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Temas para Pensar: Amor, Muerte y Trascendencia
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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: Marti2  (Mensaje original) Enviado: 04/09/2011 08:16

Amor,  Muerte y Trascendencia

 


 Trascender es la clave de la evolución. Trascender quiere decir superar e integrar. Pero eso, que se dice tan fácil, conlleva el atravesar una  larga y repetitiva serie de crisis internas. Lo menos que se puede decir de las crisis es que no son cómodas. Si no tenemos claro el sentido de trascender las crisis, si no podemos vivirlas como preciosas ocasiones de crecer por dentro, no podremos colaborar activamente en nuestro proceso evolutivo y nos quedaremos estancados. Quiero señalar la importancia que el amor y la muerte tienen en la comprensión, superación e integración de esas crisis. Se trata de poder ver cómo operan el amor y la muerte en los procesos de trascendencia.

 Empezaré precisando qué entiendo por amor y por muerte.  Voy a hacer referencia a  una visión un tanto  peculiar de ambos términos. Al amor voy a referirme en su acepción absoluta, esto es, no como un estado emocional sino como un estado de conciencia (un estado de conciencia que los budistas denominan mente clara) y a la muerte, en cambio, como a la experiencia a la que todos y cada día estamos expuestos mucho antes de vislumbrar siquiera nuestra muerte, digamos, “real”. Quiero invitaros a reflexionar sobre la peculiar visión de los místicos sobre la vida y la muerte cuando afirman unánimemente que  “quien muere en vida no muere al morir.” 
¿Qué quiere decir eso? ¿Cómo se muere en vida y  se consigue  así no morir?  ¿Qué quiere decir no morir? Dar una respuesta a esas preguntas nos abocará, inevitablemente, al tema de la trascendencia.

Vayamos primero al amor. Vamos a distinguir entre el amor, digamos, común y corriente y el Amor verdadero, pues uno y otro no sólo no son lo mismo sino que se podría decir que el segundo implica la muerte del primero. Estaremos de acuerdo en que por amor entendemos muchas cosas. Llamamos amor a la necesidad imperiosa de sentirnos queridos, a la dolorosa sensación de vacío con que venimos al mundo y con la que todos hemos crecido. Llamamos amor al profundo anhelo de encontrar en otro un complemento ideal, la complitud perfecta, el alma gemela. También llamamos amor a  lo que yo quiero, confundiendo el amor con el deseo, la admiración, el apego, la posesividad o la dependencia emocional con la que me relaciono con lo que siento mío: hijos, pareja, cualidades o cosas. Todo aquello que le proporciona un sustento a mi  identidad, a lo que me creo que soy yo. Todas esas situaciones nos despiertan todo tipo de emociones, emociones placenteras o dolorosas, emociones que nos exaltan o deprimen pero el Amor verdadero no es una emoción.
El  Amor al que voy a referirme no es la una palabra bonita con la que aludo a todas o cualesquiera de mis necesidades o posesiones; el verdadero Amor implica siempre, de alguna manera, algún tipo de  muerte ya que supone la trascendencia, esto es, la superación de todos nuestros conflictos emocionales, a fin de alcanzar un estado de conciencia perfectamente  hábil y claro: una mente en paz.        

En cuanto a la muerte, no voy a referirme a la  muerte física, real y concreta que todos tememos y que es el tema tabú por excelencia. La muerte, en nuestra manera habitual de pensar, es el gran absurdo, no de la vida pero sí de toda lógica. La muerte es el odioso final de un tiempo que lógicamente no querríamos que terminara nunca. En ese sentido, la muerte siempre nos humilla, es la dolorosa constatación de nuestra  total impotencia ante no sabemos qué. Es un fracaso, la derrota de todos los esfuerzos y logros de la ciencia médica o la inutilidad de mis  plegarias y promesas. Y aunque a veces se presenta como la liberación deseada a meses o años de sufrimientos y dolores o, incluso para el suicida, como una solución “feliz” a una vida sumida en la más negra desesperación, la muerte es, en principio, aquello que nadie quisiéramos experimentar nunca. Y, sin embargo, dos certezas ineludibles nos acompañan desde el momento de nacer:  vamos a morir y no sabemos cuándo. Curiosamente, como ya Freud señalaba, esa  verdad ineludible, no tiene cabida en nuestro inconsciente  y de ahí que todos nuestros mecanismos  vitales  y racionales estén dirigidos a olvidar, negar o reprimir la idea misma de la muerte. 

Y es lógico. Los seres humanos aspiramos naturalmente a la felicidad y esa aspiración conlleva el anhelo de eternidad. Dice Ramana Maharshi que “ningún hombre puede vivir feliz en un estado finito.” Pero el anhelo de infinito sólo puede satisfacerse alcanzando lo infinito y en tanto que la muerte coarta inapelablemente todo anhelo de infinitud podemos concluir recordando la primera de las cuatro verdades nobles que enseñó Buda: la vida es sufrimiento.
Deseamos ser felices, la felicidad implica el logro de un estado  infinito y la muerte frustra siempre ese deseo innato y primordial. Esa característica de nuestro ser mortales, desear vivir eternamente y ser conscientes de nuestra finitud, nos condena siempre a un cierto dolor.

 Pero la muerte, además de la palabra horrorosa que alude a la experiencia más odiosa y temida por todo ser viviente,  puede entenderse  de otra manera. La muerte, a la manera en que la entienden los místicos, no es el mal, el triste final que frustra nuestro deseo de eternidad, sino, todo lo contrario, es el raro prodigio que nos permite, precisamente, realizar ese anhelo y acceder así a nuestra naturaleza primordial, a la esencia inmortal que ya somos. Lo que los místicos nos quieren decir es que  si entendemos la muerte como un proceso cotidiano, como parte integrante de la vida misma, podemos vivirla como una maestra, una maestra severa, claro está, pero también generosa que nos enseña a vivir, a amar, a Ser realmente lo que Somos. Si realizamos lo que realmente somos, el miedo a la muerte habrá desaparecido porque habremos alcanzado el verdadero Amor y, como se dice en el Cantar de los Cantares,  “el perfecto Amor no conoce el temor “

Vayamos a verlo.  Empecemos  con el  amor. Lacan dice que “amar es dar lo que no se tiene a alguien que no lo tiene”. Y, ciertamente, ésa es una buena definición del amor común y corriente, del difícil y precario intercambio de necesidades y demandas, del juego de proyecciones más o menos ideales que llamamos amor. Pero, en cambio, cuando la Madre Teresa de Calcuta  dice que “amor es dar lo que nos sobra” está, sin duda, refiriéndose al Amor verdadero. No habla de una carencia ni del esfuerzo inútil por solventarla, sino de todo lo contrario: habla de dar desde la abundancia. Pero he ahí el  problema porque, ¿qué nos sobra? Hemos dicho que nacemos y crecemos con una sensación de vacío que lógicamente todos queremos satisfacer. Recordemos, por ejemplo, el mito al que alude Platón para explicar ese anhelo. En un principio los seres humanos éramos dobles, es decir, dos perfectamente unidos en uno solo. Éramos tan felices como inconscientes y arrogantes y los dioses, para castigarnos, nos separaron por la mitad.  Esa herida permanece, su huella en el cuerpo físico es el sexo y en nuestro cuerpo psíquico, esa dolorosa sensación de insatisfacción. Desde entonces y para siempre, ese anhelo nos condena a desear al otro, a buscar fuera, la propia complitud. Pero, por otro lado, también sabemos, cuanto menos en teoría, que solamente cuando damos ex abundatia cordis, como sugiere la Madre Teresa, es decir, sólo cuando damos lo que de alguna forma nos rebasa, nos sobra, damos realmente, nos acercamos a eso que llamamos amor incondicional. Dar y no pedir, dar y no esperar, no negociar, no  intercambiar, no valorar, no enterarnos siquiera de que damos. Es evidente que hay un salto enorme, cualitativo, trascendente, entre nuestras expectativas de amor y esa utópica e ideal posibilidad de amar sin más.

Podemos entender intelectualmente esa forma de amor pero está muy lejos de nuestra experiencia, ya que todos andamos más necesitados de amor que sobrados. Es decir, podemos dar mucho de lo que no tenemos a quienes no lo tienen y así consolarnos, justificarnos, sentirnos queridos, reconocidos, sostener una buena autoimagen o darle un sentido importante y grato a nuestra vida. Podemos y de hecho creo que somos muchos quienes nos esforzamos concienzuda y cotidianamente  por aliviar nuestras carencias, nuestros temores, nuestra soledad… en el servicio a otros. Ello, sin duda alguna, no sólo es lícito, es loable y necesario. Aprendemos muchísimas cosas en el servicio a los demás. Sin embargo, del mismo modo que se dice que el sufrimiento es muchas veces necesario para aprender ciertas cosas pero no suficiente y que no basta con sufrir para llegar a sabio, se diría que la vía del servicio es una vía necesaria pero tampoco suficiente. Hace falta aprender a morir, es decir, morir interna, simbólicamente, a toda necesidad y toda expectativa, a todo miedo y a toda esperanza.

Vayamos por partes. Con respecto al amor, veremos cómo podemos dar ese salto, es decir, generar amor en lugar de necesitarlo. El tema de la muerte nos llevará al tema de la trascendencia: cómo aprender a morir en vida a fin de superar el terror innato a morir.

Veamos, aunque de manera muy breve y simplista, cuál es el camino que debemos seguir a fin de desarrollar ese amor absoluto o incondicional que todos reclamamos siempre y que nunca hemos probado. Es necesario, primero, tomar conciencia de nuestra propia necesidad y hacernos responsables de ella, es decir, renunciar a la ilusión de que el otro me puede hacer feliz. Pero esa conciencia sólo surge si de alguna manera estamos en contacto con el dolor, a saber, con  la insatisfacción que nos es constitutiva. Y ello, aunque pareciera evidente, no lo es. Muy pronto desarrollamos naturalmente toda clase de mecanismos de defensa que nos protegen de sentirnos vulnerables y sólo tomamos conciencia de nuestra pequeñez e indefensión  cuando la vida nos obliga a ello. En ese sentido, el sufrimiento, la enfermedad, las pérdidas, es decir,  todas las situaciones difíciles y críticas de la vida suelen ser el motor que nos pone en el camino de trabajarnos interiormente. Ese trabajo interior, del que quiero pensar que todos tenemos alguna experiencia, consistiría, en el caso que nos ocupa,  nada menos que en  transformar nuestro necesidad de amor en capacidad amorosa.

Eso evidentemente no es fácil pero lo importante nunca es fácil. Lo importante, en este caso, es saber que eso es posible. Dice un renombrado maestro budista, Chogyam Trunpga que “cuanto más desamparado se siente uno, más aumenta su capacidad de sentir amor”. Es decir, nuestro potencial amoroso no es otro que la propia capacidad de dolernos, de sentir profundamente nuestra carencia de amor. En otras palabras, es nuestra menesterosidad, son nuestras heridas, nuestro vacío, la clave misma de nuestra auténtica y tan profunda -que suele resultarnos inasequible- capacidad de amar. Que ¿cómo hacerlo?  Simplificando mucho, podríamos decir que a pequeñas dosis, esto es, con paciencia.

Para desarrollar el amor se requiere paciencia, mucha paciencia, porque la paciencia, ella misma, es una forma de amor. Podríamos decir que el desamor sólo se convierte en amor a fuerza de pequeñas dosis de amor o, para decirlo de manera menos redundante, de paciencia. De la paciente observación y reconocimiento de todo aquello de lo que uno no querría ni oír hablar. Paciencia y aceptación de todo lo negado y reprimido, de todo lo temido y rechazado, de todas las quejas y reclamos que llevamos dentro y de todas las rabias y miedos que nos tienen atrapados. Paciencia y aceptación, en definitiva, de la propia sombra. Así pues se podría decir que la paciencia es comparable al trabajo de un orfebre: sólo la perseverancia convierte una piedra cualquiera en una gema preciosa. Y por eso se dice que la paciencia es, entre las virtudes, lo que el diamante entre las piedras preciosas, a saber, la más pura, la más dura, la más clara y transparente, la mejor de todas las formas posibles de Amor. Doy un paso y tropiezo, no importa estoy ahí; otro paso y me caigo, está bien, estoy ahí, y un pasito más y un nuevo tropiezo, el mismo, no importa sigo aquí... Y  así, un día detrás del otro y toda una vida. Lo menos que se puede decir es que no es fácil. Pero sin paciencia, sin mucha paciencia, es imposible recorrer ese largo y aparentemente interminable sendero circular y solitario que nos lleva al centro de nosotros mismos. Y sólo si transitamos ese camino hasta el final podremos transmutar la sensación de vacío interior que nos carcome en plenitud, esto es, en Amor. Sólo por medio de esas pequeñas dosis de amor, a saber, de paciencia, podemos trabajar el carbón del ego y descubrir el diamante que esconde. Y cuando nuestro interior esté así de claro, así de limpio, así de puro y transparente, no necesitamos amor, no tenemos amor... somos Amor.  Cuando somos Amor podemos darlo todo, todo nos sobra...

Pero, ¿y la muerte?  En El Arte de Morir, Jean-Yves Leloup afirma que el miedo a la muerte es proporcional al miedo al amor. Y se refiere, claro está, a lo que aquí venimos llamando amor verdadero. Ya hemos visto que el amor verdadero no es fácil de alcanzar pero ¿por qué lo tememos tanto? Marie de Hennezel, en esa misma obra, nos da la respuesta cuando dice que aprender a amar es aprender a perder. “Amar”, dice, “es aceptar los propios límites, asumir la propia impotencia y estar sólo ahí, en la aceptación de lo real”. La aceptación de lo real implica la aceptación de la muerte y esa aceptación requiere de algo más que paciencia. Ese algo más, esa dificilísima aceptación de lo que se pierde, es lo que convierte el trabajo interior en un verdadero arte. Ningún arte se domina ni fácil ni rápidamente y menos aún el de saber vivir. Ese arte consistiría, paradójicamente, en asumir, a cada instante, la propia muerte  a fin de llegar a proclamar alegremente, como san Pablo, “yo muero todos los días”.

Volvamos a Leloup para entenderlo. “Generalmente se ama para ser amado”, dice, “pero la muerte nos enseña a amar al otro y dejarlo ir. Ve hacia ti mismo... estoy contigo, le dice Dios a Abraham”. Ese permiso que a veces nos pide el otro y que ciertamente no es fácil conceder, es necesario otorgárnoslo también a nosotros mismos. Es decir, no basta con observar, reconocer y aceptar pacientemente cada uno de los aspectos de nuestro propio ego, hemos aún de trascender, de desapegarnos de  la emoción, de la idea, de la falsa identidad en la que estamos atrapados. En otras palabras, es necesario morir internamente a todos los apegos que nos atan a nuestro pequeño ego para así liberar nuestro auténtico Yo. En palabras de Durkheim, “el conocerse a sí mismo es la feliz recompensa que alcanzan aquellos que hacen frente a su propia muerte. En esa experiencia, el yo que creía que era muere y  mi Yo verdadero se revela y reconoce”.

Porque a medida que avanzamos en el trabajo interior nos vamos dando cuenta de lo lejos que estamos de ser mínimamente auténticos. Prejuicios absurdos, temores ridículos y toda clase de engaños y racionalizaciones nos mantienen muy lejos de nuestra verdad. Esa armadura, como sabemos, cuesta mucho de sacar. Es como pelar una cebolla, infinitas capas recubren nuestra esencia. El camino hacia la propia esencia es largo y recurrente, difícil de escalar. Se podría comparar a una inmensa espiral por la que damos vueltas y más vueltas. En cada giro, a fin de avanzar en profundidad y altura y no sólo dar vueltas como en una noria; hemos, primero, de ver y reconocer lo que hay, hemos de aceptarlo e integrarlo inteligentemente para, por último, dejarlo ir,  desidentificarnos de ello. En el momento en que podemos soltar, renunciar a aspectos del propio ego, aprendemos, de hecho, a morir. Pero Stephen Levine nos recuerda que desidentificarnos de lo que nos creemos ser puede resultarnos mucho más difícil que morir realmente. Sin embargo, sólo ese ejercicio: morir continuada y simbólicamente a cada instante, nos familiarizará con la muerte. Otra vez, Durkheim: “la disminución del temor a la muerte es la consecuencia natural de experimentar las cotidianas muertes metafóricas o psicológicas.”

Harding, en su Pequeño Libro de la Vida  y de la Muerte, dice lo que nosotros ya decíamos con respecto al amor. Si el desamor se cura a base de pequeñas dosis de amor, el miedo a la muerte también requiere de dosis homeopáticas de lo mismo, es decir, de pequeñas muertes continuadas que, poco a poco, nos vayan revelando el sentido de la vida y el significado del Amor. Si vencemos el miedo al amor habremos vencido el miedo a la muerte porque, “¿qué puede enseñarnos la muerte que no nos haya murmurado ya la soledad?”, dice Leloup.

Y ahora, para terminar, puntualicemos, con Ken Wilber ciertas cuestiones teóricas. “El objetivo real de Thanatos”, dice Wilber, “apunta a la trascendencia. No es una fuerza que intente convertir a la vida en materia inorgánica, ni una repetición compulsiva, ni tampoco un deseo suicida. Thanatos”, dice (y se refiere precisamente a la necesidad de morir psicológicamente de la que aquí venimos tratando), “es el poder del vacío. Ese mismo vacío nos da el impulso que nos impele a trascender las fronteras ilusorias. Pero, sabemos también, añade, que ese impulso se presenta al ego atemorizado que no quiere renunciar a sus  fronteras, como una amenaza  que pone en peligro su integridad”. Es  decir, es importante distinguir la pulsión de muerte que nos empuja inteligentemente a vivir  las sucesivas muertes internas a fin de trascender, de ir un poco más allá de nuestras limitaciones egoicas, distinguirlo, digo, de phobos, esto es, de nuestro habitual, convencional, miedo a la muerte real y concreta que ciertamente nos espera a todos.  En ese sentido, puntualiza Wilber,  “Thanatos es un deseo de muerte que se deriva de nuestro propio Ser Total”.

En teoría está claro que si queremos prepararnos para una muerte digna deberíamos de aprender a vivir… muriendo. Sólo ese duro ejercicio de paciencia y amor para con nosotros mismos nos familiarizará suficientemente con la muerte a fin de vencer nuestro temor. Otra cosa es la puesta en práctica de ese saber. Desde la práctica podemos entender a Kierkeggard, por ejemplo, cuando afirma que lo normal es que el  ser humano viva aterrorizado ya que, entre él y la Verdad, mora la mortificación. La mortificación se refiere a eso, al arte de aprender a morir con cada pérdida, con cada crisis, con cada cambio. Y sólo la mortificación continua convierte nuestro trabajo interior en un trabajo trascendente que nos prepara para dar ese “paso más” del que habla Marie de Hennezel cuando dice que la espiritualidad no es, en definitiva, sino ser capaces de “dar un paso más”, ir un poquito más allá de nuestro pequeño ego y así descubrir la Verdad que yace en nuestro interior.  Dice el Maestro Eckhart: “el hombre interior no está en absoluto en tiempo o lugar alguno, sino que está pura y simplemente en la eternidad”.

Podemos referirnos a ello como el arte de vivir o como el arte de morir; se trata, en todo caso, de actualizar, de encarnar realmente lo que Somos. Y la Muerte cotidiana, esto es, la muerte bien entendida, la práctica cotidiana del arte del desapego es la gran maestra. Ella nos regala difíciles pero preciosas ocasiones de aprender a vivir muriendo. Cada vez que morimos simbólicamente, cada vez que nos desapegamos de aspectos que creemos ser nosotros mismos, vamos limpiando nuestro interior. Después de vivenciar las incontables muertes de todos los aspectos de nuestra personalidad podemos experimentar lo que el zen denomina la Gran muerte o Satori, esto es, la muerte definitiva de toda sensación de identidad, la disolución  total de la ilusión del ego y así, libres de todo, ser sólo una conciencia inmensa, clara e inequívoca de nuestro Ser. Esa Claridad es Amor.

Esa claridad o Sabiduría Trascendental es lo que los Budistas denominan mente despierta y es eso lo que define al verdadero Amor. La claridad, y no las buenas intenciones o la buena voluntad o el deseo egoico de ser bueno. Porque el Amor no es necesariamente ni bueno, ni dulce, ni siquiera amable o servicial. El verdadero amor es efectivo, corta lo que hay que cortar, como un buen cirujano, o une y reconcilia, crea o destruye, no importa. Hace siempre, porque lo ve claro, lo más conveniente; actúa sin temor alguno, con absoluta confianza y libertad. E incondicionalmente.
                                                                                       
                                                                                         


Magda Catalá
 


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