EL ASPECTO DEL CORAJE
Yo sé cual es el aspecto del coraje. Lo vi durante un viaje en avión, hace seis años. Sólo ahora puedo contarlo sin que se me llenen los ojos de lágrimas.
Cuando nuestro avión despegó del aeropuerto de Orlando, aquel viernes por la mañana, llevaba a bordo a un grupo elegante y lleno de energía. El primer vuelo de la mañana era el preferido de los profesionales que iban a Atlanta por asuntos de negocios. A mí alrededor había mucho traje caro, mucho peinado de estilista, portafolios de cuero y todos los aderezos del viajante avezado. Me instalé en el asiento con algo liviano para leer durante el viaje.
Inmediatamente después del despegue, notamos que algo andaba mal. El avión se bamboleaba y tendía a desviarse hacia la izquierda. Todos los viajeros experimentados, incluida yo, intercambiamos sonrisas sabedoras. Era un modo de comunicarnos que todos conocíamos esos pequeños problemas. Cuando uno viaja mucho, se familiariza con esas cosas y aprende a tomarlas con desenvoltura.
La desenvoltura no nos duró mucho. Minutos después nuestro avión empezó a perder altura, con un ala inclinada hacia abajo. El aparato ascendió un poco, pero de nada le sirvió. El piloto no tardó en hacer un grave anuncio: -Tenemos algunas dificultades- dijo-: En este momento parece que no tenemos dirección de proa. Nuestros indicadores señalan que falla el sistema hidráulico, por lo cual vamos a regresar al Aeropuerto de Orlando. Debido a la falta de hidráulica, no estamos seguros de poder bajar el tren de aterrizaje. Por lo tanto, los auxiliares de vuelo prepararán a los señores pasajeros para un aterrizaje de emergencia. Además, si miran por las ventanillas verán que estamos arrojando combustible. Queremos tener la menor cantidad posible en los tanques, por si el aterrizaje resulta muy brusco.
En otras palabras, íbamos a estrellarnos. No conozco espectáculo más apabullante que el de esos cientos de litros de combustible pasando a chorros junto a mi ventanilla. Los auxiliares de vuelo nos ayudaron a instalarnos bien y reconfortaron a los que ya daban señales de histeria.
Al observar a mis compañeros de vuelo, me llamó la atención el cambio general de semblante. A muchos se los veía ya muy asustados. Hasta los más estoicos se habían puesto pálidos y ceñudos. Estaban literalmente grises, aunque me costara creerlo. No había una sola excepción. "Nadie se enfrenta a la muerte sin miedo", pensé. Todo el mundo había perdido la compostura, de un modo u otro.
Comencé a buscar entre el pasaje a una sola persona que mantuviera la serenidad y la paz que en esos casos brindan un verdadero coraje o una fe sincera. No veía a ninguna.
Sin embargo, un par de filas a la izquierda sonaba una serena voz femenina, que hablaba en un tono absolutamente normal, sin temblores ni tensión. Era una voz encantadora, sedante. Yo tenía que encontrar a su dueña.
A mí alrededor se oían llantos, gemidos y gritos. Algunos hombres mantenían la compostura, pero aferrados a los brazos del asiento y con los dientes apretados; toda su actitud reflejaba miedo.
Aunque mi fe me protegía de la histeria, yo tampoco habría podido hablar con la calma y la dulzura que encerraba esa voz tranquilizadora. Por fin la vi.
En medio de todo ese caos, una madre hablaba con su hija. Aparentaba unos treinta y cinco años y no tenía rasgo alguno que llamara la atención. Su hijita, de unos cuatro años, la escuchaba con mucha atención, como si percibiera la importancia de las palabras. La madre la miraba a los ojos, tan fija y apasionadamente que parecía aislarse de la angustia y el miedo reinantes a su lado.
En ese momento recordé a otra niñita que, poco tiempo antes, había sobrevivido a un terrible accidente de aviación. Se creía que debía la vida al hecho de que su madre hubiera ceñido el cinturón de seguridad sobre su propio cuerpo, con su hija atrás, a fin de protegerla. La madre no sobrevivió. La pequeña pasó varias semanas bajo tratamiento psicológico para evitar los sentimientos de culpa que suelen perseguir a los sobrevivientes.
Se le dijo, una y otra vez, que la desaparición de la madre no era culpa de ella.
Rezando porque esta situación no acabara igual, agucé el oído para saber qué decía esa mujer a su hija. Necesitaba escuchar.
Por fin, algún milagro me permitió distinguir lo que decía esa voz suave, segura y tranquilizante. Eran las mismas frases, repetidas una y otra vez.
-Te quiero muchísimo. Sabes, ¿verdad?, que te quiero más que a nadie. -Sí, mami- repuso la niña.
-Pase lo que pase, recuerda siempre que te quiero. Y que eres buena. A veces suceden cosas que no son culpa de uno. Eres una niña muy buena y mi amor te acompañará siempre.
Luego la madre cubrió con su cuerpo el de su hija, abrochó el cinturón de seguridad sobre ambas y se preparó para el desastre.
Por motivos ajenos a esta tierra, el tren de aterrizaje funcionó y nuestro descenso no fue la tragedia que esperábamos. Todo terminó en pocos segundos.
La voz que oí aquel día no había vacilado ni por un instante, sin expresar duda alguna, y mantuvo una serenidad que parecía emocional y físicamente imposible. Ninguno de nosotros, avezados profesionales habría podido hablar sin que le temblara la voz. Sólo el mayor de los corajes, ayudado por un amor más grande aún, pudo haber sostenido a esa madre y elevarla por sobre el caos que la rodeaba.
Esa mamá me demostró cómo es un verdadero héroe. Y en esos pocos minutos oí la voz del coraje.
Casey Hawley