¿Había un fondo fascista por detrás de los jóvenes movilizados? ¿o el
horizonte sigue siendo el de nuevas luchas en una calle ganada, a pesar
de voces minoritarias desprestigiadas? Lo que para algunos es fascismo y
amenaza de golpe sobredeterminando las movilizaciones, especialmente
después de que los distintos gobiernos locales dieran marcha atrás en
los aumentos del transporte, para otros es esperanza en cambios
profundos con una población que salió de la inercia consumista... ¿es un
movimiento de izquierda contra un gobierno autista y conservador o hay
que salir a apoyar el gobierno?
Quizás reversibilidad de una
historia sin dirección pre-definida, con fantasmas del pasado que se
chocan los hombros con deseos de cambiar el país, y que afloran en un
país que empieza a hablar desde las calles después de cambios
subterráneos profundos. En estas voces difíciles de codificar, se
escucha mucho que ya no hay izquierda y derecha pero al mismo tiempo
nunca parecieron estar tan marcadas las posiciones en el debate. Una
masiva movilización generada por lo que se entendía como abuso, y
expresiones violentas que las mayorías denuncian pero que no es difícil
entenderlas también como continuidad más radicalizada de tendencias que
recorrieron la política de estos días.
Después de dos semanas
desde que empezaron las protestas y cuatro días de que el reclamo se
volviera masivo, algunos descubrieron que pueden hacer un país más justo
desde la movilización. Pero con el gobierno fuera del centro de
atención, la continuidad de las movilizaciones se encontró en Rio de
Janeiro y otros lugares con la vocación violenta y descontrolada de la
policía militar, protegida por la TV Globo, que trabajaba codo a codo
con la policía para cubrir con su relato el accionar represivo, mientras
buscaba direccionar el sentido de las calles a una crítica que vendría
de fuera de la política, del televidente indignado, contra la
corrupción. Al mismo tiempo, en São Paulo y otros lugares, un
nacionalismo de extrema derecha instigó repudios violentos contra
bandera rojas de partidos, apoyados por vecinos que llevaban carteles
contra las “limosnas” (el Programa social Bolsa Familia) o insultaban a
Dilma, provocando la retirada inmediata de muchos de los que se
movilizaron los primeros días, y dejando un gusto amargo que varios
interpretan como intento de golpe de Estado.
Una semana que
comenzó con movilizaciones inesperadas que sorprendieron recolocando la
política en las calles del Brasil, terminó así despertando una serie de
monstruos que hasta entonces no salían mucho de las pequeñas cajas de
comentarios en Internet. Distintas camadas superpuestas nos fueron
llevando del tema de la decisión de escritorio de administradores de
ciudad, a los límites constitucionales y morales de una república que
está en crisis y se reencuentra con los grandes perfiles de su historia,
sus excluidos, sus miedos y deseos de transformación.
Cuánto
más crecía y se expandía más Imposible era indicar sus causas y
composición con precisión. La protesta alcanzó decenas de ciudades,
salió de grupos de jóvenes recién llegados a la política en
universidades en expansión, pero por la mitad de la semana incluyó
protestas en las periferias. Después del triunfo de la movilización –con
la revocación del aumento en los precios del transporte– continuó en
las calles con millones de motivos acumulados y arrojados contra las
puertas de un poder público que las mantenía cerradas y que no pudo
general aún una respuesta a la altura de las circunstancias, confundida y
mandando la policía.
No eran sectores emergentes pidiendo
derechos de establecidos, tampoco excluidos que en el Brasil potencia
buscan incluirse con demandas. No es tampoco un Brasil que sale en
tiempos de crisis, como se apresuran los que siguen datos
macroeconómicos que ven un freno en la curva progresiva. Era política
desordenada, sin líder, sin nombre, sin un único sentido. No era un
intento desestabilizador contra el PT y se vieron en las marchas, más
bien, grupos del PT que buscaron sumarse, el jueves especialmente,
cuando el gobierno expresó simpatía con las movilizaciones. Tampoco era
manipulación de la prensa, que más bien se perdió enredada en la
cuestión del “vandalismo”, aunque sin duda plantó consignas –como la de
la lucha contra la corrupción, fácil herramienta del rating
televisivo– y llevó manifestantes a la calle, enrareciendo,
complejizando y dando letra a los impulsos iniciales. Había carteles
anti Dilma, pero no era golpista la intención de los millones
movilizados y más bien esa interpretación parece hablar de la sordera de
arriba que esta semana mostró un Brasil en las calles.
El
precio del transporte, no debe ser olvidado en cualquier intento de
caracterización. No eran sólo 20 centavos, quedó claro en estos días,
cuando su valor representa un tercio del salario mínimo y no se condice
con las pésimas condiciones de viaje en ciudades colapsadas. Este primer
catalizador que se mostró convocante y legítimo, es interesante porque
no es ajeno al tipo de demandas que están en la conciencia y formación
histórica del PT. Mientras los gobiernos de las ciudades más grandes
iban reaccionando ante la fuerza de la calle, se empezó a saber algo de
un mundo con costos del transporte maquillado por las empresas,
financiamiento del servicio que recaen sobre las espaldas del usuario en
mayor porcentaje que en otros lugares del mundo (sólo el 10% es de la
empresa) y un tema central en las ciudades de hoy que se estructura de
manera muy injusta, y además resulta familiar con como todos los temas
estatales se organizan. En este sentido la respuesta gubernamental
inicial de silencio o represión policial, sea cual fuera el partido del
poder, no podía sino reforzar la lectura de un vacío, donde en el pasado
podía estar el PT proponiendo otra política.
En la calle, las
críticas a la magnitud de dinero transferido de cofres públicos a un
pequeño grupo de empresas, en el transporte, se conectó inmediatamente
con el caso del financiamiento público al mundial de fútbol, justo
cuando la FIFA organiza un ensayo para el mundial con la Copa de las
Confederaciones, que fue blanco de protestas. Del transporte, se pasaba
al fútbol, permitiendo aflorar algo de lo que expulsión de habitantes en
zonas turísticas, faraonismo megalomaníaco y contratos demasiado
grandes con demasiado poco control habían venido alimentando. Algo de
esto también se encuentra con el ciudadano que está harto de la
corrupción, pero más bien se conecta con conflictos locales que no
alcanzaron tanta difusión, como algunos que acompañaron obras del metro
en São Paulo, o la demolición de un histórico museo indígena en Río de
Janeiro para la ampliación del estadio Maracaná. Ciudad que recibirá la
final de la copa del mundo y antes al papa Francisco –en una visita
cuyos gastos también son criticados- ponen un alerta que hasta ahora
sólo tiene desde el gobierno un plan de contingencia militar.
Otra
de las discusiones que recorrieron la semana tuvo que ver con las
formas de participación política. Un movimiento horizontal surgido en el
Foro Social Mundial de 2005 y que propone anular las tarifas del
transporte, dejó nerviosos a negociadores políticos, inteligencia del
Estado, la policía y periodistas que buscaban individualizar y entender
formas políticas que con fuerza se muestran como la contra cara de un
poder político autista, que siguió mandando la policía y sólo atinó a
cancelar inversiones para suspender el aumento como medida de emergencia
que buscaba restablecer el orden, sin realmente sentarse a discutir una
respuesta relacionada con la problemática que se discutía. El Movimiento Passe Livre además
abría discusiones sobre lo colectivo, no sólo para pensar políticas de
Estado sino desde la propia forma de organización y manifestación
política.
El jueves, ya con la medida anulada, se manifestaron
más de un millón de personas en varias ciudades, según los datos de la
prensa que hasta entonces se caracterizó más bien por minimizar los
números de movilizados. Ahí cobró sentido una idea que recorría las
manifestaciones desde el principio: “no son sólo 20 centavos”, “queremos
más”. Era cuando los partidos de izquierda y jóvenes que habían
iniciado la protesta con pocas personas a principio de mes, se
encontraban ahora con grupos embanderados de verde y amarillo gritando
contra la corrupción, grupos fascistas que agredían y quemaban banderas
de partidos, además de mucha gente suelta que pedía más u otra cosa, con
carteles hechos en casa o en el patio de la facultad, contra la
homofobia que el congreso había expresado en la misma semana (con la
propuesta de la “cura” gay), por salud y educación, o simplemente por
encontrarse y tomar las calles.
El contenido fascista afloraba
de un movimiento que era fuerte por su capacidad para discutir un tema
sensible de un sistema injusto. Mientras entusiasmaba la posibilidad de
un nuevo Brasil que en los últimos años no había salido a las calles, la
izquierda se encontraba con una reacción que no quedaba claro si se
trataba de una coincidencia incómoda o si era en sí misma una respuesta
intolerante contra fuerzas de cambio que se habían liberado. Emir Sader,
un conocido operador petista de las redes sociales, mostraba el
desconcierto. A la mañana del jueves manifestó que ese día iría a las
manifestaciones con su camiseta roja, como parte del movimiento de
algunas bases del PT, y de las propias declaraciones de Dilma y Lula que
saludaron las protestas del lunes. A la vuelta, escribía para sus
contactos que “a partir de hoy, los que participen de estas
manifestaciones estarán apoyando las hordas fascistas que quieren
terminar con la democracia en Brasil”.
¿Pero por qué el PT?
Preguntará el lector que no estuvo leyendo sobre las alianzas de Dilma
con el viejo poder, con los ruralistas en la invasión de territorios
indígenas y destrucción de la Amazonia, con las demandas religiosas de
derecha y homofóbicas, con el poder financiero y las grandes
constructoras que generaron no pocas reacciones y protestas de menor
visibilidad. ¿No es que el Brasil crece y le va bien, con millones de
personas recién llegadas a la clase media, desarrollo con inclusión
social, exportaciones en expansión, protagonismo en el mundo y éxito en
la organización de eventos deportivos internacionales? Vemos en las
revistas que los brasileros son compradores de departamentos caros en
Manhattan y tienen en San Pablo representantes de las tiendas y marcas
más exclusivas del mundo. Dilma, además, hasta la semana pasada al menos
contaba con 80% de aprobación según esas encuestas que forman parte de
los modos de existencia de un poder encerrado en sí.
Evidentemente
hay más que un Brasil, y eso es lo que quedó claro esta semana con las
movilizaciones y en las propias movilizaciones, para muchos. No hace
falta recurrir a estadísticas para retratarlo. Si te tocó estar en el
lado más difícil en la ciudad, no tendrás buena escuela y hospital,
viajarás varias horas hasta el trabajo por día y posiblemente sufras de
violencia policial. Si no sos de los reducidos grupos económicos con
ganancias extraordinarias, sin duda tendrás mucho para acercarte con
simpatía al nuevo Brasil de la movilización. Un Brasil que se encontró
con sus monstruos en la calle pero también con su yo de la política en
sus manos, que hasta ahora parecía nomás ser su otro.
Salvador Schavelzon
Rebelión