Dogecoin: intercambio y acumulación de alucinaciones
Las finanzas como lo que son, un flujo alucinatorio: lo
último en "dinero" digital: el dogecoin. Lee más sobre él a
continuación.
Es muy difícil pensar en el dinero: es
pensar sobre el sustento mismo de una cultura que aniquiló toda
competencia y aún así persiste en un estado de fragilidad constante, es
pensar en su ausencia y la carencia de dinero representa el mayor de
todos los miedos, la fuente de toda ansiedad social. Ya no hay comunidad
de la que ser expulsados, no tenemos miedo al infierno: el único
castigo que tememos termina en la soledad absoluta de la carencia de una
cuenta bancaria. Es difícil pensar en el dinero porque es muchas cosas a
la vez. Es un medio de intercambio, pero es poder y es seguridad. Es
pertenencia. Los economistas se han convertido, en consecuencia, en los
sociólogos de lo abstracto, mercenarios que poseen el conocimiento más
importante de todos: la lectura de las macroeconomías, un zodiaco de
gasto público, libre mercado e inflación que afecta las vidas de todos
(sin importar el día, mes o año de nacimiento). Y no solemos pensar en
el dinero porque estamos muy ocupados intentando conseguirlo o
preocupándonos por no poder hacerlo.
Economistas, politólogos, sociólogos y
antropólogos, revolucionarios y filósofos han hablado, escrito y pensado
sobre el dinero y la cristalización de su poder en el sistema
capitalista. El Sistema se convirtió en Dios y el Diablo, debatimos
sobre la inequidad del control de los medios de producción y las
falacias de la meritocracia, pero nos terminamos olvidando del rasgo más
importante del dinero, una característica que no hay que ser economista
ni estar interesado en los últimos requerimientos del FMI a los países
en crisis para entender: es un símbolo. El dinero es una convención
social, una alucinación colectiva regulada por el Estado —no tiene valor
alguno en sí mismo, pero simboliza riqueza. El dólar, la moneda de
monedas, aceptada en todos los rincones del universo conocido y en
alguna que otra dimensión paralela, es uno de los símbolos más poderosos
de la historia, de una naturaleza profundamente binaria: pero el 17 de
septiembre de 1859, Joshua Abraham Norton, nacido en Inglaterra,
ciudadano de San Francisco, California, se autoproclamó emperador de los
Estados Unidos de Norteamérica (y protector de México). Durante su
reinado emitió varios decretos de mayor o menor importancia: abolió el
Congreso, quebró el sistema bipartidario, exigió a la Iglesia Católica
que lo reconociera como emperador y sancionó con una multa de
veinticinco dólares a todo aquel que se refiriera a su ciudad como
“Frisco”.
Nadie prestó atención a una sola de sus
órdenes, nadie lo tomaba en serio. Pero era querido y respetado, no
tenía un centavo en los bolsillos pero comía en los restaurantes más
importantes y era invitado a eventos culturales, donde se le reservaban
asientos preferenciales. Cuando fue detenido por la policía, para ser
tratado por padecer de una enfermedad mental, fueron tales las críticas
de parte de ciudadanos y periodistas que terminaron liberándolo,
solicitándole una disculpa a la que respondió Norton I, magnánimo y
justo, emitiendo un Perdón Imperial al policía que lo había arrestado.
El problema es que era pobre: y aunque lo dejaran entrar a algunos
restaurantes a comer gratis, Joshua Norton contrajo a lo largo de su
vida más de una deuda. La solución que encontró, una vez auto proclamado
emperador, puede parecer obvia: emitió su propia moneda. Cualquiera
puede hacerlo, después de todo: son papeles, de colores, idénticos al
usado en juegos de mesa como Monopoly. La particularidad del caso es que
el dinero emitido por Joshua Norton era aceptado como medio de
intercambio en San Francisco. Al margen del Estado, sin ningún Banco
Central repleto de bonos, deuda y lingotes de oro que lo respalde, la
moneda emitida por Norton era aceptada y tenía un valor de entre
cincuenta centavos y diez dólares.
El siglo XX , el más largo de la
historia, fue testigo de cantidades industriales de luchas entre clases,
estados y sistemas políticos: visiones del mundo aparentemente opuestas
se enfrentaron constante y sistemáticamente. Pensadores como Richard
Buckminster Fuller y Gene Roddenberry plantearon críticas y revisiones
profundas al sistema monetario, pero la siguiente revolución comenzó a
ocurrir recién hace unos años. Satoshi Nakamoto (un pseudónimo detrás
del cual se puede esconder más de una persona) creó en el 2009 el
Bitcoin, la primera criptomoneda —la primera moneda descentralizada y
distribuida, el futuro del dinero o la evolución lógica del dinero en un
mundo no sólo globalizado, sino hiperconectado. Eso es lo que proponen
sus evangelistas, por lo menos, aunque menos de mil usuarios posean ya
50% de los bitcoins. Sus detractores, por el otro lado, al grito salvaje
de “¡burbuja!”, se ponen rojos de furia ante un hecho que es poco menos
que una herejía: al igual que la divisa emitida por Joshua Norton, no
tiene respaldo—entonces, ¿por qué tiene valor? Curiosamente, economistas
ortodoxos y heterodoxos por igual se unen en la crítica: el mercado, la
comunidad, no parecen ser suficientes.
Otro de los pecados del Bitcoin es que
es digital: no hay papelitos de colores que llevar en la billetera. Y
llenamos a esos papeles de poder: obsérvense guardarlo con cuidado,
miren a los demás mientras cuentan el cambio —son verdaderamente
mágicos. Claro que en el 2014 usamos tarjetas de crédito (otro símbolo
con colores, texturas y una numerología que evoca a los dioses paganos
del placer y el poder), pero detrás de todo el plástico, de los sitios
de homebanking y de las cuentas de Paypal sigue estando el mismo sistema
de siempre, adaptado mínimamente a las herramientas tecnológicas de la
actualidad. A pesar de las críticas (y de las promesas), el bitcoin
tiene cierto respaldo —el paper original de Nakamoto (sea quien sea) fue
revolucionario, existe una Fundación y proyectos relacionados a la
criptomoneda han recibido decenas de millones de dólares de inversión en
Sillicon Valley: se trata de un proyecto serio y pretencioso, cuyo
éxito desembocó en una especulación global. El valor del bitcoin y todas
las criptomonedas que le siguieron fluctúa de acuerdo a los deseos de
enriquecimiento rápido de nerds y administradores de sistemas que hacen mining en servidores y crean botnets
de decenas, cientas o miles de computadoras de bajo rendimiento. Gente
que nunca se interesó por la compra/venta de acciones y las inversiones
de alto riesgo se obesiona con la criptomoneda de turno y no deja de
mirar sus valores en los principales sitios de intercambio, a pesar de
que probablemente gane unos pocos centavos.
En medio de todos los ataques, la
especulación descontrolada y algún que otro ataque de denegación de
servicio, surgió una moneda que lleva todos los postulados del bitcoin
al extremo y deja en descubierto la naturaleza fantasmal del dinero. El
dogecoin surgió como un chiste: no esperaba competir con el bitcoin ni
con el litecoin ni con las otras criptomonedas serias y respetables de
la actualidad; era una broma, una moneda basada en un meme: una foto de
un perro rodeada por frases coloridas escritas con la fuente Comic Sans.
Inexplicablemente, el dogecoin se convirtió en una de las diez
criptomonedas más utilizadas y posee una de las comunidades más activas y
extrañas de Internet: amigables en extremo con los usuarios nuevos, se
comunican siguiendo las mismas reglas de la meme, utilizando
constantemente los términos “such”, “many”, “very”, “so” y “wow” —el
supuesto objetivo de la moneda, de acuerdo a la comunidad, es “llegar a
la luna”, si bien es utilizada más que nada para transferir pequeñas
sumas de dinero a modo de tips. El dogecoin no es serio, es una broma,
una extensión de un .png, al igual que podría ser un video de You Toube.
Aún así, un dogecoin equivale en la actualidad a entre 0.001 y 0.002
dólares y los miembros de la comunidad (y algunos analistas) aseguran
que valdrá en el futuro un mínimo de un centavo de dólar, sino diez
centavos o directamente un dólar.
Independientemente de si llega o no a
una paridad con el dólar, todos los días se realizan cientos de
transacciones en las que personas se desprenden de monedas respaldadas
por bancos y gobiernos para adquirir una divisa cuyo símbolo es un perro
de raza Shiba Inu. Una divisa ridícula y absurda, un espejismo:
exactamente como el dólar. El dogecoin pone en evidencia la
arbitrariedad detrás del sistema monetario, deja en ridículo nuestros
miedos y pretensiones, el orgullo de los límites altos en las tarjetas
de crédito y el rechazo patológico al capitalismo; le da la razón a
Robert Anton Wilson, quien decía que el dinero es “una alucinación
semántica, el equivalente verbal de una ilusión óptica”. Si despojamos
al dólar y al peso de todo el poder que le otorgamos, no es más que una
apariencia, una ilusión que nos controla, por la que nos desesperamos
—después de todo, nuestras vidas dependen de esa ilusión. Pero si
desnudamos al peso, recordamos al emperador Norton y apostamos al
dogecoin (aunque sea con una sonrisa), paradójicamente, pensar en el
dinero se hace mucho más fácil. Carente de todo poder, no nos asusta, no
nos controla tanto, es una herramienta. Una tecnología creada entre
todos, validada por el uso que le damos, para facilitarnos la vida en
lugar de complicarla. Una tecnología sin sentido ni propósito que a
pesar de todo cambia y evoluciona: y si lo pensamos así, la broma no es
el Dogecoin sino las reservas federales, los lingotes de oro y las cajas
de seguridad, las tasas de interés y los papeles de colores, los bonos
atados a tasas de crecimiento, la emisión de deuda pública y el cese de
pagos ante fondos internacionales, las cuotas sin interés y los salarios
mensuales en billetes emitidos para evitar entrar en crisis. Si lo
pensamos de este modo (y no es difícil hacerlo), el dogecoin, aunque
desaparezca y no cumpla ni una sola de las expectativas, es la moneda
del futuro.