La Sequía Bo contempló largamente las rocas. Si esperaba lo suficiente tal vez el agua volvería a brotar. El agua siempre había estado allí.
Lo que Bo estaba mirando no eran las piedras resecas, ni los restos de musgo amarillento calcinados por el sol. Estaba dando vida al recuerdo del agua.
Bo no pensaba como lo hacemos nosotros porque en su cabeza habían pocas palabras. Pero sabía cómo habían sido las cosas antes.
Volvió al poblado arrastrando los pies. Todos los días iba hasta la fuente seca y volvía arrastrando los pies. No era lo bastante grande ni fuerte para acompañar a los demás hasta las tierras altas. Allí todavía quedaba hielo, y cada cinco soles los hombres subían para arrancarle a la tierra grandes pedazos de agua quieta y dura que transportaban durante la noche. Aquello era suficiente para mantener con vida a la tribu, pero incluso el hielo estaba desapareciendo y cada vez era más difícil encontrarlo.
Todo había cambiado en los últimos tiempos. Ya no se reunían para reir y cantar juntos, ya nadie sentía deseos de compartir. Permanecían en sus cuevas procurando no gastar energías, con la mirada perdida en el recuerdo del agua.
El único que se movía sin cesar era Sinton, el viejo hechicero. Desde que la fuente dejó de brotar danzaba incansable en el centro de un círculo de fuego. Sinton era el que más agua bebía, a pesar de que no trabajaba para traerla al poblado. Pero a todos les parecía que aquello estaba bien, porque él estaba luchando duro y en soledad, él era la voz de la tribu llamando a la lluvia. Todos sabían que algún día los cielos responderían a su esfuerzo. Nadie se rendiría mientras Sinton continuara danzando.
Bo llegó a su cueva, acarició los cabellos blancos del abuelo y se sentó frente a él. Hacía semanas que el abuelo permanecía inmóvil, con la espalda apoyada en la pared, tan quieto como la montaña. Cuando mamá Nuca le daba de beber sólo aceptaba un trago. Cuando le daba de comer apenas tomaba unos bocados, pero los masticaba con cuidado y con placer. Por eso todos sabían que el abuelo todavía no deseaba morir. Simplemente estaba ahorrando a su manera porque era lo único que podía hacer.
Pero aquel día había un brillo extraño en sus ojos. Bo se quedó mirándolo en silencio porque se dio cuenta de que el abuelo estaba dentro de sí, y sabía que cuando las personas están dentro apenas se dan cuenta de quienes les rodean. Al poco rato unas lágrimas empezaron a resbalar por las mejillas del abuelo. Bo lo observó fascinado, sin comprender porqué estaba dejando escapar el agua de aquel modo. Y lloraba cada vez más, tanto que empezaron a tener miedo de que se secara como una hoja. Después empezó a reir, reía y lloraba al mismo tiempo. Entonces tuvieron miedo de que el abuelo se hubiera perdido para siempre dentro de sí mismo, porque reir y llorar de aquel modo era algo que les sucedía a algunos de los que viajaban tan lejos que, aunque su cuerpo estuviera presente, no podían encontrar el camino de vuelta con los suyos.
Bo sintió una gran tristeza. Tomó de la mano al abuelo y lloró también. Entonces el abuelo tocó las lágrimas de Bo con sus dedos sucios y huesudos y le puso la mano en el corazón. Agua, dijo al tocar sus ojos, y cuando le tocó el corazón dijo dentro. Después volvió a quedarse tan quieto como antes.
Todos se tranquilizaron excepto Bo. Sabía que el abuelo había querido comunicarle algo. Aquella noche no durmió. Estuvo dándose cuenta de que el agua de las lágrimas surgía del interior de su cuerpo. Y de que a veces el agua entraba y a veces salía. Ya sabía eso, sólo que ahora lo veía tan bien que le parecía algo nuevo. Se sentía muy inquieto porque había algo en aquella oscuridad dentro de su pecho que se le escapaba y tenía que encontrarlo.
Se esforzó tanto que amaneció agotado y sudoroso. Mamá Nuca lo miró con preocupación. Bo sonrió débilmente para tranquilizarla y se sentó en la entrada de la cueva. Desde allí podía divisar todo el valle y respirar el aire húmedo y fresco del inicio del día. Agua, recordó, agua... dentro. Y entonces comprendió.
Corrió como un conejo perseguido hasta la fuente seca. Cuando llegó buscó el lugar en el que había visto a la tierra sudar como él, un rincón en una hondonada situada por debajo del antiguo manantial. Ahora el terreno estaba reseco y acuarterado, pero Bo arrancó una rama de un árbol cercano y la afiló bien frotándola contra las rocas. Clavó la estaca en la tierra utilizándola como una palanca para despejar una amplia zona de piedras. Después empezó a escarbar. Durante mucho tiempo se olvidó de todo lo que no fuera hacer aquél agujero más y más profundo. A veces encontraba piedras grandes y tenía que ingeniárselas para ir haciendo espacio alrededor antes de poder moverlas, a veces era un auténtico problema porque él no tenía la fuerza de los hombres que ya habían dejado de crecer.
El sol era una bola roja que parecía incendiar el horizonte en la lejanía. Un poco más, pensó Bo, y mañana continuaré. Se detuvo un instante para recuperar fuerzas y fue entonces cuando la tierra empezó a silbar y a lanzar terribles suspiros bajo sus pies. Nunca había oído un sonido semejante, y nada produce tanto miedo como escuchar algo nunca oído. Salió dando saltos del agujero que había excavado justo a tiempo de ver un líquido borboteante que se arremolinaba en el fondo, inundándolo con rapidez.
Bo llegó al poblado con la luz de la luna. Entró en la cueva y se sentó frente al abuelo, que miró sus pies manchados de barro y sonrió. Muy despacio empezó a levantarse. Nuca y la vieja Roja le ayudaron a hacerlo. Bo también quiso ayudar, pero el abuelo se lo impidió señalándole la entrada de la cueva, así que supo que quería que lo guiara.
La luna estaba alta cuando salieron. El abuelo se detuvo al pasar junto al hechicero y esperó a que se diera cuenta de que algo nuevo sucedía. También las mujeres que estaban alimentando el círculo de fuego se inmovilizaron al verles. Después reanudaron lentamente la marcha, y Bo se asustó un poco cuando comprobó que todo el poblado les seguía. Pero la mirada amable del abuelo y la presencia del hechicero a sus espaldas le tranquilizaron.
Les condujo hasta el borde de la hondonada. Allí se detuvieron, sobrecogidos por la misteriosa visión que se extendía ante sus ojos. Al principio les pareció que el cielo había descendido hasta ocupar el lugar de la tierra. Tardaron un poco en darse cuenta de que aquella superficie lisa y oscura que despedía brillantes reflejos estaba hecha de agua.
El asombro y la alegría les mantuvieron allí hasta el amanecer. Como nadie deseaba abandonar el lugar trajeron comida y encendieron fuegos. Y compartieron junto al agua todo lo que habían descubierto durante la larga sequía, porque ese era el modo en que la tribu preservaba sus hallazgos más bellos del olvido.
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