Históricamente la oscuridad ha
desempeñado un papel fundamental en la cosmogonía de toda sociedad
humana. Asociada a divinidades, fuerzas creativas, entornos mitológicos y
estados mentales, lo cierto es que pocas veces, quizá por la falta de
necesidad, la concebimos en su plano más básico, es decir, como un
recurso natural.
Más allá de la esencia poética de este
‘estado’, aspecto entrañable en su naturaleza, la oscuridad es un
ingrediente indispensable para el equilibrio de las cosas. Lo anterior
no solo dicho en sentido metafórico, sino que los ecosistemas, así como
el orden natural, requieren de su presencia para mantener su
funcionalidad.
Es evidente que hoy, más que nunca,
somos una especie ‘electrizada’. Buena parte de nuestras actividades
cotidianas se apoyan en el uso de luz eléctrica, y las concentraciones
urbanas actúan de noche como monumentales candelas, oponiéndose así al
entorno natural que les rodea, la oscuridad de la noche.
Por está razón, diversos especialistas
están pujando por establecer un índice internacional de niveles de
oscuridad, tarea que el National Parks Service Night Sky, de Estados
Unidos, ya se encuentra desarrollando. Al respecto, Paul Bogard, autor
del libro The End of Night: Searching for Natural Darkness in an Age of Artificial Light, advierte en entrevista que:
Una de las razones por las que es tan
importante identificar los distintos niveles de oscuridad, es para que
reconozcamos que la estamos perdiendo –algo que no sucederá a menos que
tengamos un nombre para designar las etapas de este proceso. Y a la vez,
representa una forma de nombrar aquello que podemos recuperar.
Originalmente el combate contra la
oscuridad se debe a una búsqueda por estar más seguros frente a las
amenazas de la noche. Pero este legado, relacionado, supongo, al
instinto de supervivencia, no responde en sí a una necesidad de ‘ver’ el
entorno con detalle, sino solo lo necesario para hacerlo conciente –y
así disponer de lo necesario para estar a salvo.
Hace unos años nació el concepto de
contaminación lumínica, que se refiere a los excesos de luz artificial
en entornos urbanos, y las repercusiones negativas que esto puede
acarrear. Entre estos podríamos mencionar la alteración de los ritmos
naturales dentro de las ciudades, algo que afecta, por ejemplo, al
desarrollo de las plantas o el violentar los ritmos circadianos dentro
del reloj biológico de las personas, lo cual a su vez conlleva problemas
en nuestra salud.
Más allá del debate en torno a la
seguridad que provee la iluminación artificial, aparentemente lo que
hace de esta práctica un agente de desequilibrio, es el exceso. En
realidad recurrimos a la luz artificial, tanto públicamente como en
privado, mucho más de lo necesario –de hecho hemos generado una especie
de dependencia psicocultural a la luz eléctrica. Lo cual no solo amenaza
las bondades de la oscuridad como una fuerza equilibrante, también
tiene un impacto negativo contra la sustentabilidad –se calcula que tan
solo en Estados Unidos la sobre-iluminación implica el gasto de 2
millones de barriles de petróleo al día.
De manera complementaria, y ya desde un
punto de vista estético, la contaminación lumínica impide a los
habitantes de ciudades alrededor del mundo, disfrutar de una de las
actividades más seductoras que tenemos a nuestro alcance: contemplar los
cielos nocturnos. Por ejemplo ¿cuántas veces nos hemos privado de una
lluvia de estrellas por estar sumergidos en los millones de bulbos
encendidos dentro de nuestra ciudad?
Imagino que lo que toca tras escribir, o
leer, este artículo, es cuidar nuestro uso de la luz eléctrica, diluir
en la sombra ese trauma panóptico por ver y ser visto, aún de noche.
Participar en la construcción de una cultura en contra de la
sobre-luminidad urbana, y a favor de los cielos estrellados, y
reconciliarnos, en un plano psicocultural, con la oscuridad como una
generosa acompañante.
En lo personal siempre he admirado la
oscuridad. Creo que se trata del mejor amigo de la luz –el simbiótico
matrimonio de los opuestos. La elegancia de la sombra me inspira, y el
eclipse me parece un ritual apasionante. Las aves nocturnas me producen
una genuina fascinación –en particular los búhos–, y en la noche, en su
oscuridad, encuentro uno de los más estimulante motores de la
creatividad. Pero jamás me había tocado reflexionar en la oscuridad como
un recurso natural, y mucho menos dimensionar la amenaza que hoy
enfrenta este invaluable bien. Escribo este artículo con la simple
intención de que pronto seamos más las personas concientes sobre este
fenómeno, y que juntos protejamos a la oscuridad –recordemos que, a fin
de cuentas, ella jamás nos ha abandonado.
@ParadoxeParadis