La postulación de un medio universal que
no sólo permite la transmisión y el flujo de las fuerzas físicas sino
que integra y da cohesión todos los sucesos del cosmos –o una especie de
telar sobre el cual se desarrolla la trama infinita de la existencia–
es una de esas nociones o ideas que reaparecen a lo largo de la
historia. Los filósofos presocráticos buscaron un elemento ubicuo que
constituye todas las cosas; estos legendarios sabios, no sin una
profusa gota de místicos, nominaron a uno de los 4 elementos como base
de todos los demás, pero fue Anaximandro quien concluyó que debía de
haber un prinicipio original indefinido del cual se desdoblan los demás.
El arche (el origen) se convierte en el apeiron, precursor del
éter. El apeiron es aquello que abraza los opuestos y dirige el
movimiento de las cosas, más que permea el espacio, es el espacio que
permea todo lo que existe. Los griegos también nos legaron conceptos
relacionados como el pleroma, gnósticamente entendido como el
pensamiento de Dios, pero un pensamiento que imbuye el universo –un
universo hecho de mente. “Es tanto nada como todo”, dijo Carl Jung sobre
el pleroma: plenitud que es vacío infinito. Tenemos también el pneuma,
palabra que significa aliento o aire y que fue usada por Anaximandro
para deisgnar el elemento original o la mónada, pero que también es
representativo del alma o espíritu y como tal ligado al concepto védico
de akasha, palabra en sánscrito equivalente a éter.
Según Madam Blavatsky akasha es el componente principal del anima mundi.
El alma y la conciencia tienen una estrecha relación con la memoria:
los registros akáshicos son considerados como una biblioteca universal,
pero en vez de ser una estructura gigantesca que contiene en
innumerables volúmenes los registros de todo lo sucedido en el universo,
akasha es una molécula (que es todas las moléculas) que contiene toda
la memoria cósmica. Una mónada, una partícula de éter en la que existen
todas las estrellas y todo los actos de todos los seres dentro de ellas.
Se dice que akasha es el espíritu del universo y el éter es el cuerpo
–sin dejar de ser solo uno.
También en la India nos encontramos con el concepto de prana, similar al pneuma en
tanto a aliento espiritual, pero con una clara connotación de energía
vital. El prana también se relaciona con el pleroma: prana significa
“llenar” y pleroma significa lo pleno, lo lleno. Esta sustancia es la
que se distribuye por el vacío y espiritualiza la materia. El prana, es
como una especie de aire más sutil que energetiza a los seres vivos; se
dice que es el verdadero alimento y sustento de la vida. Tal que
supuestamente algunas personas pueden vivir solamente de prana,
especialmente del prana del Sol. Algunas personas dicen poder ver esta
sustancia y la describen como una red de partículas luminosas en
movimiento formando una estructura dinámica que interpenetra toda la
materia. Acaso como un hiperespacio constelado microcósmicamente.
Este concepto de una sustancia
primordial, que acallaría en el concepto moderno de la física del éter
como medio en el que se transmite la luz (luego descartado por
Einstein), ha sido integrado como una red sutil que vincula todas las
cosas. Una red metafísica que tiene su manifestación física. “Según
Parménides el propio ser está rodeado por los ‘vínculos de cuerda’ de la
poderosa Ananque [la necesidad]. Y en la visión platónica aparece una
inmensa luz ‘ligada al cielo como los cañamos que fajan las quillas de
las trirremes, abarcando así su completa circunferencia’”, escribe
Roberto Calasso. Ananque puede observarse, al igual que la red de
energía pránica, como un vínculo “que ciñe circularmente el mundo, está
cubierto por una faja coloreada, que podemos ver en el cielo como una
Vía Láctea, o también en perfecta miniatura, en el cuerpo de
Afrodita[...]“, esta urdimbre que ciñe al mundo es también el amor, las
joyas moleculares de la diosa. Afrodita viste un ”cinturon recamado
donde residen todos los encantos: allí esta la ternura, el deseo, las
palabras susurrantes, la seducción [...]“.
Como Afrodita, el dios Indra también
tenía una prenda circular que contiene todas las cosas del
universo. Francis Harold Cook, en su libro Hua-Yen Buddhism: The Jewel Net of Indra, describe su collar de perlas:
Lejos en la mansión
celestial del gran dios Indra hay una fabulosa red que ha sido colgada
por un astuto artífice, de tal manera que se extiende infinitamente en
todas direcciones. En sintonía con los gustos extravagantes de las
deidades, el artífice ha colgado una joya resplandeciente en cada “ojo”
de la red, y como la red es en sí misma infinita en dimensión, las joyas
son infinitas en número. Ahí cuelgan las joyas brillando como estrellas
de primera magnitud, una suprema visión que sostener. Si seleccionamos
arbitrariamente una de estas joyas para inspeccionar y la analizamos de
cerca, descubriremos que en su superficie azogada se reflejan todas las
demás joyas de la red, infinitas en número. No solo eso, sino que cada
una de las joyas reflejadas en esta joya también está reflejando todas
las otras joyas, así que hay un número infinito de procesos de reflejo
ocurriendo.
Atisbamos aquí una sofisticada e
iluminada métafora de esta red que se constituye a partir de la
sustancia primordial, que es el vínculo de la unidad en lo múltiple –y
que es el registro y la comunicación entre todo lo que existe, como una
oficina móvil cósmica del tamaño de uno de esos alfileres en cuya cabeza
bailan los ángeles. O el polvo donde residen innumerables budas. O el
polvo de Quevedo, el polvo enamorado que sigue flotando en el espacio
más allá de la muerte con la memoria del espíritu. O el polvo de la
palomilla dorada de la eternidad de Carlos Castaneda.
Dice Erik Davis en su texto Diamond Shards of the Matrix:
El alma teje la red
de Indra… Los ngHolos enfatizan que el ser y el mundo están siendo
constantemente producidos, que el cosmos es tanto vacío como red. La
alusión aquí es al mito hindú de la red de Indra, que los ngHolo’s
fusionaron con la imagen del universo como fue imaginada en el
Avatamaska Sutra: una monadología infinitamente interrelacionada y
anidada en la que la singularidad refleja y encarna una totalidad
ilimitada.
Esta red quizás no sea invisible. Por
momentos podemos ver el rutilante collar de la divinidad entrelazarse
con nuestros cuerpos o con los fenómenos que se sintonizan a nuestro
alrededor. Esta es la desnudez del espacio, el desvelo del esplendor.
Una red de la cual el internet es sólo una perla. Una red que nos
mantendrá inevitablemente unidos con todas las cosas hasta el fin del
universo que es inevitablemente también el principio.
Alejandro de Pourtales