alas pequeñas y en vuelo gracioso y sutil comenzó su recorrido de flor en  flor, temblando sobre ellas y sin posarse en nin­guna.

Según los guaraníes, la llamó mainumbí. Tupá, satisfecho, la miró alejarse, seguro de haber creado la más bonita, la más graciosa, pequeña y sutil de las aves, sólo comparable a la más hermosa flor. No sólo Tupá tenia esa idea. De ella participaba también Añá, a quien la envidia inspiraba todos sus actos y que, no habiendo perdido detalle de la creación de la última obra de Tupá, escondido detrás de unos árboles desde donde le era fácil espiar, decidió él mismo, siguiendo en todas sus partes el  procedimiento usado por el Dios bueno, hacer una obra exacta a la realizada por é1. Tuvo buen cuidado de realizarla- con la  misma arcilla, de la que tomó un buen trozo, sin duda, para que no le llegara a faltar. La amasó, la acarició con sus largas y ganchudas manos tratando de dar­le elegante forma, imitando la que, de lejos, había visto hacer a Tupá.

No consiguió tantos colores para terminar su creación, pero no le dio mayor importancia, y con el verde, el negro y el blanco amarillento que halló, pintó la arcilla. Miró su obra convencido que bien podía competir con la dé Tupá, y -muy conforme con ella - la tomó entre sus dos manos, la levantó en el aire, y,  allí, dándole un pequeño impulso, trató de echarla a volar. Pero en el mismo momento que la libró de la prisión que la contenía y dirigió la vista hacia lo alto, esperando verla llegar, un ruido sordo se oyó en la tierra. Miró sorprendido Añá, y un gesto de estupor cambió su expresión satis­fecha. Su obra, en lugar de volar, había caído al suelo, de donde  salió dando saltos; contra todas las suposiciones de su creador, para ir a ocultarse en­tre las piedras del camino.    Añá, muy a su pesar, y contra su voluntad, creyendo crear un pájaro, había creado al cururú.

REFERENCIAS

El mainumbí (picaflor) es un hermoso y diminuto pajarillo de América, que ofrece el encanto de su plumaje, en el que se confunden los colores del iris. Tiene tres centímetros de largo. Su plumaje brillante de color verde azulado, con reflejos dorados en el cuerpo, la cabeza y el cuello, lo convierten en una verdadera joya alada. El pecho y el vientre son de color gris claro, y las alas y la cola, negro rojizo. Posee un pico largo y afilado que puede introducir con facilidad en las flores para tomar el néctar. Su verdadero nombre es pájaro mosca; pero nosotros lo llamamos "picaflor" porque siempre se lo ve libar el néctar de las flores, o "tente en el aire", porque nunca se posa en ninguna de ellas para tomar el alimento; otros le dicen “colibrí”. Los quechuas lo llaman quentí; los guaraníes, mainumbí.

El cururú (sapo) es un batracio que mide nueve centímetros desde lo alto de la cabeza hasta el extremo del dorso. Su cuerpo grotesco, que da la sensación de torpeza y falta de gracia, es grueso y bajo ; los ojos son saltones y la boca muy grande. Las patas son cortas terminadas en cinco dedos. Se traslada de un lugar a otro por medio de saltos. Tiene el cuerpo cubierto de una piel gruesa de color verde pardusco llena de verrugas y replegada detrás de las orejas. De ella fluye un líquido  viscoso, blanquecino, de olor fétido. El vientre es blanco amarillento. Se alimenta de insectos y de gusanos que sale a cazar durante la noche. De día vive oculto entre las piedras. En guaraní se lo llama cururú; en quichua, arnpatu.De día vive oculto entre las piedras.


Respuesta  Mensaje 8 de 10 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 09/11/2009 07:39

"La Virgen del Valle"

 La imagen de la Virgen del Valle es venerada en todas las provincias andinas.

El día de su festividad acuden al santuario del Valle millares de creyentes, muchos de los cuales han tenido que realizar un largo viaje para llegar allí.

La tradición ha conservado el recuerdo de sus numerosos milagros, entre los cuales figura el muy conocido de "la cadena".

La santa imagen fue sacada de la Gruta de Choja (Catamarca), por el español Manuel Salazar, en el año 1618. Nadie sabe quién la llevó hasta ese punto y la escondió en la gruta de piedra, rodeada de peñascos, donde fue hallada por los indios, a principio del siglo XVII.

Estos la festejaban a escondidas, con danzas y fogones, creyendo que Dios mismo la había colocado allí.

Un indio, sirviente de Salazar, reveló a su amo el secreto de la Virgen, y Salazar, atento a las informaciones recibidas, encontró la imagen y la sacó de su nicho de piedra, a pesar de la oposición de los indios.

El español la llevó primero a Collagasta y luego a su residencia del Valle Viejo; pero durante aquella noche desapareció la imagen, y fue encontrada al siguiente día en el interior de la gruta. Salazar la llevó nuevamente a su casa, de donde desapareció por segunda vez. Los vecinos interpretaron estas ausencias de la Santa como una manifestación de su divina voluntad: la Virgen abandonaba la vivienda particular, porque no quería ser "patrona de pocos", sino de muchos y de todos. Entonces, convencidos de este deseo, los vecinos edificaron una capilla, y allí colocaron la imagen milagrosa.

Extraída de "Antología Folklórica Argentina", del Consejo Nacional de Educación, Guillermo Kraft Ltda., 1940.


Respuesta  Mensaje 9 de 10 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 09/11/2009 07:41

El chom
Leyenda Maya

Cuenta la leyenda que en Uxmal, una de las ciudades más importantes de El Mayab, vivió un rey al que le gustaban mucho las fiestas. Un día, se le ocurrió organizar un gran festejo en su palacio para honrar al Señor de la Vida, llamado Hunab ku, y agradecerle por todos los dones que había dado a su pueblo.

El rey de Uxmal ordenó con mucha anticipación los preparativos para la fiesta. Además invitó a príncipes, sacerdotes y guerreros de los reinos vecinos, seguro de que su festejo sería mejor que cualquier otro y que todos lo envidiarían después. Así, estuvo pendiente de que su palacio se adornara con las más raras flores, además de que se prepararan deliciosos platillos con carnes de venado y pavo del monte. Y no podía faltar el balché, un licor embriagante que le encantaría a los invitados.

Por fin llegó el día de la fiesta. El rey de Uxmal se vistió con su traje de mayor lujo y se cubrió con finas joyas; luego, se asomó a la terraza de su palacio y desde allí contempló con satisfacción su ciudad, que se veía más bella que nunca. Entonces se le ocurrió que ese era un buen lugar para que la comida fuera servida, pues desde allí todos los invitados podrían contemplar su reino. El rey de Uxmal ordenó a sus sirvientes que llevaran mesas hasta la terraza y las adornaran con flores y palmas. Mientras tanto, fue a recibir a sus invitados, que usaban sus mejores trajes para la ocasión.

Los sirvientes tuvieron listas las mesas rápidamente, pues sabían que el rey estaba ansioso por ofrecer la comida a los presentes. Cuando todo quedó acomodado de la manera más bonita, dejaron sola la comida y entraron al palacio para llamar a los invitados.

Ese fue un gran error, porque no se dieron cuenta de que sobre la terraza del palacio volaban unos zopilotes, o chom, como se les llama en lengua maya. En ese entonces, estos pájaros tenían plumaje de colores y elegantes rizos en la cabeza. Además, eran muy tragones y al ver tanta comida se les antojó. Por eso estuvieron un rato dando vueltas alrededor de la terraza y al ver que la comida se quedó sola, los chom volaron hasta la terraza y en unos minutos se la comieron toda.

Justo en ese momento, el rey de Uxmal salió a la terraza junto con sus invitados. El monarca se puso pálido al ver a los pájaros saborearse el banquete.

Enojadísimo, el rey gritó a sus flecheros:

—¡Maten a esos pájaros de inmediato!

Al oír las palabras del rey, los chom escaparon a toda prisa; volaron tan alto que ni una sola flecha los alcanzó.

—¡Esto no se puede quedar así! —gritó el rey de Uxmal— Los chom deben ser castigados.

—No se preocupe, majestad; pronto hallaremos la forma de cobrar esta ofensa —contestó muy serio uno de los sacerdotes, mientras recogía algunas plumas de zopilote que habían caído al suelo.

Los hombres más sabios se encerraron en el templo; luego de discutir un rato, a uno de ellos se le ocurrió cómo castigarlos. Entonces, tomó las plumas de chom y las puso en un bracero para quemarlas; poco a poco, las plumas perdieron su color hasta volverse negras y opacas.

Después, uno de los sacerdotes las molió hasta convertirlas en un polvo negro muy fino, que echó en una vasija con agua. Pronto, el agua se volvió un caldo negro y espeso. Una vez que estuvo listo, los sacerdotes salieron del templo. Uno de ellos buscó a los sirvientes y les dijo:

—Lleven comida a la terraza del palacio, la necesitamos para atraer a los zopilotes.

La orden fue obedecida de inmediato y pronto hubo una mesa llena de platillos y muchos chom que volaban alrededor de ella. Como el día de la fiesta todo les había salido muy bien, no lo pensaron dos veces y bajaron a la terraza para disfrutar de otro banquete.

Pero no contaban con que esta vez los hombres se escondieron en la terraza; apenas habían puesto las patas sobre la mesa, cuando dos sacerdotes salieron de repente y lanzaron el caldo negro sobre los chom, mientras repetían unas palabras extrañas. Uno de ellos alzó la voz y dijo:

—No lograrán huir del castigo que merecen por ofender al rey de Uxmal. Robaron la comida de la fiesta de Hunab ku, el Señor que nos da la vida, y por eso jamás probarán de nuevo alimentos tan exquisitos. A partir de hoy estarán condenados a comer basura y animales muertos, sólo de eso se alimentarán.

Al oír esas palabras y sentir sus plumas mojadas, los chom quisieron escapar volando muy alto, con la esperanza de que el sol les secara las plumas y acabara con la maldición, pero se le acercaron tanto, que sus rayos les quemaron las plumas de la cabeza. Cuando los chom sintieron la cabeza caliente, bajaron de uno en uno a la tierra; pero al verse, su sorpresa fue muy grande. Sus plumas ya no eran de colores, sino negras y resecas, porque así las había vuelto el caldo que les aventaron los sacerdotes. Además, su cabeza quedó pelona. Desde entonces, los chom vuelan lo más alto que pueden, para que los demás no los vean y se burlen al verlos tan cambiados. Sólo bajan cuando tienen hambre, a buscar su alimento entre la basura, tal como dijeron los sacerdotes.

Leyendas Mayas -  Autor: S.E.P.México, 
Versión escrita: Gloria Morales Veyra Ilustración: Isaac Hernández Diseño: Javier Caballero S


Respuesta  Mensaje 10 de 10 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 09/11/2009 07:43
 

La leyenda del Sol y la Luna

Antes de que hubiera día en el mundo, se reunieron los dioses en Teotihuacan.

-¿Quién alumbrará al mundo?- preguntaron.

Un dios arrogante que se llamaba Tecuciztécatl, dijo:
-Yo me encargaré de alumbrar al mundo.

Después los dioses preguntaron:
-¿Y quién más? -Se miraron unos a otros, y ninguno se atrevía a ofrecerse para aquel oficio.

-Sé tú el otro que alumbre -le dijeron a Nanahuatzin, que era un dios feo, humilde y callado. y él obedeció de buena voluntad.

Luego los dos comenzaron a hacer penitencia para llegar puros al sacrificio. Después de cuatro días, los dioses se reunieron alrededor del fuego.

Iban a presenciar el sacrificio de Tecuciztécatl y Nanahuatzin. entonces dijeron:

-¡Ea pues, Tecuciztécatl! ¡Entra tú en el fuego! y Él hizo el intento de echarse, pero le dio miedo y no se atrevió.
Cuatro veces probó, pero no pudo arrojarse

Luego los dioses dijeron:
-¡Ea pues Nanahuatzin! ¡Ahora prueba tú! -Y este dios, cerrando los ojos, se arrojó al fuego.
Cuando Tecuciztécatl vio que Nanahuatzin se había echado al fuego, se avergonzó de su cobardía y también se aventó.

Después los dioses miraron hacia el Este y dijeron:
-Por ahí aparecerá Nanahuatzin Hecho Sol-. Y fue cierto.

Nadie lo podía mirar porque lastimaba los ojos.
Resplandecía y derramaba rayos por dondequiera. Después apareció Tecuciztécatl hecho Luna.

En el mismo orden en que entraron en el fuego, los dioses aparecieron por el cielo hechos Sol y Luna.

Desde entonces hay día y noche en el mundo.



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