Los recuerdos de corazones sensibles, los momentos felices e incluso los dolorosos que nos hicieron bien, son mucho más valiosos que cualquier cantidad de venerados adornos de Navidad |
Sí, como suele suceder, George e Ira Gershwin lo expresaron a la perfección: “Eso nadie me lo puede quitar”.
Al parecer, de pequeño yo daba muestras de una tendencia muy desarrollada a respetar las ceremonias y preservar los recuerdos. En mi familia solía contarse con humor que una vez, cuando en enero estaban empaquetando los adornos de Navidad para guardarlos hasta la siguiente, escribí en una de las cajas: “Éstos son los más sagrados”. Santifiqué así los adornos del árbol de Navidad que mis jóvenes padres habían utilizado en el primero que instalaron después de su matrimonio. A pesar de un cuidado especial, el número de aquellos ornamentos se fue reduciendo a lo largo de los años en un hogar lleno de niños e incluso de animales pequeños. A partir del etiquetado reverencial que escribí, los aderezos más venerables de nuestra colección hogareña, presidida por un ángel cada vez más desaliñado, se guardaban en la misma caja de cartón. (El ser celestial permanecía flotando en un material llamado “cabello de ángel” que, dicho sea de paso para los lectores más jóvenes, no tenía nada que ver con la pulpa caramelizada de la calabaza, pues era un estambre de fibra de vidrio que –se nos advertía sin cesar– podía cortarnos si lo tocábamos. Por supuesto, en los tiempos lúcidos que vivimos ya no existe en el mercado, probablemente porque las advertencias de los padres han dejado de surtir efecto o porque los demás niños eran más desobedientes que nosotros y se cortaron al tocarlo.)
Cuando el universo de mis padres se deshizo al final de sus vidas, aquellos adornos me tocaron a mí, probablemente porque la etiqueta de la caja era testigo de mi devoción hacia ellos. El número de las bolas originales se había reducido a dos, lo cual no está nada mal para unos artículos tan frágiles que habían visto más de medio siglo de árboles de Navidad de todas las especies y tamaños y que habían sido empaquetados y trasportados a otras casas después de la primera en ladrillo rojo –tan pulcra–, que los ciudadanos de una nación agradecida habían construido para los “héroes que regresaban” de la Segunda Guerra Mundial, uno de los cuales fue mi padre.
Hoy, no por descuido mío, un objeto ha caído por inadvertencia sobre una de las dos bolas. Ahora sólo queda una. Me sorprende lo poco que me ha afectado este accidente. Al fin y al cabo, muchas personas pierden todos los objetos materiales que poseen en nuestro competente desvarío por cosas tales como el genocidio, la limpieza étnica y los “daños colaterales”, cuando no sucede en terremotos, incendios o inundaciones. Yo, en cambio, conservo más de una reliquia como recuerdo de tiempos pasados. Mis amigos que piensan que me aferro a muchas cosas probablemente tengan razón. Sin embargo, el constante deterioro o la pérdida de viejos objetos de días lejanos –como la de hoy– sirven para recordarme las cosas que, como en la canción de George e Ira Gershwin, nadie nos puede quitar.
Nadia Boulanger, ya muy anciana, dijo sentirse afortunada por haber memorizado tanta música. Para ella, el hecho de que, a pesar de su ceguera, todavía fuese capaz de tocar los dos volúmenes completos de El clave bien temperado tenía más valor que palacios o laureles o linajes de sangre antigua. Los recuerdos de corazones sensibles, los momentos felices e incluso los dolorosos que nos hicieron bien, son mucho más valiosos que cualquier cantidad de venerados adornos de Navidad. Además, todavía me queda uno, que pronto volverá a ocupar su lugar, esta vez ya solo, en la caja de cartón donde permanece la mayor parte del año.
Roger Evans
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